La clase de la tarde, la segunda novela de la escritora y bioquímica Laura Kogan destaca por su atrayente capacidad de cautivar a quien lee, en el sentido primigenio de la palabra: logra tenerlo cautivo a lo largo de doscientas páginas, distribuidas en cuatro partes, cada una de las cuales lleva por título un verso de la poética de Silvia Plath. "No es fácil explicar este cambio tuyo", de Carta de amor; "Si la luna sonriese, se te parecería"; de La rival; "Y que parece haber sufrido una suerte de bombardeo particular" y "En esto consiste la novedad". Poco nos dicen estos subtítulos de la historia de sus protagonistas: Emilio, profesor universitario de matemática; Marta, su esposa, profesional que se desempeña en una fábrica. Tampoco nos hablan del contexto: los años noventa, el menemato y la debacle de 2001. Y mucho menos del punto de inflexión: el nacimiento de un hijo sordomudo que irrumpe con la certeza de erosionar la perfección de ese joven matrimonio hasta ahora sin fisuras. El cimbronazo. La discapacidad como aguijón para el replanteo existencial. De lo que sí son elocuentes los títulos de los distintos apartados es de la importancia que la literatura tiene en el desenvolvimiento de los hilos intrínsecos de estos seres.
La fluidez y el placer de la lectura se logran gracias a un procedimiento distintivo que la novela despliega sin que apenas nos demos cuenta: la focalización y los puntos de vista. La trama avanza por medio de la fluctuación entre la primera y la tercera persona del singular, con foco en Emilio o en Marta, de manera alternada. Esa capacidad casi cinematográfica de presentar a los personajes y sus situaciones, crea una serie de imágenes que de forma paulatina van construyendo un mundo, el microcosmos de estos sujetos, que se mueven por los laberintos de la cotidianeidad, con la simpleza y, a la vez, la complejidad, del día a día. Toda la primera parte nos muestra el universo desde la perspectiva de Emilio. La sensación que le provocan "el vacío y la negrura" de su vida lo conducen a buscar un profesor particular de filosofía a través de un aviso en el diario. Así aparecen Blas y el barrio de Flores. Así aparecen el diálogo y los intercambios que comienzan con los presocráticos pero siguen con los griegos, la cólera de Aquiles, la Ilíada y otras derivas filosófico-literarias por parte de dos personas que se reúnen una vez por semana por el mero placer y con el único fin de la lectura, la discusión, la conversación: un mundo paralelo al mundo. Un tiempo de evasión, de retiro, que da a lugar al encuentro de dos almas y al forjamiento de una amistad: "Me pareció que estaba en otro mundo", sentencia el protagonista.
En la segunda parte, de manera tan sutil que prácticamente no lo percibimos, el foco sigue en Emilio pero se alternan la primera y la tercera persona. Es recién en el tercer y anteúltimo capítulo, cuando se suma el mundo interno de Marta, de quien Emilio ya nos había hablado, pero siempre, por supuesto, desde su punto de vista. Con ella, el telón de fondo de los años noventa se vislumbra con mayor nitidez, pues el contexto determina su realidad. La fábrica se funde y Marta queda aprisionada entre la espada y la pared, al parecer con una única salida posible: convertirse en verdugo para sobrevivir. La desocupación, la miseria, las frustraciones, la angustia de un país que se desmorona --nunca mejor elegido el telón de fondo para los tiempos que corren--, se cuelan desde la singularidad de una vida, que da un salto abrupto en una elección ética que la despierta de golpe y la conduce a un cambio sustancial, a través del cual se conecta con el mundo del arte, desde un papel paradojal e inesperado, pero que la hace feliz. Hay allí también espacio para compartir relatos de Carver y para la construcción de un mundo de evasión, paralelo al mundo. Otro retiro. Esa disociación de dos seres que se amaban genuinamente pero que destinaron toda su energía a la crianza del hijo --labor que desarrollan con creces y por la que obtienen el éxito deseado, pues Santiago es un chico emocionalmente sano, que puede desenvolverse sin inconvenientes pese a su discapacidad--, conduce de manera inevitable a la bifurcación de los caminos. Aunque esto ya se había anunciado cuando cada quien reencuentra el erotismo por fuera de la pareja --que se transforma con los años en una suerte de sociedad funcional a Santiago--, ese proceso se duela.
Y así llegamos a la última parte del libro en la que, como era de esperar, fluctúan de modo más acentuado las personas y los puntos de vista, para dar cierre a las clases, y con ellas a la novela, con la reivindicación del contar como parte crucial de la vida. Blas lee y le cuenta en voz alta sobre aquello que lee; como Emilio le cuenta a su hijo en el idioma que aprendió para comunicarse con él, o como le narra historias a sus estudiantes. El relato -- como nos enseñó Benjamin-- como esencia de lo humano, como una valiosa artesanía propia de un tiempo ancestral. Las palabras que abren mundos, que ayudan a pensar, a cuestionar, a preguntarse, a conectarse. Una novela profunda y absorbente, que desde la sencillez de unas vidas, provoca "Un diálogo continuo (...) hacia el porvenir".
24 de abril, 2024
La clase de la tarde
Laura Kogan
Mansalva, 2024
212 págs.