El mapa de la nueva ficción extraña en Argentina permite trazar vínculos entre libros distantes que van desde Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez, hasta Big Rip, de Ricardo Romero, pasando por una larga lista que incluye a Yamila Begne, Kike Ferrari, Samanta Schweblin y Marcelo Carnero, entre muchos otros. La delimitación de su marco de acción es difícil porque estas ficciones desafían las fronteras genéricas y ponen en crisis las categorías heredadas. Elementos de novela negra, ciencia ficción, terror y literatura fantástica son, aquí, sólo partes de un mecanismo general que puede montarse, desarmarse y volverse a montar en función de artefactos literarios extraños.
La infancia del mundo, de Michael Nieva entra, sin duda, en este campo literario que trabaja con los restos de los géneros pulp. Una ficción situada en el año 2272, con una crisis climática avanzada que devino en nuevas organizaciones geográficas, donde existen el Caribe Pampeano y el Caribe Antártico, y donde las enfermedades virales dieron lugar a las virofinanzas, donde computadoras cuánticas predicen qué empresas se verán más beneficias por las nuevas pandemias que castigan la humanidad una tras otra ya sin pausa.
El niño dengue es parte de este escenario apocalíptico financiero porque es una mutación que el mismo conglomerado económico produjo y, a su vez, tiene la capacidad de llevar adelante una venganza sin precedentes.
Nieva juega con elementos disimiles de nuestra realidad (dengue, mercados financieros, calentamiento global, etc.) para construir un libro que es, también, una danza macabra de significantes que nos amenazan. La velocidad de la novela que, por momentos, hace pensar en la narrativa de Aira, está conectada con la lengua desbordada de una zona de la literatura argentina que podríamos asociar con la obra de Copi, con “El niño proletario” de Osvaldo Lamborghini y con el neobarroso de Néstor Perlongher. Una lengua guaranga, brutal, sexualizada y delirante que permite reunir materiales diversos y ponerlos a jugar en el escenario de un mundo que se extingue sin remedio.
Pero esta hiper-velocidad y este futuro humano que viaja hacia su propio colapso dejan lugar para una subtrama que pone todo esto en perspectiva. Porque En la infancia del mundo existen las piedras telepáticas, un material que emergió a la superficie del planeta desde ”las fauces de estos profundísimos pozos antárticos, una incomprensible forma geológica ancestral, que había yacido congelada en las entrañas mismas de la Tierra”. Entonces, el tiempo humano (tal vez convenga decir, la Historia) entra en colisión con los eones del tiempo cósmico, en un claro movimiento lovecraftiano, y así la pequeñez de nuestra existencia como especie se enfrenta a las masas temporales del universo. La novela de Nieva es, entonces, una reflexión sobre las escalas: donde el plano de los mosquitos debe entrar en relación con las materialidades cósmicas y donde lo humano debe encontrar su lugar entre insectos y entidades ancestrales.
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La lengua de La infancia del mundo entra, por momentos, en relación con ciertos usos guarangos y desbordados del lenguaje que hacen pensar en la tradición de Osvaldo Lamborghini, Copi o incluso el neobarroso de Perlongher ¿cómo se construye la decisión de usar ese corte de la lengua para narrar el imaginario de la ciencia ficción?
Creo que no hay otra manera de descolonizar el futuro “universal” del Norte que mediante un uso vernáculo y exagerado de la y las lenguas. Históricamente, casi toda la ciencia ficción llegó a Latinoamérica escrita en inglés simplificado o traducida al buen español de Madrid o Barcelona. No es casual que un género cuya sustancia proteica es el futuro se haya escrito en una marmórea lengua monolingüe, ni tampoco que nuestra región haya sido pasiva importadora de la capacidad de ficcionalizar futuros, que se avizoran en nombre de toda la “humanidad” pero en los que solo se habla inglés (traducido al español de España). Además, si en las traducciones de Minotauro los humanos del siglo XXV dicen follar y cojones, ¿por qué no van a poder hablar también en argentino?
En el caso de los autores que mencionás, tal vez Lamborghini en particular, siempre me interesó su capacidad de experimentar con este procedimiento tan fundamental de la ciencia ficción que es introducir lo no-literario a la literatura. En su caso, mediante cierta oralidad rioplatense que se contrabandea a los géneros mayores. Cierta vez, Miles Davis le preguntó a Wayne Shorter: “¿No estás cansado de que la música suene siempre a música?”. Creo que cuando uno lee a Lamborghini accede a la literatura que no suena a literatura, a una apuesta por el lenguaje tan radical que “lo literario” se vuelve una serie de fórmulas completamente rancias y acartonadas.
Michel Nieva por Juan Carlos Comperatore
La novela, si bien está situada en el futuro del año 2272, vuelve al imaginario del siglo XIX y, más específicamente, a los hechos de la Campaña del Desierto. ¿Cómo surge la idea de estas anomalías temporales donde se conectan imaginarios que parecen, en un principio, tan distantes?
