Liliana Heker (Bs. As., 1943) descubrió a sus dieciséis años el primer número de una revista que la marcaría para siempre: El grillo de papel, dirigida entre otros tres intelectuales, por Abelardo Castillo. A partir de entonces, y luego de un encuentro con el escritor, fue invitada a participar de las reuniones apasionadas que los integrantes de la revista realizaban en el café Los angelitos; en breve se convertiría en la secretaria de redacción de la publicación. Más adelante formaría parte, desde su fundación, de otras dos revistas célebres: El escarabajo de oro (1961-1974) y El ornitorrinco (1977-1986). En 1966 publicó su primer libro de cuentos, Los que vieron la zarza [Mención Única del Concurso de Casa de las Américas, Cuba] y en 1987, su primera novela, Zona de clivaje [Primer Premio Municipal de Novela]. Desde 1978 coordina talleres literarios por los que han pasado escritores/as de la talla de Inés Garland, Pablo Ramos, Samanta Schweblin y Guillermo Martínez. En La trastienda de la escritura, su último libro, reflexiona sobre los diversos elementos que participan de su proceso creativo. Se trata, afirma, de "indagar los móviles ocultos, las intervenciones del azar, las búsquedas, coartadas y manías que intervienen en la escritura de ficción. En suma: ahondar en mi propio secreto [...] y, hasta donde me fuera posible, comunicárselo a otros".
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En La trastienda de la escritura afirmás que escribir ficciones es una "aventura incierta". ¿Podrías ahondar en esa idea?
En La trastienda..., cuando hablo de "aventura" me refiero en particular a la escritura de mis novelas y nouvelles, y a la de algunos cuentos cuya génesis no se vincula con una situación que me ha tentado sino con la necesidad de bucear en los entretelones de un determinado conflicto. En su origen, estas ficciones futuras carecen de casi todo lo que constituye una ficción: una trama, personajes definidos, un final, un punto de partida. Lo que viene es búsqueda, tanteos, hallazgos al azar, caminos errados, escritura de fragmentos que se perciben cercanos a lo que se quiere hacer pero que, por el momento, carecen de destino y de ubicación. Una se mueve casi a ciegas hasta que, poco a poco, los personajes, la trama, la estructura, van definiéndose y una se va a acercando, todavía de manera incierta pero ya con un rumbo, a eso que difusamente quería hacer. Este proceso, para mí, tiene todos los elementos de la aventura, con la incerteza (¿voy a llegar al fin a lo que busco?) y la fascinación que una aventura provoca. Pero aun en la escritura de casi todos mis cuentos, cuyo origen está asociado a una situación ─a veces mínima─ y a un vislumbre del final, me topo con obstáculos a vencer, con algún personaje imprevisto que hace tambalear la trama, con una ocurrencia disparatada a la que termino encontrándole una razón de ser, con un recurso a simple vista brillante que resulta una perfecta inutilidad, con la ausencia de una palabra cuya música me resuena pero que se resiste a emerger. Es justamente la perspectiva de esta aventura incierta lo que hace posible que, a lo largo de tantos años, el oficio de escribir ficciones siga cautivándome. E inquietándome.
Al rememorar el proceso escritural que condujo al célebre cuento "Los que vieron la zarza" [una familia derruida que padece la mediocridad del padre, un boxeador paupérrimo] confesás que tu incapacidad para narrar desde el punto de vista del boxeador te forzó a desplazarlo a los personajes que lo rodeaban, lo que, para muchos, ha sido uno de los grandes aciertos del relato. Fuiste capaz de convertir una limitación en una oportunidad creativa, enriquecedora. ¿Te ha ocurrido algo semejante con alguna otra ficción?
Ante todo, cuestiono la calificación de "mediocre" para el boxeador del cuento; creo que es un fracasado, sí, pero no un mediocre. Yendo a tu pregunta, pienso que, en literatura, casi toda innovación formal viene del intento de vencer una imposibilidad.
¿Podrías darnos algunos ejemplos?
