Autor de una dúctil y extensa obra, entre los que destacan los volúmenes de cuentos La vida interior de las plantas de interior (2013) y Lo que está y no se usa nos fulminará (2018), el ensayo El libro tachado (2014) y las novelas El comienzo de la primavera (2008) y No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles (2016), Patricio Pron es uno de los escritores más destacados de la lengua castellana. En Traumbuch, su libro más reciente, se mide con la tradición del libro de sueños. De Artemidoro a Freud, el sueño ha sido considerado materia de reverencia oracular o cifra de un deseo acallado. Para Gerard de Nerval era una segunda vida y para Borges, un género literario. Pron, en cambio, reivindica su reticencia a la interpretación, su impertérrita inutilidad. Con todo, también sabe que quien se introduce en el mundo onírico lo hace con una reserva de lucidez. Como dijo André Maurois a propósito de Proust: “Algo de insomnio es útil para apreciar el sueño y proyectar cierta luz en esa noche”. A continuación, el intercambio que mantuvimos sobre este y otros temas.
***
Por lo general, los títulos de tus cuentos y novelas no son una mera etiqueta de compromiso, sino que redoblan las posibilidades de lectura. En cambio, Traumbuch (libro de sueños, en alemán) es breve y semánticamente conciso. ¿Nos oculta algo?
Naturalmente. En la relación –siempre frágil, incierta– entre un texto y su título se juegan varias cosas. Y en los míos suele haber una especie de pliegue sobre la forma, así como sobre todo aquello que el texto no dirá de sí mismo, que le está vedado; aquí no era necesario ese pliegue, sin embargo: lo que había que hacer era doblar el texto por su revés, renunciando a la multiplicación de las posibilidades de lectura. Estos textos son lo más parecido a poesía que yo haya escrito hasta el momento y les venía bien una cierta concisión en el título para que el sentido no se dispersase aún más. Por otra parte, desde que aprendí alemán, el sitio en el que doy cuenta de los sueños siempre se llamó Traumbuch, así que nunca hubo en danza ningún otro título.
En su propio libro de sueños, Fogwill escribió que “cuando se ha abandonado cualquier propósito de conocimiento o de cura interesa más el goce del sueño que la producción de muestras para las biopsias del alma o del deseo”. En tu caso, tomar distancia, como decís, de la “visión utilitarista” que concibe al sueño “como «material» y como mensaje del soñador a sí mismo”, ¿alumbró algún descubrimiento?
Sí, pero el descubrimiento que hice tal vez sea banal, o lo parezca. Lo que descubrí es que, aunque comencé a anotar los sueños con la idea de que algún día servirían –previa reelaboración– para escribir “literatura”, reelaborarlos era arruinarlos. Y que, además, estos sueños no servían para escribir “literatura” porque ya la son, aunque de un signo muy particular, ya que no tienen propósito ni técnica ni autor; son parte de una literatura de estatuto incierto, que es la que a mí más me interesa.
¿Qué te motiva a anotar un sueño?
La posibilidad de que signifique algo para otros, no sólo para mí; idealmente, la de que esos otros me digan de qué trata el sueño en realidad, o –al margen de ello– que le den un uso que yo desconozco, así como desconozco de dónde provino, quién o qué lo produjo y cómo ponerle fin sin que su cierre sea un cierre en falso, que es lo que sucede con su interpretación. Nunca me interesó la de ningún sueño, que a menudo tiene algo de acusación y de mala literatura, así que no escribí estos sueños para que sean interpretados, sino para que dejen de pertenecerme en exclusiva a mí y pasen a ser propiedad de otros, en un ejercicio de apertura más que de cierre.
Se dice que no hay sueño sin su relato. En este sentido, ¿qué vínculo encontrás entre los sueños y la ficción?
Últimamente pienso que hay algo enormemente valioso en aquello a lo que no otorgamos ningún valor, y que la discusión en torno a cuánto “vale” la literatura soslaya su carácter accesorio o innecesario. Quizás abrazar ese carácter superfluo de la literatura –ya hay demasiados libros, y algunos son muy buenos– nos permitiría pensar en una literatura que, pese a su condición de residuo, no sea residual, y cuyo valor no esté determinado por las instancias de legitimación habituales –la Academia y el Mercado, ambos más vinculados de lo que pareciera y muy parecidos en su funcionamiento– sino por su capacidad de resistencia a la demanda de utilidad. Tal vez el vínculo entre literatura y sueño esté allí, sólo aparentemente oculto.
El mundo onírico posee una lógica propia distinta a la del mundo de la vigilia. ¿Cómo dar cuenta del sueño sin traicionarlo?
