Cualquiera que haya leído La carta robada de Poe sabe que la manera más inteligente de esconder algo es colocarlo a la vista de todos. Ese parece ser el caso de Leo, el narrador-protagonista de “Los silencios” –tercer y último cuento de Ese mundo ya no es nuestro, último libro de Pablo Colacrai–, cuyo padre le revela un secreto traumatizante para asegurarse de que el niño lo mantendrá oculto durante años; lo sabe también el narrador del segundo cuento (“El centro del mar”), cuando nos revela de entrada –a contrapelo de los manuales de escritura creativa, que aconsejan mantener esa clase de información dentro de la parte sumergida del iceberg del relato– que la mujer del protagonista tiene un amante; y por supuesto lo sabe el mismo Colacrai, y no sólo por su vasta trayectoria como coordinador de talleres literarios, sino porque en esta oportunidad, lejos de querer borrar –y pongo énfasis en la intencionalidad, más que en el acto de la borradura– las huellas de escritura, pone en primer plano los problemas de composición narrativa con los que se enfrenta cada relato.
Semejante apuesta no sorprende en un autor como Colacrai (nacido en Noetinger, Córdoba, en 1977, hoy residente en Rosario) que cuenta en su haber con dos libros anteriores dentro del género cuento: Nadie es tan fuerte (Modesto Rimba, Buenos Aires, 2017), finalista del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, y La noche en plena tarde (Río Ancho Ediciones, Rosario, 2012). En esta ocasión, el punto de partida es la enunciación de la dificultad de narrar. Todos los protagonistas de estos cuentos son escritores conflictuados (¿acaso hay alguno que no lo sea?) que no saben cómo contar una vivencia pasada o presente. El de “Talón de Aquiles” –cuento que abre el libro– es un docente de Lengua y Literatura que quiere ser escritor: se ha roto una pierna, pasa días enteros apoltronado en el living de su casa, y aunque tiene todo el tiempo del mundo, no escribe una sola línea; sólo escucha una historia de desamor y humillación que le cuenta un muchacho del barrio con el que traba una relación a partir de la literatura. El Facundo de “El centro del mar”, anclado en el éxito de un primer libro que le ha fijado la vara muy alta para el futuro, sufre un bloqueo que lo ha convertido en un “excritor”. El correlato psicológico de la impotencia creativa, en el primer caso, es el creciente distanciamiento entre el personaje y su familia; en el segundo, el anhelo de recomponer el vínculo con una mujer que lo ha engañado y de la cual espera un pedido de perdón que acaso sólo llega en sempiternos borradores de ficción. Si los dos textos antes mencionados se interrogan acerca de las maneras de contar una historia, “Los silencios” inicia con la duda acerca del hecho mismo de hacerlo. Aquí el narrador se mueve entre el mutismo y la palabra, oscila entre contar y callar (“Hay una historia que siempre quise escribir”, dice) como un histérico que se regodea en su síntoma, hasta que por medio del discurso logra hacer catarsis y expurgar un recuerdo de infancia que condensaba, hasta ese entonces, la imagen paradojal de un padre igualmente amoroso y abandonador.
De esta apretada síntesis puede colegirse que el postulado inicial acerca de la dificultad de narrar es una falacia, en el sentido de que los términos del argumento contienen su propia refutación: enunciar la dificultad equivale a superarla. La formulación de esta clase de problemas teórico-narrativos en el marco de un relato de ficción no es un cultivo extraño para el campo de la literatura argentina. Por la vocación de continuar segando esas mieses, los textos de Colacrai cruzan fuego con el Piglia teórico de las “Tesis sobre el cuento”, aquel Piglia que afirmaba que un relato cuenta siempre dos historias y que “la historia secreta es la clave de la forma del cuento y de sus variantes”. Pero como en teoría todo es práctica, si bien es dable admitir en Colacrai cierta afinidad con la primera de esas sentencias, los cuentos de Ese mundo ya no es nuestro son más bien una tentativa de demostración de la antítesis de la segunda. Como si escribir a capó abierto, exhibiendo los pistones del motor narrativo, no bastara para ofrecer pruebas en tal sentido, algunas declaraciones de los protagonistas-escritores apuntan y disparan en la misma dirección: “Con el tiempo descubrí que el secreto es lo opuesto a la escritura. Fracasa en la escritura. Al mismo tiempo, es lo que la dispara. Lo que la habilita”. O bien: “Pero toda historia es, al mismo tiempo, un misterio y una trampa. La trampa es creer que si contamos la historia develaremos el misterio”.
En efecto, misterio no es sinónimo de secreto. Por lo tanto, ¿por qué no contar todo? Es más, para los personajes de Ese mundo ya no es nuestro, contarlo todo, fijar la experiencia en el discurso, es, de hecho, un punto de fuga. Ese mundo del título del libro, otrora sentido como propio y ahora irremediablemente ajeno, es para Colacrai, a la vez, muchos mundos: es el paraíso perdido de la infancia propia (“Ese mundo de gigantes y dinosaurios es de él, no nuestro. Nosotros lo espiamos. Lo miramos por un telescopio. Nos parece que está cerca pero no, está lejos. Muy lejos”); es el espacio exclusivo de complicidad entre padres e hijos, antes de que éstos crezcan y se alejen de aquéllos (“Entre ella y yo había un mundo. Un mundo que era nuestro y de nadie más. Un mundo maravilloso”.); aquel lugar del tiempo donde se fue feliz junto a una pareja, antes de que la usina del amor se declarara en bancarrota.
Todos los personajes han perdido algo, lo están perdiendo, o tienen miedo de perderlo. Pero la evocación de esos mundos en el relato ficcional no tiene por fin su restitución –los recuerdos están vivos, y hasta demasiado vivos– sino más precisamente la declaración de la pérdida y, con ella, su aceptación, es decir, su duelo. Esta voluntad de clausura marca una diferencia con los textos de Nadie es tan fuerte: en aquellos cuentos, la propuesta narrativa se vertebraba sobre la base de una serie de escenas cotidianas, cargadas de emotividad, que condensaban un sentido trascendental para la vida de los personajes, pero la tensión permanecía deliberadamente irresuelta; se privilegiaba la omisión por sobre la acción, lo que a menudo resultaba en finales que no recompensaban el suspenso sembrado en un lector que luego del tercer o cuarto cuento ya comenzaba a anticipar el desenlace (o el no-desenlace) de cada historia. Ahora, la mayor extensión de los cuentos de Ese mundo ya no es nuestro y el propósito de contar todo supone un viraje en la estrategia: lo que tracciona la atención del lector hasta el final ya no es el interés por saber de qué va la historia sino la prosa misma de Colacrai. Esta última, lacónica y circular, con predilección por las proposiciones yuxtapuestas por encima de las subordinadas, tan heredera de Hemingway como de Carver y de Auster, absorbe de lo coloquial urbano –y logra recrear en la página– menos el vocabulario que los tonos, los ritmos, la sonoridad. Después de la lectura queda, sí, una historia, pero su fuerza es incomparablemente menor que la de la voz que la ha contado.
18 de enero, 2023
Ese mundo ya no es nuestro
Pablo Colacrai
Modesto Rimba, 2022
117 págs.