Creo que uno de los temas centrales de la novela es el anacronismo de la violencia y su funcionamiento como un virus, en el sentido de que los virus no nacen ni mueren, sino que pueden activarse y desactivarse en cualquier momento. Todo lo que entendemos por Argentina y lo argentino se funda sobre una violencia capitalista, ambiental y racista jamás reparada contra las comunidades indígenas que se reitera una y otra vez. Se puede apreciar en hechos recientes como que Mendoza declaró a los mapuches “no-argentinos”, o grupos fascistas que salen en camionetas a “cazar mapuches”. En la novela los hechos que ocurren en el videojuego ambientado en la Conquista del Desierto y la realidad futura del siglo XXIII se transfiguran y confunden en las situaciones de violencia, que son idénticas, porque carecen de tiempo.
El futuro de La infancia del mundo no sólo postula disposiciones tecnológicas como la realidad virtual o eventos de colapso climático como el Caribe Pampeano y el Caribe Antártico sino que desarrolla una imaginación geopolítica y económica. ¿Cómo fue el proceso de diseñar esas dos dimensiones de la ficción?
La mayor ambición de la novela era poder narrar temporalidades (la del cambio climático o un virus) que se miden en unidades de medida no humanas y a las que la novela (capacitada para dar cuenta del tiempo humano, como el yo o la familia) nunca narró. Así aparecen otros dispositivos narrativos no-literarios que injerté al texto (videojuegos, museos de Ciencias Naturales, mapas) con la esperanza de poder movilizar esas dimensiones de tiempo no-literarias y no-humanas.
El niño dengue es un personaje que reúne un presente de pobreza y exclusión con una mutación genética dirigida por una enorme multinacional. ¿Cómo se te apareció la imagen de este personaje y qué tipo de influencias, si las hubo, te sirvieron para desarrollarlo?
Hubo muchas influencias, desde libros de entomología a Kafka, Junji ito, Cronenberg o H. R. Giger.
Una de las líneas argumentales, la que despliega la trama de las piedras telepáticas, propone imaginar grandes masas temporales, eones, donde la historia humana es apenas un pequeño punto perdido en el tiempo. En ese sentido, hay algo de las magnitudes con las que trabajaba Lovecraft. ¿Cuál es tu relación con el weird? ¿Lo tuviste en mente a la hora de escribir La infancia del mundo?
Lovecraft es un autor que nunca me había interesado demasiado y que redescubrí al emprender una investigación sobre ficciones antárticas, ya que su En las montañas de la locura me partió la cabeza. Creo que su terror cósmico interpela fuertemente una época como la nuestra en la que el cambio climático pone en funcionamiento tiempos geológicos, que confunden la historia industrial capitalista con la historia natural del planeta.
La novela tiene un modo narrativo que hace pensar en los sueños, donde los elementos se conectan por proximidad más que por lógicas racionales, como si usaras nuestra realidad –pandemia, crisis climática, experimentos genéticos, realidad virtual, etc.– como resto diurno de una narración experimental. ¿Cómo elegiste los materiales “reales” que aparecen deformados en el texto?
Creo que una época como la nuestra en la que impera el mandato de la inmediatez no puede entenderse con el lenguaje de la inmediatez. Agamben decía que contemporáneo es quien logra capturar su tiempo como una época que se viera por primera vez. Esa es un poco una máxima a la que aspiro en mi escritura, la posibilidad de escribir una historia que alcanza tal grado de aceleración y delirio que en un instante incomprensible acaba por coincidir con el presente.
Por último, en Latinoamérica están apareciendo ficciones especulativas, extrañas, que usan los géneros pulp –ciencia ficción, terror, novela negra– para trabajar con materiales que involucran nuestros territorios desde nuevas perspectivas. ¿Pensaste La infancia del mundo como una manera de entrar en diálogo con esos textos y autores? ¿Estás leyendo algo en ese campo que te interese en especial?
No elegimos ser contemporáneos, fatalmente lo somos, dijo alguien por ahí. En 2013 publiqué ¿Sueñan los gauchoides con ñandúles eléctricos?, novela que dio inicio a mi proyecto literario llamado ciencia ficción gauchapunk, y que emprendí en soledad total porque en ese momento no conocía a ningún escritor, mucho menos del género en cuestión. En los últimos años sin embargo tuve el gusto de empezar a conocer interlocutores/as con exploraciones parecidas. Me interesa en Argentina lo que publican editoriales independientes como Indómita luz o Ayarmont. En Latinoamérica, me interesan Luis Carlos Barragán, Erick J. Mota, Rita Indiana, Odilius Vlak, entre otrxs.
7 de junio, 2023
La infancia del mundo
Michel Nieva
Anagrama, 2023
págs.