Instalado en una esquina, el narrador de El momento de la verdad, la última novela de Damián Tabarovsky (Buenos Aires, 1967), mira a través de una mira y sigue a un blanco en movimiento. A partir de ahí, se proyecta una novela mental en la cual brota una lengua reflexiva y enérgica que entra en disputa con otras lenguas, con la lengua de los medios de comunicación, la de las hablas binarias –las que dividen el mundo en ganadores y perdedores–, las hablas que expulsan las vidas hacia los restos, sobras, lo que está de más. Escritor, traductor y editor; autor, entre otros, de Literatura de Izquierda y Fantasma de la vanguardia, Tabarovsky, en esta entrevista, habla sobre su escritura, sobre el planteo binario de los discursos dominantes y sobre el estatuto de la novela contemporánea; sobre el escritor como “trabajador de la cultura” y sobre los cambios urbanos en la ciudad de Buenos Aires en las últimas décadas.
Un intercambio potente, atravesado por cierta sospecha sobre el estado de la lengua, que pone de manifiesto una literatura vacilante, minoritaria, excéntrica, que puede ser pensada como un contragolpe al convencionalismo de la época.
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Ante todo, me gustaría que nos contaras algo acerca del origen de esta novela (cómo surgió, cuál fue la motivación inicial) y su proceso de escritura.
En general la escritura de mis novelas –y de ésta también– tiene dos temporalidades. Una, lenta, tal vez de años, en el que voy pensando, casi rumiando diría, lo que quiero escribir. Sin tomar notas, ni nada, solo pensando. Y luego, cuando creo que “tengo todo en la cabeza“”, un segundo momento, rápido, en el que escribo la novela casi de un tirón.
“Noticias falsas, mentiras diarias”, es una frase que el protagonista de El momento de la verdad repite cada vez que ve a su objetivo, un periodista que habla a favor o en contra del gobierno, según las órdenes y los sobornos que reciba. La novela, en ese sentido, nos plantea algo que suena familiar. Más allá de que no hay marcas que hagan alusión, concretamente, a un periodista o a un holding en particular, ¿cómo trabajaste y cómo pensás el vínculo entre realidad y ficción en esta novela?
Bueno, la pregunta por la relación entre ficción y realidad, en caso de que esas dos instancias existan como tal, es tan amplia que no se si estoy en condiciones de abordarla. Podría decir una obviedad: la ficción forma parte de la realidad, no es una instancia exterior a ella. Tal vez podría reformular la pregunta, y pensar acerca de si El momento de la verdad es una novela de intervención, que es también una tradición muy establecida. Y en ese caso, no le veo más perspectiva “intervencionista” que otras novelas mías anteriores. En todo caso, a riego de reformular la reformulación, hay, sí, un interés por intervenir en el debate sobre qué entendemos hoy por novela contemporánea, el debate sobre qué es una trama, cómo se piensa críticamente la sintaxis, cuáles son los obstáculos que se enfrentan, cuáles los discursos que se ponen en cuestión...
Es interesante la esquina de la ciudad donde se desarrolla la acción en esta novela: Scalabrini Ortiz y Córdoba (una avenida que, en ese punto, funciona como límite entre dos barrios). Por lo que el protagonista observa, por lo que tiene enfrente, daría la sensación de que está en Villa Crespo, mirando (a través de la mira) a Palermo. A su vez, como al pasar, hay alusiones a Villa Ortúzar, a Flores, al centro de la ciudad. Te hago dos preguntas vinculadas: ¿qué reflexión te genera la gentrificación de muchos barrios de Buenos Aires en las últimas décadas, cómo vivís eso, y cómo pensás, como escritor, a la ciudad en El momento de la verdad y, si querés, en tu literatura, en general?
Efectivamente hay en casi todas mis novelas, sobre todo en las más recientes –pero, en segundo plano, en las más antiguas también– una preocupación o una pregunta por la ciudad, por los cambios urbanos, en particular en Buenos Aires. Casi 16 años de gobierno local de PRO favoreció para convertir a Buenos Aires en una cuidad excluyente, cara, y muchas veces de un gusto arquitectónico y urbanístico tan trivial que impresiona; una ciudad que expulsa a una parte de sus habitantes al conurbano (que empieza tomar mucho de los peores rasgos de la ciudad) o a barrios marginales. Pero hay que entender que la primera gentrificación es la villa, las villas miserias. Cuando pensamos en gentrificación pensamos en Palermo o en barrios así, pero primero de todo son las villas, los barrios periféricos. Luego, sí, los cambios en barrios de clase media con aspiraciones a no sé qué, como se narra en Una belleza vulgar, que da cuenta de esos cambios. En la novela siguiente, El amo bueno, y en El momento de la verdad tomé el camino de una dimensión casi de genealogía, de reparar en eso que se perdió, eso que pudo ser y no fue, las manifestaciones anarquistas, la memoria perdida, el arroyo Maldonado entubado, la esquina de Scalabrini Ortiz y Córdoba...
