Conmemorando el centenario del nacimiento de Italo Calvino, El diletante recupera, con permiso del autor, una entrevista inhallable que Marcelo Cohen –en 1980, para la revista catalana El viejo topo– le hiciera al escritor de Las ciudades invisibles.
Realizar una entrevista con Italo Calvino constituye una empresa de las que fácilmente pueden desembocar en el desastre. Sus amigos insisten en que el mito de su mutismo es algo fabricado por la prensa y consecuentemente apoyado por él mismo para preservar su intimidad, pero nuestra impresión es que la naturaleza de Calvino está biológicamente reñida con toda tradición oral. Y no porque su carácter sea áspero o su pensamiento poco dialéctico, sino porque su mundo es el de la letra escrita. Humanista orgulloso, lector voraz y omnívoro, amigo proclamado de las enciclopedias, la tensión que le despierta el verse obligado a responder se resuelve entre la afable intensidad de sus gestos, un paulatino regreso a las brumas personales y el ruego silencioso para que termine la sesión de tortura. El texto que sigue fue rescatado de aproximadamente una hora y media de conversación grabada en la cual los silencios ocupan tanto como las frases. Un diálogo que en buena parte debe agradecer la presencia de Chichita, la compañera del escritor, una mujer vital, aguda, que compensa con discreción la amable reserva con que Calvino se enfrenta al individuo del magnetófono.
Una de las ideas que de inmediato nos asaltan al leer su última novela, Si una noche de invierno un viajero, es la aludida por Borges en muchas ocasiones, aquella de que, pese a la diversidad de la historia literaria, existe una unidad básica en todos los libros que hay en el mundo, como si cada uno de ellos fuera el fragmento particular de un libro ininterrumpido.
Las diez novelas que comienzo e interrumpo en esta obra son muy diferentes entre sí pero tienen un esquema en común. Siempre hay un personaje que habla en primera persona y que se encuentra en una situación que no es la suya; de modo que en todas hay un distinto problema de identidad. El centro de atracción en todos los casos es una mujer, y esto lleva al personaje a verse paulatinamente prisionero de un clima de amenaza, en la cual hay un enemigo misterioso, organización o comunidad, que parece cercarlo. Este esquema, que hacia el final es enunciado en ese pseudo-relato de Las Mil y Una Noches –en cierta manera una undécima historia añadida a las demás–, se materializa sin embargo de maneras absolutamente diversas al ser tratado de doce maneras distintas y provisto de otras tantas atmósferas. Por lo tanto mi libro apunta al mismo tiempo hacia la infinita variedad y a la infinita repetitividad de la literatura. Porque las diez novelas pretenden ser también un catálogo de maneras de ver el mundo, de actitudes hacia la vida.
Al comenzar la primera historia encontramos un bar de estación envuelto en un vapor de máquina de café o de locomotora, y la descripción es vaga, impresionista. En la segunda, sorpresivamente, la escritura se hace minuciosa, excesivamente naturalista...
Sí, sí. Claro. Esto está declarado, expresamente dicho. En cada uno de los capítulos de la moldura, del marco de la obra, la Lectora dice: “Me gustaría leer una novela...”, y describe siempre un tipo de novela distinto, que en realidad preanuncia lo que vendrá. Y la novela que el Lector encuentra en el lugar de aquella que quería continuar leyendo, nace predestinada asimismo por su propio título, coincidente con la definición de la Lectora. A su debido turno, cada título se sumará a los demás para formar una historia individual. Entonces allí hay un libro único infinitamente variable, o una cantidad de libros diferentes que comparten un esquema.
Pero, ¿de qué cree que trata la novela?
Trata de la fascinación novelesca, del placer de leer. Pero de un placer bastante natural, elemental, el placer del lector ingenuo. La novela es un homenaje, pero no al lector intelectual, sino al que lee por la lectura misma. Por otro lado, está el hecho de que todos los personajes de esta novela son definidos a través de su relación con la lectura. Hay personajes hiper-lectores y personajes no-lectores, así como hay escritores propiamente dichos y no-escritores: este último es el caso de ese mistificador de la literatura que es Ermes Marana, una especie de Deus ex-Machina. El caso del hiper-lector está representado por el profesor Uzzi-Tuzzi. Y la hermana de la Lectora, Lotaria, es lo contrario de la lectura, de tan metida que está en una búsqueda excesivamente crítica. A los dos les pasa lo mismo. A Uzzi-Tuzzi porque va detrás de lo inefable, del misticismo literario; a la otra porque está empeñada en aplicar códigos que acaban dificultándole la visión real de lo que lee. Yo me siento un poco identificado con el personaje central, que es el lector simple; pero me atrae mucho al mismo tiempo la Lectora, complicada, insatisfecha, pero siempre fiel a la sustancia.
