En El ladrido del tigre, Osvaldo Baigorria parece narrar lo urgente y, a la vez, habitar ese espacio sin tiempo que configura el estado de cuarentena, en una isla del delta, durante la cuarentena por covid-19. La pandemia como fenómeno en sí establece algo más que un marco narrativo, otorga una forma de ver y leer aquello que llamamos realidad. El acontecer diario, colmado por lo inmediato, se estanca (en apariencia), dando lugar a la repetición cotidiana, donde la mínima alteración del paisaje y de la suma de rituales configuran una forma de alarma; aquello que escapa a nuestra percepción se transforma en amenaza.
“El primer indicio de que me había mudado a un lugar equivocado fue la desaparición de los siete perros del matrimonio vecino que vivía a trescientos metros de mi casa”. Así da comienzo la novela, un hecho ajeno, que en otro contexto podría ser trivial, se torna signo de algo más oscuro. Luego, la ausencia o desaparición de la dueña de los perros hace recaer las sospechas en su compañero, un hombre parco y misterioso, que casi no tiene relación con nadie en la isla.
La geografía, el territorio, se torna vital en la trama. No solo respecto de la serie de dicotomías que prolifera en la novela (ciudad-pueblo, continente- isla, urbano-selvático), sino también en relación al comportamiento orgánico del paisaje, donde los límites se tornan difusos, las formas quedan a merced de las crecidas, y donde en el lecho de un arroyo la bajante puede dejar al descubierto desde desechos, hasta un cadáver.
Como en una broma performativa el narrador enuncia: “La pandemia me salvó de la idea loca de ponerme a escribir un policial de terror sobre estos hechos”; y en ese evitar escribir desde el género comienza a contar lo que sucede, y aclara: “La vida isleña es como el agua de los ríos, arroyos y canales opacos que ocultan su fondo”. De esta manera, la isla se presenta como un no lugar habitado, no por pobladores, sino por refugiados, personajes en estado de fuga y cuya permanencia en la isla pareciera ser parte del escape, donde los nombres son suplantados por apodos, los oficios son legitimados por la urgencia y la necesidad y van mutando con la naturalidad de un juego de roles. Así, el sospechoso pasa de ser falso veterinario a pai de una secta que realiza enigmáticas y ruidosas ceremonias para turistas, que transitan la isla conformando el follaje perfecto para ocultar desapariciones, como así también tierra fértil para la sospecha de un narrador obsesivo que no puede evitar hacerse preguntas y que va hallando elementos y sucesos que no esclarecen, sino que multiplican y abren el misterio, hasta llegar a un niño que resultará una suerte de hilo de Ariadna para salir del laberinto de restos óseos y mujeres desaparecidas.
De esta manera, El ladrido de tigre pareciera contraponer a la pandemia de un virus ─que establece espacios y territorios, formas de protegerse, vacunas que proveen de anticuerpos─ el mal endémico de la violencia y, más precisamente, de la violencia masculina, que pareciera no dejar territorio donde guarnecerse.
Como un habitante de la ciudad en los lindes de la selva, la novela permite poner una suma de preconcepciones a la intemperie, en las que lo natural se desromantiza y donde el miedo y el deseo afloran como las únicas formas de entender lo que nos rodea.
23 de marzo, 2022
El ladrido del tigre
Osvaldo Baigorria
Blatt & Ríos, 2021
192 páginas.