Sí, cito dos: en Georgina Requeni o la elegida, necesitaba que el relato transitara desde la infancia de Georgina hasta su vejez sin que ella tomara conciencia de que el paso del tiempo había vuelto grotescos sus sueños de grandeza. Las frases-puente que van uniendo los distintos episodios buscan justamente ese efecto en la escritura: que el tiempo avance sin que se perciba de inmediato. En El fin de la historia, que abarca diversos ámbitos, varios personajes, y cuatro décadas, necesitaba que los hechos contados se significaran unos a los otros. En suma, buscaba un efecto de simultaneidad, algo imposible en narrativa ya que toda lectura es secuencial. Por fin una madrugada encontré el modo de acercarme a ese efecto. La forma de El fin de la historia es el resultado de mi lucha contra esa perfecta imposibilidad.
Liliana Heker por Juan Carlos Comperatore
Le das una vuelta de tuerca a los prejuicios en torno a la literatura por encargo. El ejemplo de tu cuento "La noche del cometa" es singularísimo: te ofreció la posibilidad para repensar tus capacidades y dar con algo todavía inusitado en tu escritura: narrar desde una primera persona plural: "Del cometa sabíamos que..." es la frase inicial del relato. ¿Cuál es la condición para que un material sea escriturable?
Que un escritor descubra que en ese material hay algo que tiene significación para él. Que no solo puede transformarlo, que quiere transformarlo para expresar algo que es intransferiblemente suyo.
Hertha Bechofen, el personaje de "El fin de la Historia" para cuya construcción te valiste, entre otras cosas, de una anécdota personal con Margarite Duras, es uno de los personajes más caros a tu afecto. ¿Cuál dirías que es el personaje de tu invención que te provoca, por el contrario, repulsión o desinterés y por qué?
Desinterés, seguro que ninguno; si un personaje no me interesara, ¿por qué lo habría creado? Pero tampoco repulsión; en mis ficciones se pueden encontrar personajes profundamente desagradables, y aun repulsivos, del mismo modo que hay otros que, supongo, provocarán simpatía. Pero yo no puedo sentir por ellos el rechazo o el amor que despiertan en mí personajes de ficciones ajenas. Todo el tiempo soy conciente de que los creé yo, de que los hice de determinada manera en función del relato. No les puedo dar entidad propia como para que me repugnen o los ame. Con Hertha Bechofen pasó algo muy singular y bastante complejo; resultó dueña de una sabiduría y una serenidad que yo no tengo. Por eso destaco a este personaje como una excepción.
Al analizar los escollos de narrar en primera persona, mencionás "El Zahir" de Borges; una de las razones que vuelve único al relato, argumentás, es entender que "alguien a quien sabemos real [puesto que el narrador explicita que es el autor] está atrapado en una pesadilla de la que no va a salir". ¿Experimentaste algo semejante durante el proceso creador de alguno de tus cuentos o novelas?
Por supuesto que no. Si hubo ─en relación a una ficción mía─ algún hecho que me haya dado terror, ocurrió antes de la escritura de esa ficción y sin duda fue lo que me llevó a escribirla. Hablo de "El Zahir" en tanto lectora; me sumerjo de cabeza en su pesadilla: esa es la magia de la lectura, que difiere bastante de la alquimia de la escritura.
La Vida maravillosa de niños célebres, de Ladislao Szabo, fue una lectura impactante en tu niñez; veías en "Praskovia, la niña valiente", una figura a emular. Así como Praskovia está asociada a tu niñez, ¿qué otros personajes literarios han dejado una marca semejante en tu vida, y por qué razones?
Muchos personajes literarios me han dejado su marca a lo largo de los años. Voy a citar tres, de distintas etapas de mi vida: El sastrecillo valiente, cuya historia conocí a los siete años, en una clase de Moral (lugar en que nos depositaban a los niños no católicos): me fascinó que, a fuerza de astucia e inteligencia, ese sastrecito tan diminuto pudiera derrotar a un gigante. Juan Cristobal, protagonista de la novela homónima en diez tomos de Romain Rolland, que leí los catorce años; fue una revelación: a través de su vida y de su búsqueda entendí que, para mí, el único trabajo que tenía sentido era el de la creación artística. Gulley Jimson, protagonista de La boca del caballo, de Joyce Cary. Leí por primera vez esa novela a los veinte años y ya entonces me deslumbró. Sin embargo, el verdadero encuentro con Gulley Jimson, un pintor desaforado y genial de sesenta y ocho años, sucedió cuando releí la novela, a mis setenta y tres. Entonces me sumergí en el libro y en este personaje sin par de una manera nueva, entrañable, que no habría podido concebir a los veinte años. Ahora estaba en condiciones de comprender cosas que a los veinte me resultaban inconcebibles
¿Como cuáles?
