Para Néstor Perlongher la posición de marginalidad de un autor no debía ponderarse en base a coordenadas socio-económicas, sino por coordenadas libidinales, referidas a las reglas que ordenan y clasifican las pasiones. Esta nueva novela de Yamil Dora podría bien valer como ejemplo de ello.
En Todo igual y tranquilo como siempre el narrador no solo es el protagonista, sino también quien escribe. La novela es el resultado de las anotaciones que Federico (Fede, el Mudo, el Mudito, un joven de adolescencia retrasada que recién a sus diecinueve comienza a tantear por su cuenta el mundo) va realizando desde que le regalan una máquina de escribir. Con una prosa limpia y directa, sus pensamientos, sensaciones y elucubraciones cobran forma de relato a través de una simple –aunque no inocente– acumulación. Personaje y autor quedan fundidos, y la excentricidad del primero deviene constitutiva de la marginalidad del segundo.
La historia tiene lugar a principios de los 90, en una ciudad de provincia que en ningún momento es nombrada. Federico es un niño grande, un bicho raro, retraído. De su boca no sale prácticamente una mosca; sus palabras ocurren en los retortijones mentales, en los cálculos toscos, en las aspiraciones lineales sin doble fondo. A priori, sus pasiones son propias de un sector social, y a medida que va descubriéndolas, ninguna representa un desajuste per se: las mujeres, el rock, el dinero, la comida chatarra, las motos acuáticas, los viajes, etc. La distinción se produce en cómo se viven.
Las reacciones son tan inocentes como frías, tan lanzadas como calculadas. Ante los ojos ajenos, sus gustos se revelan torpes, insistentes, imprevisibles: desde ir a un velatorio con remera de Sumo a asistir a reuniones de un grupo juvenil católico cuando ni siquiera él lo esperaba. Puertas adentro, cada sensación o evento son analizados a través de una lógica limitativa y descentrada, forjada en la estrechez de miras; y es en esa alteración libidinal que irrumpe su pasión más fuerte: el envenenamiento. No obstante la tensión psíquica que recorre el texto (a través de su sintaxis y sus silogismos), el estrangulamiento de un pollo en las afueras de la ciudad –para confirmar si en el corral los demás practicarían el canibalismo con su cadáver– da lugar a la idea de experimentar con veneno en sus allegados.
Comienza entonces un derrotero en el cual la muerte se presentará como poder, aunque no frente a los otros, sino ante sí mismo, configurándose otro desvío libidinal. No importa que alguien sepa de su potencia, ni a nivel social ni a nivel de clase; el goce se produce en la facultad de borramiento (y darle la categoría de rata), y no hay régimen ni cadena seriada, porque el asesinato recae azarosamente tanto sobre lo amado como sobre lo odiado, lo atractivo o lo repulsivo. Así, la psicopatía es intrascendente a la hora de emitir juicios: por más que se reconociese un encuadre, eso no le aportaría nada al texto. La tangente del impulso asesino, como señalaría Perlongher, escapa a las reglas que ordenan y clasifican las pasiones, y en razón de ello, instaura la marginalidad.
No hablamos de lo marginal como disparador de la conducta disvaliosa, sino de una marginalidad alcanzada gracias a la realización de ese disvalor. La operación narrativa viene a mostrarnos que un ser apartado por sus defectos crea sus propias coordenadas y las mismas colisionan con aquellas que lo segregan. Este choque desflora la compresión que los distintos discursos construyen para el abordaje de las fugas individuales que se vuelven contra la sociedad. La candidez del relato en primera persona, la decisión del protagonista de ordenarse bajo la forma de la novela y la confesión implícita de tal gesto se transforman en el ariete que golpeará las almas bellas.
De este modo tiene lugar el doble curso de la narración: uno, el de la vida menuda y solapada que lleva Federico frente al resto de los personajes, y el otro, la que elige confiarle al lector. Ante este último se erige el embate contra la simplificación de las existencias centrífugas, que creemos anudadas como satélites que nunca pierden del todo su órbita. En ese aspecto, la novela, pese a su leve anacronismo, tiene mucho que decirle a una era en la que esa marginalidad se ha vuelto ola informática dentro de la cual tiemblan cuerpos sufrientes que inciden infinitesimalmente en la autodestrucción social.
29 de enero, 2025
Todo igual y tranquilo como siempre
Yamil Dora
Salta el pez, 2024
118 pág.