Sin embargo, es difícil creer que usted sea un lector ingenuo. Gran parte de su obra está construida sobre la base de lecturas anteriores, necesarias, a menudo históricas o científicas. Por lo demás usted ha escrito ensayo y trabaja como colaborador de una editorial, es decir, no puede rehuir el trabajo crítico. ¿Cómo se concilia entonces esto con esa lectura elemental de la que habla?
Yo me he pasado toda la vida entre libros. Además de ser escritor, como usted dice, he trabajado siempre para una editorial y he estado relacionado con el mundo del libro. Incluso he mantenido polémicas, no una sino muchas. Pero al mismo tiempo he tratado de mantener a salvo una relación con la materia escrita que sea equivalente a una relación con las cosas mismas. Me he reservado siempre el derecho a pelearme con la actitud intelectualista hacia la literatura.
Calvino se queda callado y mira a Chichita como pidiéndole ayuda. Ella no parece muy segura de que lo que va a decir sea lo adecuado a la pregunta, pero en todo caso sí sabe que es importante: “Estoy pensando –cuenta– que cuando lo conocí todavía protestaba. Se pasaba el día leyendo pero siempre mantenía la ilusión de poder hacer otras cosas. Decía que quería ser un gran cazador, un gran play-boy, aviador... Pero eso fue hace muchos años, y ahora me doy cuenta de que con el tiempo se resignó a la exclusividad de la literatura”.
Acaba de hablar de “las cosas mismas”. En Si una noche de invierno un viajero vuelve a estar presente algo que, de diversas maneras, se evidencia en gran parte de su obra anterior: el hecho de que los personajes definen su Identidad en base a su relación con los objetos, con las cosas. A veces las cosas se les escapan, se hacen indefinibles o inaprensibles, otras los apabullan, otras están llenas de rastros, huellas, premoniciones. Aquí no parece haber “invención”...
Yo creo que la literatura tiene que hablar de cosas, de cosas concretas y de personas. La vida es una eterna relación con algo que está ahí. Y la literatura se diferencia de la filosofía en que para ella las ideas están afincadas, bajan, penetran en algo que se debe poder ver y tocar... En cuanto a la identidad, puede ser que sí, que el problema sea mío, personal, porque el mismo hecho de escribir presupone interpretar un papel, entrar en otro personaje... Si no pensara en estas cosas no hubiera escrito, por ejemplo, El caballero inexistente. El problema del Caballero es el ser, él es alguien que no es más que una función, que hace perfectamente todo lo que emprende pero en cuyo interior hay un vacío... Quizás estas ideas se acentúen por el aislamiento al cual lleva el trabajo literario. En una editorial, se trabaja en equipo, pero la mayor parte del tiempo uno está leyendo o escribiendo, y eso se hace solo. Yo, la verdad es que sufro este aislamiento. Uno se pregunta por la utilidad social del trabajo... Esa debe ser la razón de que muchos escritores se dejen fascinar por el cine, porque es algo que se hace en conjunto y parece más vivo.
“Hacía mucho tiempo que no se hablaba de esas cosas –dice Chichita–: antes Italo decía muy a menudo que le gustaba trabajar con la puerta abierta para oír lo que pasa, los ruidos de la casa. Exactamente lo contrario de otros escritores, que para escribir necesitan encerrarse. En Italia tenemos una casa en donde su lugar de trabajo está en el centro de todo: él escribe con la televisión encendida, por al lado pasan Giovanna y sus amigas, gente que entra y sale. Ahora no le gusta hablar de esas cosas, pero hasta hace unos años todavía se rebelaba contra el aislamiento”.
¿Y con respecto a la presencia constante de augurios, premoniciones, señales en el mundo exterior, especialmente en la naturaleza? Quiero decir si hay un sistema, detrás de esa preocupación, que se hace ostensible en la última novela.
