Creía que había sido John Barth, que es lo más parecido posible a un narrador puro, quien refiriéndose al libro Mobile, de Michel Butor, un libro constelar, mallearmeano, había señalado tal vez un poco desdeñosamente que se trataba de un texto sobre el cual finalmente no podía decirse demasiado. Sin embargo, cuando fui a buscar la cita no la encontré donde pensaba que estaba, pero sí en boca de Donald Barthelme, en una entrevista, en la cual a propósito de Mobile, lo que resalta es que es un libro que hace que “tarde o temprano ya no se pueda decir de él más que si me gusta o no me gusta”. El comentario venía a raíz de una pregunta sobre los escritores que intentan llevar la narración a un punto límite de la abstracción que han buscado siempre los artistas conceptuales.
No es porque el comentario me resulte un poco injusto (o decepcionante viniendo de Barthelme, porque en Barth lo habría entendido) que lo traigo a colación, sino porque al momento de ponerme a escribir esta reseña sobre La última novela, de David Markson, se me vino inmediatamente a la cabeza, invocado probablemente porque me pareció que la manera refleja, más natural, dominante incluso, de hablar del libro de Markson, era a través de su descripción. Como si la descripción del funcionamiento del artefacto tendiese a opacar la narración.
Efectivamente: ¿qué sucede en La última novela? Que un novelista “viejo, cansado, enfermo, solo, arruinado”, se dispone a escribir su último libro.
La construcción del artefacto en términos de mecanismo es tan fuerte que se podría arriesgar que si hay una narración no es tanto la del novelista como la de la una circulación de la información narrativa, de la cual el novelista es finalmente un elemento más.
La última novela es un libro que llama a su descripción, al relato de la forma en que está hecho, de los mecanismos de funcionamiento del artefacto.
Salvo por esa delgadísima línea residual que liga la presencia del “Novelista”, mencionado media docena de veces (que es lo verdaderamente último, en el sentido de que desaparecida esa línea intermitente, intermitente como si se estuviese apagando, dejaría de ser una novela) el libro no engarza tiempos sino figuras. Esto es lo que haría de esta la última novela.
Para probar, se podría ubicar a Markson en la estela de lo que se conoce como “escritura no-creativa”, cuyos orígenes, o primeras aplicaciones modernas, Kenneth Goldsmith, su principal teorizador, remonta hasta el Ezra Pound de los Cantares y el Benjamin del Libro de los pasajes. Markson no escribe, más bien selecciona, recorta y pega determinada información (de naturaleza heterogénea: chismes, nombres, citas, definiciones, anécdotas vinculadas con la muerte y la pobreza de los artistas). Raramente tienen más de cuatro líneas de extensión, separadas de otros párrafos independientes por una línea en blanco. Esta información podría agruparse en series por forma o contenido, para luego ser desplegada de manera equilibrada en el texto.
Probablemente primero esté la definición de cada una de las series, luego la búsqueda de los elementos para incluir en cada serie, y finalmente la combinación (la mezcla, la intercalación) de los elementos encontrados para las series en un solo cuerpo continuo, que es el libro. Pero también podría pensarse otro orden generativo, no teleológico.
En principio, otra pregunta: ¿de dónde viene esta información? Parece estar en el límite entre lo que es posible de hacer para un sujeto y lo que necesita, por amplitud, por diversidad, la ayuda de algún útil informático. ¿Cómo hizo Alexander Theroux para recopilar la infinidad de citas increíblemente específicas, singulares, de sus libros sobre los colores? ¿La extrajo de sus lecturas? ¿Colaboraron sus amigos? ¿Dio con alguna bibliografía milagrosa? ¿Recurrió a algún ordenador, como hace Franco Moretti, “lector distante”, para lidiar con enormes volúmenes de datos? La dispersión de la información en el caso de Markson no es tanta (por ejemplo: fecha y forma de muerte de escritores, más algunas citas de ellos, más anécdotas personales), pero no por eso despeja la pregunta.
Esa información en La última novela circula un poco como los pensamientos apenas conscientes que se nos cruzan constantemente por la cabeza. Es como una mente en ebullición. Joyce es el escritor que más veces aparece mencionado. Una de las entradas del libro simplemente señala que 1922 fue el año en que él publicó Ulises, Eliot La tierra yerma, y empezó a salir el Readers Digest.
Fluir de la conciencia, collage e infraordinadio parecen trabajar antes que nada en dirección a un desmantelamiento, como si más importante que nada fuese ir deshaciéndose de estructuras de narración y de pensamiento. Tomar la menor cantidad de decisiones posibles, pero también por eso mismo afirmar que hay decisiones más importantes que otras, como si el intento fuese por hallar las decisiones y los materiales esenciales para un relato.
¿Cómo conectan entre sí los diferentes fragmentos, cuál es el magnetismo que hace que se atraigan y repelan con una misma intensidad, que es la que le da ese equilibro al texto, impidiendo que pierda su unidad, que se desintegre totalmente como un sistema entrópico, pero también que se vuelva repetitivo? En cierta forma, más que consumir energía, el libro parece ser un artefacto que la genera. Salvando las distancias es un poco como la poesía de Zurita, que de tanto volver sobre algunas imágenes hace que de estas comience a desprenderse una suerte de vibración autónoma, que tal vez luego el lector pueda traducir en palabras. La última novela es un libro que va hacia lo abstracto, percusivo, minimalista.
Pensado de esa manera podría decirse que no es información importante la que elige, sino que la información es importante precisamente porque la elige. Es la elección la que carga de sentido, la que señala la existencia de un sentido, mejor, que quedará resonando a lo largo de las páginas, demorando su definición, como si dijera: ¿qué? La última novela produce la energía de un relato sin necesidad de narrar.
Heterogeneidad (de los elementos que componen la información de la novela, como si fuesen granos dispersos en un archipiélago), más desjerarquización (porque la novela no dice de sí misma, no señala ni conduce a sus elementos más significativos, más importantes, más proclives a la interpretación) más disponibilidad (porque todos esos elementos de información se encuentran igualmente disponibles para la lectura): quizás habría que buscar una matriz cibernética en el trasfondo de la organización informativa del libro de Markson. Cibernética e inteligencia artificial. ¿No hay algo de micro big data en este libro?
¿Y qué pasa con el tiempo? Parece congelado, vaciado, como si el autor se colara por sus intersticios más que acompañarlo, acelerarlo, o ralentizarlo. El congelamiento del tiempo, su transformación en espacio, también tiene su efecto sobre la extinción de la narración. No por los temas, sino por las dinámicas que convoca, La última novela es también un libro de ciencia ficción, un aparato científico; la ciencia no está en el tema sino en la forma de la narración.
Y para terminar: ¿qué pasa con lo que se descarta? ¿Qué nos dice Markson sobre todo aquello de lo que se desprende, esas decisiones narrativas decimonónicas que no toma? El desmontaje o desmantelamiento de decisiones, de imaginarios, podría alcanzar, en un horizonte utópico, el espacio en que para narrar ya no sería necesario tomar decisión alguna. Después de la última, ¿qué? ¿Qué leeremos entonces, después de la última novela?
“La novela”, dice Barth en el artículo mal citado, “es la creciente perturbación que presenta un sistema homostático inestable y su catastrófica restauración dentro de un equilibrio complejo”.
15 de octubre, 2025
La última novela
David Markson
Traducción de Mariano Peyrou
Sexto piso, 2024
192 págs.
Crédito de fotografía: Johanna Markson.