Cuando la luz incide en un cuerpo, la materia que lo constituye retiene unos instantes su energía y luego la remite en distintas direcciones. A este fenómeno en física se lo conoce con el nombre de reflexión y viene a cuento de La teoría de la luz y la materia, la colección de relatos de Andrew Porter (Lancaster, Pensilvania, 1972), en donde cada uno de ellos rodea el carozo de un suceso, menos para revelarlo que para iluminar una de sus versiones.
Los sobrios narradores de Porter parecen remontar la corriente del tiempo en busca de aquel evento que marcó sus vidas. Pueden discurrir en torno a la pérdida indefectible de la inocencia o del primer dolor o falta, pero siempre tratan de un rito de pasaje: el que va de la niñez o adolescencia a la adultez. Y si un hálito de melancolía sedimenta sus voces, eso no se debe a rememorar la dicha pasada, sino a vislumbrar lo que pudo haber sido de no haber ocurrido lo que finalmente sucedió. Así, tenemos al narrador de “El agujero” –cuyo talante marca el espíritu del conjunto– sopesando la cuota de responsabilidad que le cabe en la desaparición de un amigo de la infancia; o al joven de “Connecticut” que observa, atónito, el escarceo amoroso entre su madre y la vecina. Escenas así, en las que se anudan el deseo y la culpa, recorren cada relato. El recuerdo de un verano, por ejemplo, en que el padre del narrador de “Coyotes”, quien fuera un prometedor director de documentales y ahora es un perdedor empecinado en la consecución de proyectos inacabables, arrastra en su locura al hijo para que sea testigo del derrumbe del matrimonio, de su carrera, de su vida. Una invariable primera persona suscita en cada relato una intimidad poco fiable.
La memoria, se sabe, hace migas con la invención, pero por más que se anhele lo contrario, las palabras que faltaron entonces no siempre pueden reponerse en el ahora; y así, la opacidad de la imagen permanece, una vez más, inmutable. Por eso, aunque se aproximen al suceso procurando dilucidar sus elementos y acaso también para conjurarlo, los personajes distan de obrar en forma directa; lo hacen, en todo caso, espesando las circunstancias y, fiel a la tradición del relato norteamericano que hoy parece vivir un revival, trenzando dos historias cifradas desde la primera línea. En “Perro de río”, por ejemplo, la bruma etílica que envuelve el recuerdo de la posible violación que habría perpetuado un hermano en una fiesta de la adolescencia transita de manera paralela al recuerdo de las primeras salidas y borracheras y de la vida parasitaria que lleva ese hermano que no trabaja ni estudia. También es el caso de “Azul”, uno de los mejores relatos, en donde una pareja que se resignó a no tener hijos decide alojar a un estudiante de intercambio. A pesar de encontrarse preocupados por los límites que el joven parece transgredir solapadamente, permiten que organice una fiesta en la casa, una fiesta que se sale de control precisamente por la intervención de ellos. Otro tanto ocurre en “Tormentas”, donde la historia de la hermana del narrador, que dejó a su prometido varado sin pasaporte ni dinero en otro continente, corre a la par que la historia del declive de la salud de su padre.
Engaños de pareja, matrimonios que se van lentamente a pique y elecciones aplazadas abundan en la geometría de los lazos amorosos de Porter. En el relato que da nombre al conjunto, una estudiante universitaria hace malabares para conciliar el afecto por su profesor de física y el amor por su prometido, un apuesto nadador y futuro médico. Como si delegaran la responsabilidad de sus actos al arbitrio del tiempo, los personajes de Porten parecen no decidir sino ser arrastrados por el flujo de la situación. De ahí la parálisis concomitante cuando acontece el momento en que el triángulo pierde equilibrio. En “Merkin”, otro punto álgido del libro, la amiga del narrador le pide a este que finja una vez más ser su pareja ante la visita del padre. Aunque todos sus otros vínculos se desmoronan, el afecto entre ellos mantiene la tensión que no requiere del alivio del sexo.
En cierto sentido, cada relato es la puesta en marcha de un duelo postergado, no por el pasado imposible de recuperar, sino por un presente chato al que sus protagonistas nunca terminan de resignarse. Pero, también es cierto, no hay epifanía posible: “Apenas crees entender, eliminas la oportunidad de descubrir”, dice uno de los personajes. Ese malentendido es el que transitan los relatos de Porter. Quien busque acrobacias verbales y nuevas formas de renovar el género, no las encontrará aquí. Quien, en cambio, procure hallar el raro y olvidado encanto de la narración, estos cuentos, tan prístinos como brumosos, son una excelente alternativa.
24 de marzo, 2021
La teoría de la luz y la materia
Andrew Porter
Traducción de Caterina Gostiza
China editora, 2020
206 págs.