Desde el principio supimos lo que teníamos que hacer. ¿No lo habíamos visto todo cien veces? La buena gente de la ciudad ocupada en sus asuntos, los programas de televisión de pronto interrumpidos, la multitud alzando la vista, la niña señalando el aire, las bocas abriéndose, el perro que gruñe, el tráfico que se detiene, la bolsa de la compra que cae a la vereda, y entonces, en el cielo, acercándose... Y así, cuando finalmente ocurrió, porque iba a ocurrir tarde o temprano, porque todos sabíamos que era una cuestión de tiempo, sentimos, a medio camino entre nuestra curiosidad y nuestro terror, una cierta calma, la calma de la familiaridad, y supimos qué se esperaba de nosotros en un momento semejante. La historia estalló poco después de las diez de la mañana. Los presentadores de noticias se mostraron ante nosotros exactamente como sabíamos que lo harían; las caras urgentes, el cabello prolijo y los hombros tensos nos llenaron de alarma al mismo tiempo que nos aseguraron que todo estaba bajo control, porque ellos también estaban preparados para esto y llevaban tiempo esperándolo, imaginándose a sí mismos durante su gran momento. El avistamiento era incuestionable, pero a la vez dudoso: algo allá afuera había sido detectado, parecía estar acercándose a nuestra atmósfera a gran velocidad, el Pentágono estaba monitoreando la situación. Se nos pidió que nos quedáramos tranquilos y nos encerráramos a esperar nuevas instrucciones. Algunos de nosotros nos fuimos de inmediato del trabajo y corrimos a casa para estar con nuestras familias; otros se quedaron junto al televisor, la radio, la computadora; todos hablamos por nuestros celulares. Por la ventana podíamos ver a otra gente frente a sus propias ventanas, mirando el cielo. Toda esa mañana devoramos noticias con avidez, como niños escuchando la tormenta en la oscuridad. Lo que estaba allá afuera todavía era desconocido, los científicos aún no habían determinado su naturaleza, se nos recomendaba cautela sin que hubiera motivos para entrar en pánico, nuestro trabajo ahora era quedarnos en línea y esperar el desarrollo de los acontecimientos. Y aunque estábamos ansiosos, aunque espasmos de nerviosismo nos recorrían los cuerpos como ratones, queríamos saber de qué se trataba, queríamos estar presentes. Al fin y al cabo, eso estaba viniendo hacia nosotros y era nuestro para atestiguarlo, como si hubiéramos sido nosotros los que lo habíamos elegido, allá afuera, del otro lado del cielo. Porque ya se decía que nuestra ciudad era el lugar más probable de aterrizaje y los equipos de filmación empezaban a posicionarse. Nos preguntábamos dónde aterrizaría eso: entre el estanque de los patos y los subibajas del parque, o en lo profundo del bosque que queda al norte de la ciudad, o quizás en el descampado junto al shopping, donde una nueva excavación ya estaba en marcha, o tal vez eso planearía sobre los grandes almacenes de la calle principal y se estrellaría contra el segundo piso de la pizzería Mangione con una gran explosión de vidrios y ladrillos, o quizás aterrizaría en la autopista y entonces veríamos a los camiones volcar y dar vueltas, el asfalto se abriría y se elevaría en ángulos rectos, y un auto después de otro rodaría al fondo del terraplén.
Algo apareció en el cielo poco antes de la una. Muchos de nosotros todavía estábamos almorzando, otros ya estaban en la calle. Hubo llantos y gritos, brazos alzados, gestos salvajes y mucho señalar. Y por supuesto: algo brillaba allá en el cielo, algo centelleaba en el aire azul del verano. Fuera lo que fuera, podíamos verlo con claridad. En las oficinas las secretarias se pegaron a las ventanas, los comerciantes abandonaron sus cajas registradoras, los obreros de la construcción se quitaron sus cascos e hicieron visera con las manos. Debe haber durado ---ese brillo lejano, esa mancha centelleante--- unos tres o cuatro minutos. Después empezó a crecer, hasta que alcanzó el tamaño de una moneda. El cielo entero se llenó de puntos dorados que cayeron sobre nosotros como polen, como aserrín, y se acumularon en nuestros techos, polvorearon nuestras veredas, revistieron las mangas de nuestras camisas y los capots de nuestros autos. No supimos qué hacer con ellos.