Los símbolos, las premoniciones, corresponden a algo que he sentido sobre todo en mi juventud, a momentos de angustia. Incluso era el motivo temático de mis primeros cuentos, por ejemplo los de Ultimo viene il Corvo. Pero jamás he construido una filosofía basándome en esto. De hecho, creo que desde hace mucho tiempo no lo pienso más. Si emerge es porque pertenece a un estrato profundo. Si usted se refiere, en el último libro, al personaje de Asomándose a la costa escocesa, allí es el personaje el que se dedica a interpretar símbolos, de manera que eso está presente por un imperativo estrictamente temático, intrínseco.
Hasta el momento usted había sido un escritor que se destacaba por el afán experimental. Sus novelas estaban sólidamente construidas, sobre la base de una escritura transparente y, en general, una técnica lineal. La innovación radicaba en la fantasía. El mayor barroquismo de Si una noche de invierno un viajero, su complejidad y recurrencia, los cambios estilísticos, ¿obedecen a una necesidad propia? ¿En qué medida responden a un adecuarse a la época?
Creo que ya hace muchos años que me voy volviendo más complicado. Ya en las Cosmicómicas se notaba. Cada uno de los cuentos de las Cosmicómicas y de Tiempo Cero planteaba la resolución de un problema formal particular. El castillo de los destinos cruzados, que vino después, es un libro muy trabajado, que me planteó muchas complejidades. Y en Las ciudades Invisibles, donde cada cuento es muy breve y aparentemente simple, hay por detrás una labor de conexión que me costó mucho. Quiero decirle que, si bien he hecho el elogio del lector ingenuo, este elogio se realiza en un libro muy complejo. Me interesan mucho los procedimientos de la crítica formal, la semiología, el estructuralismo... Naturalmente, estos conocimientos son muy bonitos cuando los practican los grandes maestros; después otros las aplican como quieren y se vuelven... Claro, yo tengo un interés real por la crítica, si no, no habría escrito ensayos. He seguido seminarios con Barthes y con otros maestros, además de haber leído todo lo que había de importarme para leer en el campo de la nueva ciencia literaria.
¿Cómo llegó a realizar el trabajo que dio por resultado su Antología de Fábulas italianas?
Ese fue un trabajo realizado por encargo, pero que coincidió con un interés mío por el tema. Entre otras cosas, la fábula popular siempre me interesó por su economía de escritura, por su eficacia técnica. Y después de haber trabajado con ellas me di cuenta de que había aprendido mucho de esta forma aparentemente elemental de narración. En una fábula jamás hay un elemento inútil, todo detalle tiene su importancia. Además, las fábulas son invenciones que no se refugian en la evasión, realidad que explota en fantasía. De modo que la lección que nos dan es poética y moral. Su forma corresponde en gran medida a mi propio ideal estilístico, incluso en la novela. Cuando yo realicé mi trabajo de búsqueda y selección, todavía no se conocía toda una amplia investigación semiológica, estructural, realizada en base a los relatos populares. Así que, para seleccionar el material y ordenarlo, me vi obligado a crear yo mismo sistemas clasificatorios; es decir, a hacer algo parecido a lo que después desarrollaría Propp en uno de sus primeros trabajos, la Morfología de la Fábula, que por esa época aún no se conocía en Italia. Propp lo hizo por afán de investigador, yo lo hice porque me vi en la necesidad.
¿Cómo fue hecha la recopilación?
Realicé la selección sobre la base de todas las recopilaciones hechas por folkloristas y estudiosos hacia fines del siglo pasado. Me encontré con una enorme cantidad de compilaciones, generalmente correspondientes a regiones determinadas: sicilianas, toscanas... ya le digo, elegí aquellas que me parecían más características, tanto temática como formalmente.
¿Incluyó fábulas directamente oídas por usted?
No, no hice trabajo de campo. Ni siquiera mi abuela me contaba historias, como les pasa a algunos. Mi familia era extremadamente científica y racional, y no amaba este tipo de cosas.
¿Entonces cómo surgió su pasión por las historias, por la fantasía?
Bueno, la verdad es que mi padre era un hombre de imaginación. A él sí que le gustaba contar. Después estaba la lectura de los libros de cuentos para niños. Y más adelante, en la adolescencia, los primeros escritores que me fascinaron fueron escritores de invención y aventuras, sobre todo Kipling y Stevenson; también Jack London.
