En el marco de la literatura argentina actual, de continua y asombrosa proliferación –a pesar de la crisis actual y de las fatídicas crisis por venir– las escrituras del yo mantienen una vigencia que responde sin lugar a dudas a razones varias: sociológicas, culturales, tecnológicas. Escrituras que, tal vez por esas mismas razones, se forjan al calor de una identificación –más o menos obvia en relación con el autor– y que proponen, como efecto, otra identificación, más o menos esperable –la del lector–, que busca en ellas lo que persigue, en verdad, en su vida.
El rosarino Patricio Pron (1978) reside hace más de diez años en España pero relumbra, aquí, allá, en todas partes, como una de las valiosas excepciones al circuito recién esbozado; una excepción que logra que sus preocupaciones estéticas, filosóficas y morales impregnen su obra mas no la parasiten; y que exhibe, con un incansable trabajo sobre el lenguaje, la maestría del que se sabe conocedor no sólo de las mañas del oficio literario, sino de los caminos que conducen a su corazón imperecedero.
La naturaleza secreta de las cosas de este mundo es su última novela o, si se prefiere, la articulación de dos nouvelles y de dos personajes; o, mejor aún, el doloroso desencuentro entre estos últimos. El primer capítulo se circunscribe a Olivia, una actriz que conduce por la autopista y que –anoticiados rápidamente por una astucia retórica del narrador– sabremos que sufrirá un accidente, quizá fatal, en poco, muy poco tiempo. Se dirige a Manchester a ayudar a su madre en una mudanza y, entre la niebla matutina y la mental, repasa momentos simbólicos de su vida, de sus actuaciones y, claro, del vínculo con sus padres.
A los catorce años, la vida de Olivia se tiñe con la angustia de la irrealidad: sin razones aparentes su padre ha desaparecido de modo voluntario; cómo llenar ese vacío y cómo lidiar con él se ha convertido en parte de la ficción –de la identidad– que la constituye. La desaparición paterna no se entronca con el misterio policial, ni mucho, muchísimo menos, con la meticulosidad, el orden y el cálculo de la investigación detectivesca. En Pron, los enigmas se urde menos para ser resueltos que para motivar un movimiento –una búsqueda– que, lejos de ser lineal, se retuerce sobre sí mismo en un presente henchido de pasado y que anuncia signos futuros. La desaparición paterna habilita en Olivia la interpretación de diversos papeles (el uso de diversas máscaras): hija rechazada, hija en pugna con la madre, adolescente traumada, precoz actriz. No se trata, así, de desenmascarar nada –porque detrás de la máscara, claro, se esconde otra, y otra detrás de esta– sino de encontrar consuelo en la que calce –justa– en el –justo– escenario. “Olivia no era lo que se suponía que debía ser –sostiene el narrador–; pero intentando averiguar si era otra cosa se había convertido en esa otra cosa, y ésa era toda su historia”.
Algo semejante ocurre con Edward, el evanescente padre que ocupa, a su vez, el centro del segundo capítulo o nouvelle. De más está decirlo: Pron –por medio de la extensión oracional, las cuantiosas digresiones y las alternancias temporales de su prosa–, se encarga de opacar cualquier transparencia de sentido en las decisiones y comportamientos de los personajes. No hay respuestas ni conclusiones en ellos; en principio, los caracteres adolecen de toda cristalización racional, andan a tientas, creen, en todo caso, apostar por algo; y en segundo lugar, el narrador, que si bien siembra guiños que indican su conocimiento respecto de la totalidad de la historia, se mantiene al margen, limitado él también, de las causas primeras y la autenticidad o no de los móviles.
Edward, entonces. Mientras camina y camina sin saber a dónde se dirige ni por qué deja su hogar, parece ir adelgazándose; si Olivia contiene en sí misma una gravedad insoportable, una historia, un relato de sí misma, que le resulta profundamente agobiante y que, profundamente, le pesa, Edward transita un paulatino olvido; un abandono de la ciudad –de sus deshumanizantes rituales cotidianos– que tienden a enflaquecerlo, en más de un sentido, y que propician su afantasmamiento. En su devenir lidia, sin problemas, una y otra vez, con la explotación de trabajos de subcontratación: no exige ni requiere ningún derecho laboral o civil porque, en el fondo, aspira al embotamiento mental, a su invisibilidad toda.
Ni siquiera lo hechos, que supieron ufanarse alguna vez de una transparencia inobjetable, pueden reclamar una verdad definitiva o clausurada. “A veces uno procura comprender a alguien y sólo descubre cosas que no quería saber. Los relatos intentan responder preguntas, pero por lo general arrojan más de las que responden”. Quien habla, significativamente, es una mujer policía interesada en desentrañar la desaparición de Edward. Los niños ferales, invocados más de una vez en la novela, hallados por la civilización en “estado de naturaleza” y con los que Olivia llega a compararse, no acceden al reino simbólico de la lengua: por lo general, son incapaces de hablar y, mucho menos, de contestar las preguntas que se les hacen. En ese silencio, en esa mudez, habita algo de la naturaleza secreta de las cosas de este mundo; un silencio impenetrable que, como la literatura para Pron y el lenguaje para sus personajes, produce interrogantes y ficciones con las que atravesar un mundo que amenaza, continuamente, con su propia destrucción.
10 de enero, 2024
La naturaleza secreta de las cosas de este mundo
Patricio Pron
Anagrama, 2023
232 págs.