Supongo que cada una de las personas que se toma el trabajo de narrar sus sueños responde esa pregunta a su modo; curiosamente, la escritura de protocolos oníricos parece ser especialmente abundante durante períodos de incertidumbre política y económica y bajo regímenes totalitarios –por ejemplo durante el nazismo, como demostró Charlotte Beradt en El Tercer Reich de los sueños–, y sabemos que algunas personas fueron condenadas por su contenido durante las purgas estalinistas: hay una relación entre sueño y traición, evidentemente, y quizás las traiciones en y del sueño sean más numerosas –y más inquietantes– de lo que nos gustaría pensar. Por mi parte, el único modo que conozco de narrar un sueño sin traicionarlo es procurar ser lo más fiel a su lógica y a su carácter que me resulte posible, sin importar de dónde proviene o qué dice de mí, si es que dice algo; pero esa misma es mi actitud con todos los libros que he publicado hasta ahora, no sólo con el Traumbuch.
Hablabas de “resistencia a la demanda de utilidad” de la literatura y recordé 24/7, el libro donde Jonathan Crary sostiene que, salvo el sueño, su último escollo, el capitalismo posindustrial no ha dejado intervalo de tiempo sin colonizar. ¿Cuál es el atractivo de la improductividad del sueño –y, podemos agregar, también, de la literatura?
Uno de esos atractivos radica, pienso, en la refutación del tiempo tal como lo experimentamos en la vigilia; sobre esto ya escribieron Vladimir Nabokov, William Burroughs y antes J.W. Dunne, quienes vieron en cierta iteración de los sueños y en su carácter –a veces– anticipatorio una demostración de algo que, por otra parte, y más recientemente, está diciéndonos la física cuántica: que el espacio y el tiempo no son realidades objetivas sino constantes antropológicas, construidas culturalmente y, al mismo tiempo, profundamente subjetivas, que organizan nuestra percepción y le otorgan sentido. Hablando de literatura y no de sueños –pero demostrando la relación que existe entre la una y los otros –Frank Kermode mostró en El sentido de un final cómo necesitamos relatos para estructurar y hacer comprensible el transcurso del tiempo en nosotros y en lo que nos rodea; hablando de un caso especialmente singular de confinamiento solitario durante la Segunda Guerra Mundial, Kermode afirma ahí que la falta de elementos que, a modo de estímulos, nos permitan percibir el tiempo conduce a quien la padece a una especie de presente angustioso y que no puede ser comprendido, una condición que también comparten muchos sueños. Narrarlos, aceptar que nos asaltan por las noches sin nuestra anuencia, sería –en ese sentido– una forma de resistir la demanda de productividad que pesa sobre nosotros –el libro de Crary que mencionas es brutalmente claro al respecto– y nos conduce al agotamiento nervioso, al aumento de la desigualdad y la conflictividad sociales y a la destrucción del medio ambiente. Una parte importante de la mejor literatura hace eso, de alguna manera: organiza el tiempo y nos permite habitarlo al tiempo que articula una crítica al presente. Quizás, en realidad, la mejor literatura y nuestras experiencias oníricas sean profundamente adornianas, en ese sentido. Tal vez todos pertenecemos a la Escuela de Frankfurt cuando cerramos los ojos.
Cuesta pensar en el sueño en que se circuncida al autor de El Aleph como una neutral transcripción onírica ¿Sigue siendo necesario matar a Borges?
No recordaba ese sueño, pero circuncidar no es matar: es dañar a alguien para que pase a estar bajo la protección de una comunidad; hacerlo puede parecer poco lógico, pero podríamos decir que tiene todo el sentido si aceptamos que ese sentido es del orden del símbolo o participa del régimen de lo onírico. Me gusta leer “con” Borges, me gusta pensar “desde” Borges y tengo la impresión de que “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” es una anticipación extraordinaria del mundo en el que vivimos hoy, que Borges –por suerte para él– no conoció; así que, por lo general, no tengo ningún interés en matarlo. Muy por el contrario, me interesa cada vez más esa especie de giro conceptual que Borges propició en la literatura del siglo XX, y me gusta pensar en él como en el punto de partida de lo más interesante que tiene para ofrecer esa literatura, también la escrita en Argentina en las últimas décadas, de Ricardo Piglia y César Aira hasta Sylvia Molloy, Sergio Chejfec, Graciela Speranza, Alan Pauls y esa extraordinaria superación por el exceso de la exigencia borgeana de austeridad y elegancia que es la obra de María Moreno.
Patricio Pron por Juan Carlos Comperatore
Llevás más de 20 años fuera del país, tenés una carrera con premios y reconocimiento internacional, ¿te interesa cómo se te lee en Argentina?
