Piragua, bitácora, lagartija... hay libros que dejan retumbando la sonoridad de algunas palabras en la cabeza de quien lee. Palabras que construyen universos más allá de su sentido literal. Palabras que crean mundos como si inventaran un lenguaje. Esto es lo que sucede con la última y fascinante novela de Inés Arteta, La malparida, que sumerge a quienes se adentran en sus páginas en una travesía de la que es difícil desprenderse por la imantación que provocan la historia, sus personajes y el modo en el que está escrita.
La malparida cruza ficción y realidad a través de María del Carmen Rivero, apodada “Marica”, una cautiva del siglo XIX que revierte su destino de prisionera al servicio de los hombres y se convierte en la pirata más temida del Río de La Plata. La atmósfera es la de la Argentina de 1870, con todo lo de desconocido, legendario y cautivador que la exuberancia del litoral implica para ese entonces. Pero la novela no es solo la historia de Marica Rivero sino más bien la historia de Emilia Burton, quien también viaja en El Ditirambo a enlazarse con un buen partido a quien por supuesto no conoce, pero entiende, porque así su padre se lo ha hecho saber, que le conviene. Y aquí hay otro destino truncado, incluso más inesperado que el de Marica, porque a Emilia su pertenencia de clase le ha inculcado sin matices la costumbre de obedecer. La novela es, entonces, la historia de dos mujeres, únicas sobrevivientes de un atraco de piratas, y de cómo el afán por la supervivencia provoca su transformación.
En un mundo sin leyes Emilia se ve obligada a comprender que todos los saberes sociales que configuran su identidad son inservibles y que, por lo tanto, no está tan segura de ser quien es. Descubre que no es quien cree ser sino quien le han dicho que es, por lo que a partir de este momento la novela puede considerarse una suerte de bildungsroman, un relato de aprendizaje, un aprendizaje que cala hondo porque se produce intempestivamente y a la fuerza. El viaje y el descubrimiento son geográficos, externos, pero también y, sobre todo, constituyen una travesía interna: un autodescubrimiento identitario; una autoconquista. Marica aprende rápido o, mejor dicho, ya sabía; su recorrido era otro. Pero Emilia, siempre a la sombra de..., siente que debe protegerse bajo su ala. Marica no sabe de afectos ni sensiblerías. No la protege por hermandad de género ni afinidad emocional. Le enseña las proezas del sexo, las virtudes de la libertad, las potentes formas de la inteligencia femenina, pero también la crueldad y la dureza de los sinsabores del cuerpo de mujer.
Pronto Emilia recibe de un botín lo que será su arma más poderosa: una pluma, tinta y una bitácora. ¿Quién sino otra mujer va a escribir la historia de La Malparida? Marica Rivero necesita de Emilia Burton, su testigo, su única posibilidad de trascendencia en un mundo en el que ningún hombre aceptará reconocer su poderío. No quiere ser un rumor; quiere quedar plasmada en la letra escrita. Emilia Burton escribe para tratar de entender lo extraordinario, un comportamiento femenino anómalo e incomprensible, y en la construcción de ese relato de años de cautiverio –que pasa de una deslumbrada fascinación a un empoderamiento que la conduce a la delación–, se narra a sí misma. Escribe sobre otra mujer para escribir sobre sí. Marica Rivero es el espejo refractario en el que Emilia se refleja como aprendiz rebelde. En la senda que va de la Emilia del pasado a la del presente, indefectiblemente, pierde la lengua de su madre; vocablos como “impudicia” le aparecen de repente como provenientes de otras vidas. Parirse a sí misma exige la reinvención de una lengua.
Arteta construye un narrador en tercera persona que pone en tensión los tiempos de la historia. Ejecuta un juego de anticipaciones que van y vienen, a la vez que vela y devela lo que Emilia escribe pero también lo que jamás escribirá.
En una novela de cautivas argentinas del siglo XIX hay grandes protagonistas que no pueden estar ausentes: la civilización y la barbarie y, con ellas, Sarmiento, López Jordán, Mármol o Urquiza, que sobrevuelan a lo lejos como vestigios de otro mundo. Pero hay uno que se destaca especialmente, tal vez por las fechas en las que transcurre la historia; Tal vez por su pionera aventura de adentrarse tierra adentro y volver para contarlo. En el personaje del subteniente Ferrari las inconfundibles poses y palabras de Mansilla en Una excursión a los indios ranqueles aparecen de forma literal. Y ese es otro de los encantos de la novela, la creación de una ficción que a la vez que deja leer otro mundo permite leer otras ficciones claves de la Literatura Argentina. La malparida puede ubicarse en un anaquel que reúna los poemas sobre el río de Juan L. Ortiz pero también un viaje desopilante como el que Saer narra en Las nubes y más acá en el tiempo se enlaza de forma directa con la última novela de Gabriela Cabezón Cámara. Entre sus páginas, destellan como focos incandescentes frases que van desde Wilde a Borges, como si Arteta quisiera remarcarnos que puede haber infinidad de novelas dentro de una novela, del mismo modo que hay infinidad de vidas en la vida de Emilia Burton. Un cuerpo humano o un cuerpo libro, que en la artesanía del detalle, como un caleidoscopio, se multiplica hacia lo infinito.
29 de enero, 2025
La malparida
Inés Arteta
Tusquets, 2024
288 págs.