Ya sea para denigrar o enaltecer a las culturas populares, para barnizar con un tono ambiguo, siniestro, la realidad próxima, para señalarnos oblicuamente el orden arbitrario inherente a la experiencia cotidiana, el carnaval ha sabido conjurar, en nuestro terruño literario, una peculiar productividad. Lo supieron en su momento Bioy, Wilcock, Borges y, más recientemente, por citar un caso, Santiago Craig con su valioso Castillos. Lo sabe, a su manera, el escritor y editor Denis Fernández (Bs. As., 1986) que, en Las mil maravillas, su reciente novela, aborda sucintamente la festividad carnavalesca para ahondar en una trama de ramalazos fantásticos y terroríficos; de soles febriles y naturaleza acuciante; de estados pesadillescos y ritos brutales. Elementos, en suma, de lo que llaman el gótico rural, y que el autor pulsa con la precisión de un lector entrenado.
Invisible a toda cartografía oficial, en un pueblito del interior de la provincia, cercado por sierras y un monte, se profesa un credo pagano que requiere sacrificios humanos. Ramón, el profeta, es el encargado de articular el mundo de la luz y el de las tinieblas; capaz de curar o de torcer espíritus, su vocación lo conduce a una meta indeclinable: liberar al dios Moloch, bloqueado entre las dimensiones de la vida y la muerte. Cuando Emilia y Ezequiel, una joven pareja foránea, llegan de vacaciones, el carnaval se les ofrece como una opción turística. Las máscaras, la confusión, el vértigo, propiciarán las condiciones para que sean convertidos en ofrendas al dios.
Para Fernández, los cuerpos son, preferentemente, vasijas orgánicas susceptibles de ser captadas, cooptadas, poseídas, usurpadas; o, para pensar en términos góticos, vampirizadas. La obsesión por la pata de cabra, que entramaba Especie salvaje, su libro anterior, reaparece aquí como parte de la biografía de Ezequiel, el turista que llega al pueblo. La pata de cabra: el supuesto mal que aqueja a niños y los consume gradualmente desde su interior; almas muertas, según la cultura popular, que se aferran a una biología sana para colonizar el cuerpo y envenenar la mente. Y mientras que las almas muertas se encarnan en niños y cuerpos vivos, el sueño humano permite el acceso al inframundo, territorio que disloca los tiempos y se ofrece como puerta psíquica de la percepción. Allí está la pesadilla dantesca de Emilia que diagrama, como sostiene el narrador, un augurio fatal en la vigilia.
De Horacio Quiroga a Giovanna Rivero, Fernández navega por los territorios oníricos e infernales que la ambigüedad del carnaval, la potencia de los animales, la naturaleza venenosa y algún yuyo lisérgico le suministran. “Para nosotros –le dice a Ezequiel una pueblerina– esta es la tierra de las mil maravillas. ¿Sabe por qué le decimos así? (...) Por las maravillas que nuestro Dios no dio, patrón. Todo esto que ve, la vida y la muerte, la naturaleza, la longevidad, el alimento, el esplendor de nuestro pueblo, la riqueza, los hijos, las montañas...esas son nuestras maravillas”. Maravillas fraguadas, eso sí, con la inocencia de los cuerpos, para satisfacción de los dioses y el camuflado sadismo de los hombres.
30 de noviembre, 2022
Las mil maravillas
Denis Fernández
Marciana, 2022
168 págs.