No exactamente todos los caminos –ni en la ficción ni en la vida– se precian de llegar a Roma. De cualquier manera, aún sinuosos, aún colmados de ripio, permiten al viajante alcanzar un destino; que éste constituya una intersección con otro o su mismísima terminación, poco importa. Serpenteantes o rectilíneos, conducen a un punto determinado que alcanza, para bien o para mal, una meta definitiva. A no ser que hablemos de un espacio laberíntico, en el que la medición del tiempo se diluya y sus habitantes obedezcan a un reglamento absurdo y desconocido para forasteros; un espacio onírico como el que configura el escritor uruguayo Mario Levrero (Montevideo, 1940-2004) en La ciudad, erigido claramente con materiales kafkianos.
Un hombre innominado se muda a una casa. Deshabitada desde hace mucho tiempo, la humedad ha ganado cada rincón y objeto en su interior. El clima no ayuda: la lluvia cae y no hay rastro alguno de luz solar. Para hacerse de elementos esenciales –de querosén, por ejemplo, para alimentar un calentador primus– el protagonista se dirige a un almacén que, cree recordar, se encuentra no muy lejos. A partir de aquí se inicia un periplo absurdo, un viaje de vagas coordenadas hacia una “ciudad”: un paraje con una estación de servicio, una zapatería, un bar, unas casas contadas; en el que la apariencia misma de las cosas es su paradójico disfraz; aunque, probablemente, nada haya que ocultar.
La desorientación lo regirá todo: a poco de avanzar, nuestro protagonista no comprende si, en el trayecto al almacén, se aleja o se acerca al comercio. Un camionero robusto y parco, que lleva de copiloto a una mujer infantilmente ambigua y sensual, lo recoge al paso. Terminarán –el hombre y la susodicha dama– en la extraña “ciudad”. Y una vez allí, todo se desarrollará como una extraña farsa, una representación expresionista –y al mismo tiempo cómica– del funcionamiento microsocial.
Los habitantes de este pueblucho se demoran sin sentido en cada una de sus actividades. Los parroquianos del bar juegan una eterna partida de cartas; el mesero no muestra prisa por atender pedido alguno; el almacenero se entretiene incomprensiblemente en lugar de vender su mercadería... Simultáneamente, unos pocos carteles e indicaciones cartográficas se tornan completamente ininteligibles, escritos como están en una lengua indescifrable. Giménez, uno de los encargados de la estación de servicio, luego de mostrarle la kafkiana arquitectura de la estación en cuyo interior se abre una hermosa pero laberíntica vivienda, intenta persuadirlo de no dejar el pueblo: “No comprendo bien su urgencia por dejar esta ciudad; sé muy bien que cuando alguien llega aquí, difícilmente lo hace ex profeso. El azar, o distintas circunstancias, casi siempre desagradables. Pero aquí nadie le preguntará nada e, insisto, podrá pensar con tranquilidad sobre qué es lo que más le conviene”.
Nadie le preguntará nada, nadie se inmiscuirá en sus asuntos y, sin embargo, una enigmática fuerza desconocida prolonga su estadía. Tanto el pueblo como el puñado de personajes (incluso la mujer con la que llegó y que yace posiblemente en alguna habitación de las entrañas sinuosas y subterráneas de la “ciudad”) parece adelantarse a sus pensamientos e intenciones. Quizá se trate finalmente de un juego, medita el protagonista. Uno en el que todos dicen seguir las cláusulas de un Reglamento secreto pero que nunca explican ni desarrollan verdaderamente. Uno que se acata sin más, como se hace con la Divinidad. Pero uno en el que se desconoce, al fin y al cabo, si se es jugador consciente o simple pieza.
Opera prima publicada originalmente en 1970, La ciudad inaugura la conocida Trilogía involuntaria de Levrero, de la que forman parte París (1979) y El lugar (1982). Criatura editora publica esta primera novela en una edición conmemorativa por los 300 años de Montevideo con ilustraciones de Alfredo Soderguit que replican, a su manera, la vaga caracterología de los personajes. Es que Levrero apunta menos a concebir una narración carente de psicología que a mostrar el lánguido derrotero de una subjetividad (y un mundo) que se disuelve en la repetición vacía del automatismo; de un hombre que recorre un camino que no conduce a ninguna parte y duerme para soñar una vida indiferente –como sostiene el narrador– sin imágenes, sin palabras, sin pensamientos.
27 de noviembre, 2024
La ciudad
Mario Levrero
Ilustraciones de Alfredo Soderguit
Criatura editora, 2024
192 págs.
Crédito de fotografía: Eduardo Abel Giménez.