Existe una voz-Aira que experimentamos cuando por ejemplo el sujeto en que ésta se encarna responde a una entrevista o, con cierto aplomo, expone ideas llevadas a través de la lectura que escuchamos. Por supuesto, dista mucho de la voz que oímos en el objeto, la que lleva una narración, el despliegue de una fábula, o un atolondrado argumento que se bifurca acaso solo para continuar. Tal vez por eso la voz-Aira sea meditativa, característica fundamental que prueba que, lo que escuchamos pertenece a una zona incierta, la del discernimiento dubitativo donde ensayo y narración le dan espesor a una idea. Un espesor que está hecho de constancia antes que de fastuosos despliegues, que está hecho de un fuera de campo antes que de cualquier tema. Invitado a una universidad, a un congreso o a la recepción de un premio, Aira se permite entonces la monodia del lector que escribe, que no es lo mismo que la del escritor que lee. La primera le da una intimidad única, la segunda podemos encontrarla en sus novelas. El tono de esa voz, con el que se construye la figura de autor que no está ni en la obra ni en ese sujeto, es acaso la presencia vuelta acto que se demanda a un artista. Por lo cual, la voz-Aira es ready-made a medida, objet trouvé que, desde la ironía borgeana, no volvía a repetirse en la literatura argentina, pues si esta última se empecinaba en convencernos de su modestia, la primera hace lo mismo, pero con relación a su genio.
En esa dirección estaría pensado el ensayo que abre este libro, en donde leemos: “un premio tiene algo de final de partida, porque mira en una sola dirección: a lo ya hecho”. Lo hecho es no solo eso que se sostiene con la cantidad, la acumulación o cierta frecuencia, sino más bien aquello que ha triunfado como método, pues supone una eficacia. Pero desde ya no se trata otra vez del método Aira, que un poco él mismo se ha encargado de traslucir aquí o allá al ironizarlo en ausencia de corrección a página por día producida, sino que más bien se trata del método en su objetivación, en su forma de mito personal que se sintetiza en haberse dado, en tanto que escritor, ni más ni menos que “una educación defectuosa”. Entre la aptitud para la maravilla de los primeros años de infancia y juventud y el trabajo de traducción como sustento entre malas novelas llevadas de una lengua a otra que parece unir ese primer momento de fantasía y su continuidad en la realidad penosa, Aira despliega diversos “mitologemas” que hacen a la persistencia del artista no tanto como un destino, sino como una elección, una presunción de voluntad, una apuesta casi solitaria que parece alumbrar su dudoso misterio, el de la genialidad forjada que se ve retribuida: “El premio del que se negó a adaptarse al mundo fue que el mundo vino a él despojado del lastre de la realidad, en forma de miniatura y representación, retablo de oro visto a la media distancia, moneda falsa que sirve más que la genuina”.
La falsedad del arte sirve como única moral del artista, Aira no solo lo sabe, sino que lo ha perfeccionado en frases como la siguiente: “A mí la literatura me impedía escribir. La literatura era la escritura formateada por el valor”. A distancia de ese valor se ubica entonces la “escritura manuscrita”, vicio o fetiche del artista autista, mito vuelto práctica o “única actividad que ocupaba la clase de presente que no era el de intercalación, entre pasado y futuro, sino que era presente de ocupación”. Como la voz, que de solo irrumpir ya es original, la singularidad de Aira responde a esa ocupación total en lo que éste entiende como “belleza rara”, resurrección del instante que es también “belleza propia del aura”, o por caso la “miniatura” de un arte microscópico que interesó a Benjamin, y que llevó a la colección de fotografías de copos de nieve que persiguiera Wilson Bentley cual si fueran “milagros de belleza”. Pues bien, en esos objetos ‒minúsculos, raros e intransferibles cuando no ordinarios‒ se cifra el valor de lo genuino que la literatura debe tener, pero no tanto porque puedan ser producidos como singularidad, sino porque son el resultado de un presente sin otra ocupación más que la del mero acontecimiento.
Párrafo aparte merece la lectura que Aira hace del realismo. Y no porque eche luz sobre un malentendido que lo tuvo por partícipe, sino porque se vuelve impulso cotidiano con el cual toda obra se sostiene. “Deberíamos aceptar que primero está la magia” señala el autor de El sueño, y continúa: “Ahí es donde comienzan las historias. Después viene la realidad, para darle materia y sentido a esa historia”. Que la obsesión sea lo que continúa a ritmo tal como para llegar a derivar un esquemático sentido de la escritura y no como para destacar la excepcionalidad que en un destello la salva de tal destino no es una fatalidad, sino más bien la consecuencia de que la literatura sea menos feliz porque, en definitiva, aún se cree portadora de algún valor cuando en realidad, solo ocupa el lugar del valor felizmente desplazado.
4 de junio, 2025
Actos de presencia. Disertaciones (1989-2021)
César Aira
Random House, 2025
192 págs.