Damián Tabarovsky por Juan Carlos Comperatore
Da la sensación de que el narrador de esta novela se detiene ante cada dicotomía con la que se cruza (que se ve pensando) para darla vuelta, para verla de un lado y del otro y evidenciar, así, la trampa del lenguaje (cómo, muchas veces, el lenguaje puede ser un Caballo de Troya, que aparenta ser una cosa pero esconde otra, que muchas veces es su contraria). ¿Crees que puede aportar algo la literatura hoy a la hora de evidenciar este conflicto, el de una visión dualista que, cuando no divide, simplifica y distorsiona?
Tiendo a pensar a los discursos dominantes –como el de la política, el de la medicina, el de los medios de comunicación– como binarios; una lengua hecha de ganadores y perdedores, sanos y enfermos, planeros y honestos vecinos... Al mismo tiempo, pienso a la literatura –al menos a la que yo practico– como un contragolpe contra esos discursos, un contragolpe contra la época. Hay una dimensión agonística en lo que escribo que me resulta productiva. Y, por lo tanto, entonces la literatura, en lugar de binaria, firme y afirmada sobre ese lugar de poder, se vuelve vacilante, rara, minoritaria, excéntrica...
En una mítica entrevista a fines de los noventa en El ojo mocho, Fogwill plantea una continuidad entre lenguaje y pensamiento. Escribir es pensar, dice. “Escribir tiene que ver con el habla, mucho que ver porque una escritura que no respeta los ritmos del lenguaje es una escritura que se convierte en ilegible. Y además, repite ritmos del lenguaje burdos. Los tipos que tienen mal ritmo en la prosa, en definitiva están escribiendo como los medios”. Una reflexión que, en más de un sentido, me remite a El momento de la verdad. ¿Qué opinás de esta reflexión de Fogwill y cómo pensás, en esta novela y en tu escritura en general, esta correlación entre habla, pensamiento y ritmo de la prosa?
Fui amigo de Fogwill y de Horacio González, me cuesta pensarlos como míticos... cada uno a su manera tomarían distancia de tal adjetivo... dicho esto, la cuestión del ritmo (que en mi caso se da por procesos de aceleración y ritornelos) me parece crucial en la escritura. Volviendo a la infidencia personal, más de una vez hablé con Fogwill sobre lo ilegible, tal como dice en la cita que elegiste, sobre lo que él entendía por ilegible, que era diferente a lo que yo pienso. Me acuerdo también de otro amigo, Héctor Libertella, que una vez compiló dos libros de narrativa argentina, uno de escritores “vanguardistas” (las comillas deben leerse como una ironía) que incluía textos de Copi, Osvaldo Lamborghini, Wilcock, María Moreno, Néstor Sánchez, entre otros. Es decir, relatos que, de alguna manera, tenían un dejo experimental o, al menos, poco convencional. A la segunda la tituló 25 cuentos argentinos del siglo XX, y contenía relatos de Borges, Cortázar, Tizón, Castillo, Saer, etc. O sea, una antología levemente canónica, más clásica, por llamarla de algún modo. En esa también estaba Fogwill. Y Fogwill se enojó porque quería estar del lado de la de los “vanguardistas”. Pero Libertella tenía razón. Creo que en ese recuerdo se esconde parte de la discusión sobre lo legible y lo ilegible.
Cuando no subrayan la duda o habilitan una digresión, las preguntas en El momento de la verdad cambian el ángulo de observación y funcionan como un espejo de la frase, invirtiendo los términos, evidenciando el conflicto que entrañan ciertos modos de decir cristalizados. Me interesa saber cómo pensaste puntualmente el tema de las preguntas en esta novela, cuáles fueron tus intenciones en ese sentido.
Con respecto a la retórica de las preguntas, nunca las entiendo, precisamente, como algo retórico en el sentido banal del término, como hueco o vacío; sino más bien, en la tradición nietzscheana de escribir con un martillo; como si las preguntas apuntaran a hendir a la lengua, a herirla, a sacarla de su tranquilidad. Sería algo así como si las preguntas volvieran a la luz, a la superficie, las estructuras convencionales de esos discursos dominantes en la lengua que organizan la sintaxis igualmente convencional, que es, en mi opinión, el enemigo de la literatura.
La preparación para la tarea que está a punto de llevar a cabo el protagonista de El momento de la verdad implica una inmovilidad física casi total (al punto de contener la respiración, por momentos) a la vez que, en contraste, parece haber en él un gran movimiento (una ebullición) mental y todo a su alrededor se mueve, sin pausa. ¿Cómo pensaste el tema del movimiento en esta novela?
Es verdad lo que decís. Pensé más bien la inmovilidad del cuerpo y la idea de que lo único que se mueve son los pensamientos. En algún sentido, o en todos, El momento de la verdad es una novela mental. Hace años que juego con esa idea, con escribir una novela que se llame así, todavía la estoy pensando, tal vez dentro de unos años...