Siguió cayendo, ese polvo amarillo, por casi trece minutos. Durante ese tiempo no vimos el cielo. Después terminó y el sol brilló y el cielo volvió a ser azul. Nos habían pedido que nos quedáramos adentro, que fuéramos cuidadosos y evitáramos el contacto con esa sustancia del espacio exterior, pero todo había ocurrido tan rápido que la mayoría de nosotros ya tenía rastros amarillos en la ropa y el pelo. Poco después de las advertencias, y aunque la naturaleza del polvo amarillo seguía siendo desconocida, nos informaron que las pruebas preliminares no habían revelado nada tóxico. Los animales que lo habían comido no tenían síntomas. Fuimos urgidos a mantener distancia y esperar los resultados de nuevas pruebas. Mientras tanto, el polvo se esparcía por nuestros jardines, patios y veredas; cubría nuestros arces y postes de teléfono. Nos recordó a las mañanas posteriores a la primera nieve. Desde nuestros porches observamos cómo las barredoras recorrían lentamente nuestras calles, juntando el polvo en vagones tolva. Manguereamos nuestro césped, nuestras aceras, nuestros sillones de plástico. Miramos el cielo y esperamos noticias ---ya nos habían llegado reportes de que la sustancia estaba compuesta por organismos unicelulares---, y en medio de todo eso pudimos sentir las oleadas de nuestra decepción.
Nosotros hubiéramos querido, hubiéramos querido... Bueno, quién sabe qué habíamos estado esperando. Hubiéramos querido sangre, huesos aplastados, bramidos de agonía. Hubiéramos querido edificios derrumbándose, autos en llamas. Hubiéramos querido versiones monstruosas de nosotros mismos con cabezas agigantadas sobre cuellos como tallos, despiadados robots armados con rayos mortíferos. Hubiéramos querido nobles señores del universo con ojos dóciles que nos guiaran hacia una nueva era gloriosa. Hubiéramos querido terror y éxtasis, lo que fuera menos este polvo amarillo. ¿Era una invasión? Esa misma tarde los científicos coincidieron en que el polvo era un ser viviente. Se enviaron muestras a Boston, Chicago y Washington. Aunque continuaba la advertencia de no tocar nada, cerrar las ventanas y lavarnos las manos, los organismos unicelulares parecían inofensivos. Las células se reproducían por fisión binaria. No parecían hacer otra cosa que multiplicarse.
Despertamos por la mañana a un mundo cubierto de polvo amarillo. Se extendía sobre las vallas, sobre las barras de los postes de teléfono. Huellas de llantas se imprimían en las calles amarillas. Al sacudir sus alas, los pájaros arrojaban polvo amarillo y pulverizado. Otra vez pasaron las barredoras y las mangueras rociaron entradas y jardines, provocando una niebla ambarina y desnudando los tonos verdes y negros que había debajo. En menos de una hora las entradas y los jardines volvieron a ser campos amarillos. Líneas amarillas se dibujaban a lo largo de los cables.
Según los noticieros, los microorganismos unicelulares tienen forma de varilla y se alimentan por fotosíntesis. Dentro de un tubo de ensayo brillantemente iluminado, una sola célula se reproduce a una velocidad tal que el tubo se llena en unos cuarenta minutos. Bajo una luz intensa, una habitación de tamaño promedio se llena en seis horas. Aunque no encajan con facilidad en ninguna de nuestras tipologías, en algunos aspectos los microorganismos se parecen a las algas verdeazuladas. No hay evidencia de que sean nocivos para la vida humana o animal.
Hemos sido invadidos por nada, por un vacío, por polvo animado. El invasor no aparenta tener otra característica que la habilidad de reproducirse rápidamente. No nos odia. No busca aniquilarnos, ni someternos, ni humillarnos. Tampoco desea protegernos de ningún peligro, ni salvarnos, ni enseñarnos el secreto de la inmortalidad. Lo que quiere hacer es replicarse. Es posible que encontremos una forma de limitar la propagación de este intruso primitivo, y hasta de eliminarlo del todo; también es posible que fracasemos y que nuestra ciudad desaparezca gradualmente bajo este acopio fatal. Mientras seguimos atentos las noticias que nos llegan a diario, crece dentro de nosotros la sensación de que merecíamos algo más intrépido, más grandioso, más excitante, algo erizado o ardiente o feroz, algo que encarnara una revelación o un destino. Nos imaginamos rodeando la nave escorada, esperando a que se abra la escotilla. Nos imaginamos protegiendo a nuestros hijos, macheteando tentáculos que atraviesan los ventanucos del sótano. En vez de eso, barremos nuestros patios, manguereamos nuestros porches, nos sacudimos los zapatos y las zapatillas. El invasor ya entró en nuestras casas. A pesar de nuestras persianas bajas y nuestras cortinas cerradas, ya reposa en gruesas capas sobre nuestras mesas y nuestros alféizares, sobre los marcos de nuestros televisores de pantalla plana y los bordes angostos de nuestros archivos de DVD. Por la ventana podemos ver el polvo amarillo que lo cubre todo y forma ondulaciones suaves. Casi podemos verlo levar despacio, como pan. Acá y allá refleja la luz del sol y nos recuerda, por un instante, a un campo de trigo.
Nos llena de paz, de alguna manera.
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Traducción de Manuel Crespo
Este relato fue publicado originalmente el 2 de febrero de 2009 en la revista New Yorker e incluido luego en la antología We others (Vintage Books, 2012).
9 de diciembre, 2020