Que la pasión y la desesperación y la búsqueda no son patrimonio de la juventud: están siempre al acecho, para movernos el piso, claro, pero también para asegurarnos de que estamos vivos.
Manuscrito de La trastienda de la escritura. Imagen cedida por la autora
Desde la distancia temporal que ofrece el presente, ¿cuál dirías que fue la mayor enseñanza que te dejó formar parte de revistas tan importantes como El grillo de papel, El escarabajo de oro y El ornitorrinco?
No me gusta ni me expresa la palabra "enseñanza"; indica algo que viene de afuera, rígido y concluido. Prefiero "aprendizaje", que implica una transformación, un compromiso y un trabajo: trabajo que, en mi caso, no terminó nunca; de cada experiencia nueva, de cada libro leído o releido, de lo inédito que trae cada edad, sigo aprendiendo. Puedo decir entonces que los veintiséis años en que sacamos la revista ─nombre abarcador y cargado de afecto con el que, quienes las hicimos, aludimos a las tres como a un único hecho─ fueron plenos de aprendizaje para mí. Ante todo, aprendí los secretos y las exigencias del oficio de narrar: en las reuniones de los viernes, en el Tortoni, donde estaban Abelardo Castillo, Humberto Costantini, Bernardo Jobson, Isidoro Blaisten, Ricardo Piglia, Vicente Battista, Miguel Briante, y discutíamos apasionada y despiadadamente cada uno de nuestros cuentos recién terminados, fui afianzando los cimientos de lo que sería mi escritura. Pero también, haciendo la revista, aprendí la responsabilidad que implica haber elegido ese oficio, y el poder que tienen las palabras, poder que no es solo para crear ficciones
¿Qué otros poderes, en ese sentido, advertís en las palabras?
Pueden ser una herramienta para dar testimonio ahora y aquí. Aprendí lo que puede el trabajo, no solo intelectual, también físico; lo que significa trabajar en grupo; incluso, para las instancias en que Castillo no podía estar presente, aprendí la tarea de dirigir y de representar a un grupo (asunto nada fácil en un mundo de hombres como era el de mi generación). Pero, sobre todo, aprendí la alegría compartida de sacar cada número, de saber que estábamos dialogando con nuestro presente, pesando, de algún modo, en ese presente. Considero a la revista como parte fundamental de mi obra, y también de mi vida. No me concibo sin ella.
Con la ayuda de Silvia Iparraguirre, Abelardo Castillo tituló sus cuentos completos Los mundos reales. Publicaste en 2016 tus Cuentos reunidos con una organización que responde a un orden temático antes que cronológico. ¿Qué título le pondrías a tus cuentos reunidos y por qué motivos?
El título que le puse, en 1991, al libro que reunió mis tres primeros libros de cuentos: Los bordes de lo real. Creo que es en esos bordes donde transcurre mi narrativa.
En un apartado de La trastienda de la escritura se pueden leer cuatro entradas de tu diario. ¿Has barajado la posibilidad de publicarlo?
Supongo que alguna vez; no por ahora. Ni siquiera empecé a pasar en limpio los cuadernos manuscritos, anteriores a la computadora.
El libro cierra con "Mi credo": diez creencias fundamentales sobre el arte de escribir que has ido consolidando a lo largo de tu trayectoria. Si tuvieras que quedarte con una de esas diez creencias, ¿cuál sería?
De las diez, la que me sigue movilizando y con la que sigo renegando, es la primera: "Las ganas de escribir vienen escribiendo". Las otras tienen que ver con el oficio y, de alguna manera, me constituyen; están, sin que tenga que pensar en ellas. Pero la cuestión de las ganas sigue siendo ─tal vez con más intensidad a medida que pasan los años─ algo central, y menos categórico de cómo se ve en la frase que cito. Yo misma me encargo de discutir algunos de sus matices en un capítulo de La trastienda..., justamente en el que se llama "La página en blanco o de las ganas". "Tener ganas", no solo cifra el secreto de la escritura como creación; para mí, es el único sinónimo válido de "estar vivo".
20 de enero, 2021
La trastienda de la escritura
Liliana Heker
Alfaguara, 2019
272 págs.