En una de tus columnas en Perfil, este año, escribiste sobre António Lobo Antunes. La frase en la escritura de Antunes es el testimonio del momento en que la lengua está irremediablemente rota, decís, y destacás el hecho de que sus frases, que funcionan como esquirlas del realismo y de la vanguardia, dejan a la prosa herida, en situación de trauma. ¿Podés ampliar esta idea? ¿Qué otros autores contemporáneos, además de Antunes, considerás que están pensando la escritura en esos términos? ¿Te ubicás vos, como novelista, al menos con esta novela, en esa línea?
Lobo Antunes es mi gran descubrimiento de los últimos años, uno de esos “descubrimientos” que da pudor que haya sido tan reciente. ¿Cómo puede ser que comencé a leerlo tan tardíamente? No me siento cercano a él por dos razones: una, que él es un extraordinario escritor y yo no. Dos, porque, creo, su preocupación es la de destruir el realismo desde adentro, dislocarlo, deconstruirlo, para usar una palabrita tan gastada y degastada... No me parece que esas sean mis preocupaciones, salvo en un tema, que es, como decía más arriba en otra respuesta, el de preguntarse por el estatuto de la novela contemporánea, que es, para mí, una pregunta crucial y que está ausente demasiadas veces en esas novelas bien escritas, hasta inteligentes, pero que no tienen detrás ninguna pregunta que la sostenga, esas novelas “buenas” sin el menor interés que todos los meses nos ofrecen el servicio de novedades de las editoriales.
Desde el café con leche hasta lo que marca y no deje huella, hay conceptos que surgen de tus ensayos y aparecen en El momento de la verdad, en la voz del protagonista. En ese sentido, hay un vínculo que habilita a pensar en una continuidad o al menos en una aproximación. ¿Cómo se relacionan tus ensayos con tus novelas? ¿El hecho de que el protagonista de El momento de la verdad sea una especie de paria, de partisano, te permite ensayar por otros medios, de un modo más extremo, más incendiario, o al vínculo entre novela y ensayo lo pensás por otro lado?
Por momentos sueño con romper los géneros, con textos que los atraviesen y los vuelvan difíciles de clasificar. No es una idea especialmente nueva, ya aparece en el romanticismo alemán, en la conversación entre poesía y filosofía, entre fragmento y totalidad.
En mis novelas –en todas, pero en especial en las últimas– hay un evidente diálogo con el ensayo. Pero nunca lo pienso como si, en un momento, la novela narrase, contase sus peripecias, y luego se suspendiera esa narración para incluir un momento ensayístico, reflexivo, para que luego de concluido, la narración siguiese su curso como si nada. Esa idea de la novela mental, con la que sueño, debería colocar a las ideas como personajes.
Hace tiempo que escribís regularmente columnas en el diario Perfil. ¿Qué posibilidades te da ese formato de escritura y cómo se articulan esas piezas con el resto de tu obra?
Escribir columnas sobre literatura y asuntos culturales en un diario, cosa que hago hace 15 años en Perfil y antes, en los 90, lo había hecho en Clarín, en todo se opone a la literatura. Primero, porque lo hago por plata. De nada me siento más alejado que de los escritores que quieren ser “trabajadores de la cultura”... ¡Quieren ser explotados! También se opone por la extensión, la regularidad, etc. Es un trabajo. Ahora, aún pagado paupérrimamente, es un trabajo divertido que, de vez en cuando, hasta se me vuelve interesante.
Buena parte de las novelas que se encuentran hoy en día en las primeras mesas de las librerías parecen estar más pendientes por desplegar una trama, contar una historia o incluso, a veces, simplemente, por comunicar que por generar una experiencia literaria. ¿Cómo vivís ese fenómeno? Te lo pregunto como escritor, pero también como editor. ¿Desde dónde ejercés tu rol de editor y desde dónde novelás en este contexto?
Estoy de acuerdo con lo que decís, solo que no lo veo como un fenómeno tan nuevo, siempre hubo esa tendencia a la narración sin más, contenidista. Justamente Literatura de izquierda, que vos citabas antes, trata en su primer capítulo de la narrativa argentina de los 90, que buena parte de ella transitiva ese camino. Por supuesto que mantengo cierta distancia, por no decir una gran distancia, con todo eso.
Ahora, como editor (otro trabajo que tengo paupérrimamente pagado, pero también de vez en cuando interesante: esa constante en todos mis trabajos debe ser un karma que me acompaña) no leo nunca pensando en mi literatura, como si la edición fuera una prolongación de mis preocupaciones. Creo que tuve la suerte de publicar los primeros libros de muy buenos autores y autoras, como Ronsino (en Interzona), y Harwicz, Almada, Malandi, Rodríguez Simón, Sabbatella, Mercedes Alvarez, López Brusa, Diego Sasturain, etc, en Mardulce, que son muy diferentes a mí (y entre ellos), a veces casi antagónicos, pero que comparten (insisto: de un modo muy diferente a mí y entre ellos) una cierta sospecha sobre el estado de la lengua.
3 de agosto, 2022
El momento de la verdad
Damián Tabarovsky
Mardulce, 2022
88 págs.