Como en una mancha de test de Rorschach, La Campana de Cristal, única novela de Sylvia Plath (1932-1963), nos ofrece una configuración simétrica y de bordes difusos, algo que si bien termina, sabemos que ese límite de la forma, no es más que una manifestación de la continuidad.
Novela de iniciación y de carácter autobiográfico (qué escrito no es directa o solapadamente, y más allá de toda negación, una aproximación autobiográfica) cuya primera edición se realizó bajo seudónimo, buscando proteger tanto a su obra poética como a ella y su entorno del acto confesional, y posteriormente editada con el nombre de la autora un mes antes de su muerte. Sylvia Plath se suicida en 1963 y la puesta en acto de lo que se enuncia en la novela le otorga a la obra de Plath una densidad particular.
Cifrada desde el primer párrafo, la novela se construirá en el eco fractal de los elementos dispuestos en el comienzo y multiplicados por la simetría. Durante el verano del 53, el verano en que el matrimonio Rosenberg es ejecutado en la silla eléctrica, Esther Greenwood, de diecinueve años viaja a New York como parte de un premio literario que consta de una pasantía durante un mes en una editorial. De regreso a su pueblo, donde vive con su madre viuda, recibe la carta de rechazo a su solicitud universitaria. Esto hundirá a la protagonista en un estado de apatía que la llevará a consultar con un psiquiatra que propondrá un tratamiento de electroshock. El abandono del tratamiento y los posteriores intentos de suicidios la llevaran a ser internada en un manicomio. La novela, a grandes rasgos, se divide en dos viajes, el primero del pueblo hacia la gran ciudad (New York) y el segundo en sentido inverso, el regreso hacia el pequeño pueblo. Pero no hay regreso posible en cuanto retorno, sino que se conforman ambos en un único viaje, en una suerte de rito de pasaje.
Lo simétrico se pondrá de manifiesto como un juego de espejos en el que cada elemento parece tener su gemelo siniestro y desproporcionado: gran ciudad y pueblo, premio y carta de rechazo, hotel de chicas y manicomio, ejecución en silla eléctrica y tratamiento por electroshock. En la primera mitad de la novela, la protagonista señalará y diseccionará los elementos culturales más triviales e inofensivos, haciendo que toda significación quede suspendida. La puesta en cuestionamiento de un orden simbólico colocará a Esther en un grado de extrañeza que la impulsará solo al alejamiento, a la enajenación como alternativa a la imposición patriarcal. Y si bien lo masculino aparece distante y torpe, ésta distancia no deja de acentuar su forma de sombra que todo lo ordena. Dice la protagonista en un pasaje: “El problema era que odiaba la idea de servir a los hombres, en todos los sentidos”. En otro: “Así que empecé a pensar que casarte y tener hijos era un lavado de cerebro y después ibas atontada como una esclava en un estado totalitario privado”.
De esta manera la campana de cristal como metáfora cobra peso a medida que Esther recorre ese camino, ese único viaje: “[...] estaría debajo de la misma campana de cristal, fermentándome en mi propio aire malsano [...]”. Se trata de una manera una posición poética ante el mundo, si entendemos por poético no el simple arrojo de elementos versados, sino más bien una forma de ver, una capacidad de observación, la paradoja de intentar nombrar (de decir con palabras) aquello que está más allá del lenguaje: [...] mi conciencia se liberó del pensamiento y se balanceó, como un pájaro, en medio del vacío.
La reedición de esta obra en estos tiempos del “Me Too”, del “Ni una menos” nos da la oportunidad de visualizarnos en esa parodia y de tener el valor de preguntarnos, como lo hace Esther Greenwood en ese primer párrafo: “qué se sentirá, cuando te queman viva por dentro”.
15 de abril, 2020
La campana de cristal
Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino; prólogo de Aixa de la Cruz
Random House, 2020
272 págs.