Las Cosmicómicas serían el resultado de la confluencia entre ese interés por la fábula y la formación científica que, en primera instancia, recibió a través del clima familiar. Pero hay algo completamente original, el duende Ofwfq. ¿De dónde surgió ese personaje?
Los cuentos de las Cosmicómicas nacieron con mis lecturas de tipo científico. Ofwfq, que es alguien difícil de imaginarse, nació con la idea de un personaje del cual no se debía saber bien quién era; alguien que había estado siempre, una voz capaz de pasar y asumir distintas formas, desde los comienzos de todo. Intenté tratar los grandes temas relativos a la formación del mundo, no digamos de manera antropomórfica, pero sí humanizándoles, como lo hacen los primitivos en sus mitos. Impera un cierto animismo; quise construir mitos primitivos a partir de las explicaciones que ofrece para esos fenómenos la ciencia natural.
Y la idea de humanizar la ciencia es llevada tan lejos que la explosión del punto da origen al universo en expansión se explica por la ocurrencia de una mujer de ponerse a masar tagliatelle en un espacio tan reducido...
Sí, lo que pretendo es provocar una especie de cortocircuito entre lo cósmico y lo cotidiano. La presencia de lo cotidiano, la vida de la gente pobre y corriente con sus preocupaciones diarias por el alimento, con su amor por la cocina y sus desventuras económicas es algo que nos dejó marcados a todos los narradores de posguerra. Eso es lo que puede explicar un libro como Marcovaldo. En lo que yo creo haber llegado a hacer algo distinto es en el plano de la fusión de esa realidad con una fuga hacia lo fantástico. Mirándolo en perspectiva no son muchos los libros míos en que se nota esa influencia de la posguerra, pero incluso en los que tratan de eso, la misma miseria se convierte en un mecanismo que posibilita lo grotesco. Y a la vez, el elemento prosaico, lo que en la retórica medieval se denominaba parte bassa, produce una corrección, un ajuste en lo fantástico, para que no se convierta en exquisito. En la fantasía tiene que haber rigor. Todo esto se enmarca dentro de una elección estético-moral, que por lo demás tiene toda tradición. En cierto modo, estoy hablando de algo similar a lo que dice Baktine en sus libros acerca del carnaval, donde habla sobre la fiesta como revuelta de los valores. Se trata de la puesta en escena, de la eclosión de la vida vulgar, prosaica, que no está exenta de magia. Fíjese en Rabelais, por ejemplo.
La publicación de El vizconde demediado tiene que haber obrado como revulsivo en el clima de la literatura neorrealista que imperaba en Italia desde la posguerra. Sin embargo, ya Pavese había defendido el derecho de los escritores a ser fieles a sus mitos y no pactar con el periodismo. ¿Cómo recibió usted las polémicas?
Cuando se publicó El vizconde demediado Pavese ya había muerto. A él no le hubiera gustado la novela, porque la idea que él tenía de los mitos y de su trabajo con ellos se vertía en función de argumentos contemporáneos. Y a otros aferrados al realismo a ultranza el libro les disgustó, porque mi primera novela había sido El sendero de los nidos de araña, que correspondía a las tendencias del momento. Sin embargo yo no me sentí desasistido. Hubo mucho muchos críticos famosos, tradicionales, que recibieron bien El vizconde porque ya estaban cansados de lo que se estaba haciendo; y también me apoyó gente que pertenecía al campo de la crítica de izquierdas.
A estas alturas la voz de Calvino ha bajado notoriamente su volumen y escucharlo constituye un verdadero esfuerzo. La presencia del magnetófono, el trabajo del fotógrafo, por otra parte, parecen no causarle demasiada gracia. Anuncia que dentro de un rato se va a quedar sin baterías, que ya habló demasiado para lo que acostumbra.
¿A usted le cuesta hablar de literatura o le es difícil hablar en general?
“Las dos cosas”, explica Chichita.
Y, es difícil.
¿Qué le gusta hacer, aparte de leer y escribir?
Viajar...
¿Qué lecturas prefiere?
Prefiero leer clásicos. Si pudiera leer solamente por placer, no leería más que clásicos...
¿Cuáles?
Y, clásicos.
Parece un secreto.
