Dos tradiciones se unen en esta antología excepcional de poesía japonesa, que las encamina o revierte y nos impulsa a reflexionar sobre ellas: una nos enseña que el haiku es un poema que tributa en la brevedad, una forma que encuentra su cualidad en cierta economía de recursos y otra piensa el modo en que la poesía se mueve desde sus formas germinales y busca la experiencia de la realidad porque trabaja ese tiempo en otra temporalidad y concentra allí una de sus fuerzas de exploración. Mandalas recorta un corpus de poetas japoneses y lo llama de Shiki a nuestros días, lo hace con un equipo de siete traductores de cuatro países, con comentarios que nos permiten saber algo más de estos quince poetas, de sus textos, de sus condiciones de producción y de sus vidas, y entonces nos deja leer esa tradición y sus transformaciones, seguir ese decurso en una progresión de formas y sentidos. Un antólogo no es dios, pero tampoco juega a los dados.
Rubén Darío, que nació en 1867, publicó en 1888 Azul y en 1896 Prosas profanas, y con esos libros definió una estética para la poesía latinoamericana, a la que llamamos modernismo. En la edición de 1901 del segundo libro incluyó un poema, “Yo persigo una forma”, que es un manifiesto donde nos dice qué es la poesía, cómo escribir y leer, cuáles son sus materiales y recursos. Es un poema que codifica todo ese sistema, donde alguien persigue una forma y dice que no la encuentra, y lo hace en el poema de la forma perfecta. En 1867 también nació Shiki Masaoka y es el tiempo de los primeros poetas de esta antología, pero aquí no se trata de la forma perfecta que no encuentra la forma, sino del momento en que el género se deshace de esas categorías y de esas posiciones, y sale de esa economía. Es el poema encontrando la lengua franca del género y trabajando como un vector de conocimiento que se mueve en ese tiempo que no es el de la brevedad, sino el de la fulguración.
Por eso, cuando leemos esa forma de la poesía, sin olvidar lo que resignamos en ese salto entre lenguas, leemos menos la reconstrucción de un instante, la brevedad o la miniatura, que el momento en que la poesía resuelve la ruptura de la temporalidad y entonces, no es que sale del tiempo, sino que entra a ese tiempo en el que lengua, sujeto y sentido desplazan su punto de gravedad, cesan la gravitación, pasan a una zona de vasos comunicantes y se mueven en un solo cauce, sin necesidad de cauce. Mandalas permite leer desde Shiki Masaoka, Santōka Taneda, Hōsai Ozaki o Keijirō Suga la renovación de esa forma poética o el ingreso a esa forma de otros sentidos de la realidad, la experiencia y el sujeto junto a las posiciones que conocemos vinculadas a la errancia, la contemplación, el viaje, la vía intuitiva, la iluminación, lo que se codificó como una poética del vacío, atrajo al pensamiento occidental y produjo textos como El imperio de los signos, de Roland Barthes. ¿Qué es aquello que pervive del haiku u otras formas en los textos que leemos cuando llegamos, por ejemplo, a Sadako Kurihara, donde el género parece cambiar de vector y nos coloca frente al poema de la testigo, de la que vio y entonces da cuenta de lo que vio, Hiroshima? Es el momento en que la realidad absorbe todo el género y el poema está allí, en la devastación, como una posibilidad de intervención y restauración, testigo del modo en que el poder ilimitado de destrucción salta sus propias fronteras y transforma a la realidad en un campo que desfallece y horada su propio vacío.
Los poemas de Sadako Kurihara “Ayuda a nacer”, “¿Qué es la guerra?” y “Cuando decimos Hiroshima” trabajan esa zona, exploran la razón de la guerra e intervienen en esa posición, le cambian el paradigma y los valores, y a la guerra hermosamente vestida la muestran en su despojo de asesinatos, incendios, violaciones, robos. Sacan a la guerra de la fábrica de ilusiones simbólicas que subliman el crimen y la crueldad, y expanden la palabra Hiroshima para llevarla a todos sus sentidos. Son tres poemas: uno define la persistencia de la vida (la nueva vida que emerge en el fondo del infierno), el segundo posiciona la impugnación de la guerra y el tercero expande los sentidos de la devastación. Gabriela Licausi, que traduce y comenta estos poemas, acierta cuando escribe que estos textos “están cargados de un dolor que se construye desde la crítica y la denuncia”.
Leemos los poemas en el interior de esas fuerzas, en una comunidad de lenguas y poetas, en traducciones que logran retener la lengua del género y su experiencia de interpelación y renovación. Y se trata también de una lectura entre límites, desde Shiki Masaoka, que presenta de tres modos la experiencia de la desolación y la enfermedad, hasta Keijirō Suga, que abre otra forma de la devastación con el terremoto ocurrido en 2011 y el accidente nuclear de Fukushima, y Kimi Ishiwata, que cierra en una secuencia que atraviesa estos textos, que es la resolución en un nuevo espesor de sentido de la experiencia y la vida cotidiana. Hay niños en estos poemas, los cruzan, entran y salen de ellos, y son figuras errantes y extremas en la desolación: es el bebé que nace en el infierno en el poema de Sadako Kurihara, los niños muertos en “El río de mil años” de Keijirō Suga, los niños solitarios de Misuzu Kaneko, los niños y la enseñanza ancestral en Sansei Yamao, o los niños transformados en no niños y despojados de Kimi Ishiwata.
El decurso de esta antología, que reúne a los tres poetas fundadores en los años sesenta de la Academia de Vagabundos (Nanao Sakaki, Sansei Yamao y Tetsuo Nagasawa) y presenta por primera vez poemas de Yukio Mishima, muestra los estados de la poesía japonesa, los modos progresivos de resolución del género y de la realidad, donde rigen estos vectores: la devastación, la desolación, el despojo, pero cruzados por la fuerza de la contracultura, las formas populares y la disputa por los sentidos, la vida y la vida política, que puede tomar el valor de la exhortación, como en el poema “A mis estudiantes” de Kenji Miyazawa, la instancia de la vanguardia en Shōzō Torii o lo que deriva en la orientación a la infancia y su paideia, como en Naoko Kudō o Shūji Koizumi.
¿No son acaso todas estas formas y sus sentidos, desde el inicio de esta serie con Shiki, versiones de la intemperie? ¿Y no parece ser el sentido, aquello que se presenta en esa fulguración y disuelve el punto de gravedad, lo que en forma progresiva toma un vector social y político? Porque estos poemas despliegan posiciones diferentes pero en convergencia del testigo y el espesor del género buscan la forma de la interpelación y el testimonio. La intemperie y su extensión, la realidad y sus formas extremas, y el poema como un vector que disputa en ese campo yermo los sentidos de la realidad. Hasta allí, hasta esa intemperie, pero también a la percepción de los materiales de que está hecha esa fuerza que llamamos poesía, nos llevan estos poetas.
21 diciembre, 2022
Mandalas. Poesía japonesa de Shiki a nuestros días.
Shiki Masaoka, Santōka Taneda, Hōsai Ozaki, Kenji Miyazawa, Misuzu Kaneko, Sadako Kurihara, Nanao Sakaki,
Naoko Kudō, Shōzō Torii, Sansei Yamao, Tetsuo Nagasawa, Shūji Koizumi, Keijirō Suga, Kimi Ishiwata, Yukio Mishima,
Traducción de Gonzalo David Marquina Arcos, Alonso Belaúnde Degregori,
Yaxkin Melchy, Mario A. , Palacios López, Gabriela Licausi, Matías Chiappe Ippolito, Julia Jorge
También el caracol, 2022.
236 págs.