Por supuesto. Quizás no me interese en mayor medida que el modo en que se leen mis libros en México, en Noruega, en Italia, en Estados Unidos o en Chile. Pero nací y me formé en Argentina, y, a pesar de todas mis objeciones a cualquier manifestación de nacionalismo, por aparentemente inocua que sea, yo soy de allí y mis libros pertenecen por derecho propio a su literatura; más específicamente, a esa tradición nada menor de la literatura argentina escrita fuera del país por una razón u otra. El modo en que los libros de un escritor son leídos es algo sobre lo que éste no puede ejercer mucha influencia –por suerte, quizás–, pero estoy atento a cómo se leen mis libros en el país y a la forma en que se los apropian de un modo u otro los lectores argentinos; esos lectores –por formación, por pertenecer a un ambiente cultural específico, por compartir algunas experiencias conmigo– son quienes mejor pueden comprenderlos, y los que pueden sacarles el mayor jugo.
Hay un Patricio Pron que construyó su figura autoral en los medios y en el ambiente literario hispanoparlante y mucho más allá, pero hay también una suerte de mito de origen, un comienzo, y ese primer capítulo de tu carrera es en Argentina, en Rosario más precisamente: ¿cómo narrarías esos comienzos?
No los narraría, al menos de momento: el mito –si existe– vive de cierta opacidad y de la falta de explicación. Y además, explicar cómo un adolescente relativamente pobre de un barrio pobre de una ciudad pobre de un país pobre se convenció y consiguió convencer a otros de que podía escribir los libros que él y otros deseaban leer, y que lo haría desde la falta de cierta habilitación y algunas dispensas que suelen otorgarse en la capital de su país –en la que, por otra parte, nunca tuvo ninguna intención de vivir– y desde la aceptación del estatuto permanente del extranjero, del que “vive fuera”... Explicar eso es superior a mis fuerzas.
¿Qué considerás que te dejaron aquellos años de formación en un lugar donde parecía que todo estaba por hacerse?
Posiblemente la convicción de que todo está por ser hecho todavía, lo que incluye la idea y la certeza de que mis mejores libros están por venir, que yo todavía estoy averiguando cómo escribirlos.
El insomnio parece ser patrimonio de los escritores (al comienzo del libro listas una serie de ilustres insomnes: Kafka, Gombrowicz, Duras). Pero también hay escritores, como Joyce, que reclamaban de sus lectores un insomnio ideal. Autor o lector, ¿quién debe estar más despierto?
Va otra pregunta, a modo de respuesta. ¿Qué otra cosa podría ser ese insomnio ideal del que habla Joyce sino la experiencia de leer Ulises y Finnegans Wake, posiblemente los únicos dos libros realmente contemporáneos que existen? La parte soñada y la parte leída son las partes mejores de nuestras vidas, como dijo alguien.
Siguiendo los argumentos y leyendo tus últimos libros se percibe cierto nomadismo y una extraordinaria versatilidad al momento de elegir los temas, ya sea de las novelas o de los cuentos... ¿cómo funciona en tu caso esa “máquina” de inventar historias?
Un autor –cualquiera de ellos, por ejemplo yo– es, en primer lugar, un lector. Y ese lector en ocasiones no encuentra lo que desea leer, ya sea porque no lo ha buscado donde debía hacerlo o porque simplemente nadie le dijo que lo que busca no se encuentra donde lo está buscando; cuando eso sucede, el lector decide –con cierta pretensión, por supuesto, no sin cierta arrogancia– que, como no da con el libro que desea leer, va a tener que escribirlo él. Y se pone a hacerlo si nadie tiene la gentileza de disuadirlo a tiempo; mientras lo escribe, lo lee, por supuesto; y, en ese sentido, es el primer lector de su libro, al tiempo que, en ocasiones, el único que sabe de qué carencias y de qué pulsiones surgió. El autor podría decir, por esa razón, que el libro sólo le pertenece a él; pero a continuación éste es publicado, es leído, es reseñado, comienza a ocupar de algún modo las cabezas y algo parecido a los corazones de algunos lectores y deja de pertenecerle, con lo que el autor pasa a ocuparse de otros asuntos; por ejemplo, se pone a buscar el libro que desea leer en ese momento y vuelve así al –productivo, peligroso, desesperante– punto de partida: si tiene suerte, lo que aprende es que el propósito de escribir libros es habitar a otros y ser habitados por otros, y permanece a la espera de la próxima oportunidad para hacerlo.
31 de agosto, 2022
Traumbuch
Patricio Pron
Delirio, 2022
128 págs.
Crédito de imagen: Lisbeth Salas.