¿Por qué? (“Porque no lo dices”, le responde Chichita. “Podrías nombrar a Lucrecio, por ejemplo”). Ah, no, cuando digo clásicos estoy hablando de los del siglo pasado o de éste. Yo leo tanto a Platón como a Proust y Joyce. Pero sobre todo me gusta leer libros gruesos. En una época iba siembre en busca de la novedad, de lo último que se estaba escribiendo. Ahora me dedico más a hurgar en el pasado; espero con menos avidez la novedad, también es cierto que porque se leen menos cosas realmente nuevas. Otra cosa que hacía antes era formularme proyectos sobre lo que se debería escribir en determinada época; pero también abandoné esa costumbre...
¿Qué está leyendo ahora?
Tuve que hacer unos trabajos sobre Stendhal, y también sobre Flaubert, a causa del centenario, así que los estuve leyendo a los dos. Son dos enormes narradores, es difícil decir cuál es más importante para mí. Claro que, en la actualidad, es la concepción de Flaubert, su escritura, la que resulta más cercana, más influyente. Pero no sólo me importan sus libros acabados. Me importa Bouvard y Pecuchet, por lo que tiene de libro enciclopedia.
¿Cuáles, entre los libros de producción más reciente que ha leído, le interesaron verdaderamente?
Entre los latinoamericanos, los de Manuel Puig. Las dos primeras novelas me parecieron soberbias, y después creo que El beso de la mujer araña es un libro muy importante. No me gustó tanto, en cambio, Pubis angelical. Intenté decírselo a él mismo, pero es un poco difícil: no le agradan esa clase de críticas. Otra novela que me gustó muchísimo, claro que no de un escritor joven, es Zama, de Antonio Di Benedetto; pero las otras cosas de él no están a la misma altura.
¿Y entre los italianos?
Hay una serie de escritores extraños, fundamentalmente grotescos. Me gustan Gianni Celati, Giorgio Manganelli, Luigi Malerba.
Me gustaría que me hablara un poco de Pavese.
Pavese fue una persona muy importante en mi vida. Él fue el primero en leer mis escritos y también el primero en alentarme, el que me dio coraje para seguir narrando. Trabajábamos juntos, en el mismo despacho: su personalidad me marcó mucho. Su muerte me dejó deprimido y perplejo, sobre todo porque no me la esperaba. Se hablaba de sus crisis suicidas, pero la visión que yo tengo de sus últimos años de vida es la de años plenos de logros, de energía, años constructivos... Para mí era un hombre... un “duro”. Cierto, era extraño, una persona difícil. Pero realmente se trataba de un “duro”. En los últimos meses me daba la impresión de que se estaba volviendo loco, hacía cosas totalmente opuestas a las que acostumbraba hacer. Por ejemplo, él tenía esa manía de no dejarse fotografiar y en los últimos meses permitía que le tomaran fotografías, hasta lo provocaba. Yo no entendía nada. Tenía la manía de no viajar, y en la última época viajaba, se iba a las montañas, cosas que no había hecho jamás. En cualquier persona todo esto no hubiera sido demasiado anormal, pero en un hombre como él, que cuando estábamos en una cena y entraba un fotógrafo se escapaba, esas actitudes me desconcertaban.
¿Usted conocía sus relaciones con Constance Dowling?
Sí, sí, también eso. Me hablaba mucho de ella. Nosotros nunca habíamos conversado de esas cosas, lo ve, porque por esa época yo tenía la idea de que entre hombres fuertes ciertos temas no se debían tocar, y entonces esas confesiones me tomaban por sorpresa. Yo pensaba que se estaba volviendo loco. Claro, ahora me doy cuenta de que un poco loco sí estaba. Bueno, si le digo que la relación con él era una relación difícil es porque era una persona que se comunicaba poco. Pero con quienes hablaba era un hombre de conversación inteligente, divertida, hasta jocosa.
¿Usted también fue de los que se acercaron a los narradores norteamericanos por influjo de Pavese?
Sí. Nosotros empezamos a conocer a fondo a los norteamericanos a través de las traducciones de Pavese y Vittorini. Yo fui un consumidor ferviente de esa literatura. Mi primer modelo, baste decirlo, fue Hemingway. Me gustaba mucho Faulkner, pero Faulkner era demasiado difícil de imitar. Su imaginación, su mundo me cautivaban, incluso por el mismo hecho de que ese mundo que describía era provincial y agrícola, como el mío. Pero a la hora de escribir, tenía que basarme en un modelo de estilo más simple. Entonces elegí a Hemingway.
18 de octubre, 2023