Un caballero a la deriva jamás habría funcionado si su protagonista no hubiera sido, justamente, un caballero. Es un decir, por supuesto: la anécdota –un hombre cae al mar desde un barco y flota de espaldas a la espera de que lo rescaten– es lo suficientemente intrigante como para sostener cualquier lectura más o menos ávida de emociones. Pero el efecto no sería igual si Henry Preston Standish, el náufrago de marras, no fuera un burgués neoyorquino de alta alcurnia, con reputación en la Wall Street de los años 30 y membresía en los clubes más distinguidos, además de padre y marido modélico y cultor hacendoso de los más íntegros códigos de conducta. Estamos frente a un caballero en su versión sigloveintesca, un gentleman que se acopla en inglés al overboard del título original, imprecisado ahora en esta nueva edición, que elimina el título que tuvo hasta hace poco en español –El caballero que cayó al mar– por otro que da cuenta del alejamiento pronunciado entre barco y náufrago, y en cierto modo del mecanismo interno de la novela.
Volviendo al punto, y en el fondo moderándolo, sin la estirpe de su personaje principal Un caballero a la deriva sería un libro inferior, sujetado por el estricto dinamismo de la peripecia, barrunto que hasta la misma narración admite por la negativa: “Los hombres de la clase de Henry Preston Standish no iban por ahí cayendo en mitad del océano desde un barco; eso, simplemente, no lo hacían”. Más allá de los privilegios de su linaje, nos enteramos, no todo fluía en la vida de Standish previa al accidente. Un vacío sin nombre lo empuja a un deambular caribeño que viene estirándose, excusas por telegrama mediante, desde hace ya unos cuantos meses. Standish no quiere perder la sensación de plenitud que lo colma desde que huyó, todo está bien mientras está embarcado, libre de compromisos y responsabilidades, y entonces cae al agua. Basculando entre el sarcasmo y la conmiseración, Un caballero a la deriva alude a una desdicha que primero viene del espíritu y recién después se derrama, sin que nadie lo note, en la inmensidad oceánica. Disminuido, trivializado, Standish carece en el agua de las prerrogativas que lo potenciaban en tierra firme. Contra los elementos, se nos dice, ningún hombre es grande.
El otro condimento de envergadura en la receta de Lewis es el apego a las formalidades de la novela de aventuras. Como Crusoe, como Dantés, Standish se fracciona a sí mismo en rutinas que componen un macroproyecto de supervivencia. Qué hacer con la ropa empapada, cómo orientarse respecto del horizonte, qué tiempos calcular hasta que su ausencia en el barco se verifique: maniobras que cubren capítulos y encarnan el ritmo muscular de la descripción, que apenas se permite algunos descansos al vagar como una intrusa por los camarotes donde otros pasajeros y tripulantes empiezan a percatarse de que en la nave alguien falta. Enceran la trama, además, ciertos datos que brotan cuando urge –Standish es un eximio nadador, la locación del accidente concuerda con una intersección de corrientes que mitiga el oleaje y repele a los tiburones–, pero ninguno de ellos desentona ni se sale de los márgenes del género. Subsistir en la vastedad del Pacífico es una faena que la narrativa no debe esquivar, y Lewis extrema esfuerzos para convencer al lector de eso que Standish experimenta a cada minuto. El objetivo es que las elucubraciones acerca del desenlace duren hasta el desenlace mismo, frente a cuyas derivaciones cada quien reaccionará como pueda; para entonces el trabajo del autor ya estará hecho.
Corresponsal en Oriente, firmante de otras dos novelas y guionista de éxito en el Hollywood de posguerra –al menos hasta que lo quebraron los dos males típicos de esa época y ese rubro: el alcoholismo, la persecución política–, Lewis supo inyectarle sorna y piedad a una materia prima que otros escritores sólo hubieran explorado por su electricidad innata. Si el infortunio de Standish todavía sigue siendo traducido y retitulado, tal longevidad no puede deberse sólo a que cayó, sino también a la ardua deriva que se precipitó con él cuando lo hizo.
7 de mayo, 2025
Un caballero a la deriva
Herbert Clyde Lewis
Traducción de Ángeles de los Santos
Periférica, 2023
152 págs.