Sin cortar sus tres cortometrajes (uno de los cuales, Les mistons, se encuentra entre lo mejor de su carrera), la filmografía de François Truffaut consta de veintidós películas. Tres de ellas –El niño salvaje, La noche americana, La habitación verde– lo tienen también como actor. Es un grupo significativo: si se hubiera reservado un papel en El hombre que amaba a las mujeres o La historia de Adela H (dejó marcada su ausencia con sendos cameos) habría rubricado con su cuerpo y su voz los cuatro temas sobre los que gira su obra: la infancia, el cine, la muerte y el amor. El cine según François Truffaut, el libro de entrevistas editado por Anne Gillain que acaba de publicar El cuenco de Plata, permite acercarse a la reflexión del director sobre estos temas y acceder a algo cada vez más inusual: el dominio profundo de una materia no mediado por las instituciones formales del conocimiento.
La voz de Truffaut es la de alguien que elaboró sus ideas en el trato cotidiano con aquello que aspiraba a conocer, desde muy joven, eligiendo maestros por fuera de los claustros y padres por fuera de la familia. Lo que sabe del cine proviene fundamentalmente de las revistas y de las salas. De la lectura y el ejercicio precoz de la crítica y de sus días como habitué de la Cinemateca. Dicho en nombres propios: de Bazin y Langlois. Del primero toma su impulso ensayístico. Del segundo, la amplitud de su curiosidad. De los dos, estas convicciones enlazadas: que el cine tiene una importancia estética y cultural todavía no instituida y que hay una batalla para dar en pos de ella. En sus años como crítico, en el movimiento mismo de su prosa, tropezando a veces, como ocurre siempre que alguien se deja guiar por una causa todavía en construcción, Truffaut llegó a unas ideas que supieron ser a la vez iluminadoras y vitales (de ahí también su ferocidad). A los veintiséis años, cuando filma Los 400 golpes, es ya un erudito y puede hablar con soltura sobre distintos aspectos del cine. No sorprende que las entrevistas –que empiezan en 1959, con el éxito de su primer largometraje, y llegan a octubre de 1983, un año antes de su muerte– lo muestren tan preciso, tan lleno de ideas, y que a menudo produzcan la sospecha de que funcionan como extensión de su tarea crítica.
Un breve muestrario. “Es mucho más difícil escuchar el diálogo en un film en colores, al igual que resulta más difícil reír”. “Un film que se parece a un objeto envejece mejor que un film que se parece a una conversación”. “Para que tanta locura sea aceptada hay que ser muy preciso. Para imponer lo arbitrario hay que ser riguroso”. “No se autentifica un flashback por su punto de partida sino por el retorno”. “Para ser rellenada, y bien rellenada, la pantalla debe desconfiar de la luz”. “No basta con decir: 'Te amaba, me amabas...'. Hay que decir: 'Cortabas rebanadas de pan en el fondo del jardín...”. “Nos hace falta la muerte. Incluso si el film es superfluo, necesitamos la muerte”.
Truffaut tiene cosas para decir sobre todo aquello con lo que tuvo trato: el color, la adaptación literaria, la relación entre actuación y música, la puesta en escena de otras épocas (por ejemplo, que un tipo de plano propio del presente borra el efecto de pasado porque le impone su resonancia moderna), las diferencias que existen entre películas que tienen un número par o impar de personajes, la voz en off, el juego entre inverosimilitud y realismo. Basta darles tiempo a sus palabras para que, independientemente de acuerdos o disidencias, el cine gane en grano y aventura; tal vez, finalmente, ciertas ideas nos resulten ajenas, pero luego de entrar en relación con ellas, las propias, si de verdad pasaron la prueba, si no se obligaron a repetir un catecismo, estarán mejor preparadas para tratar con aquello que las inquieta, serán más refinadas y consistentes. Y es que casi no existen ya, en un mundo aplanado por los mandatos de la actualización bibliográfica, reflexiones con tanto poder de sugerencia. Truffaut es siempre preciso. Nunca hay vaguedad en sus explicaciones. Se nota en los textos que lo tienen como entrevistado lo mismo que se nota en los que componen El cine según Hitchcock, en el que cumple el rol de entrevistador: la voz del artesano bien curtido.
No sorprende que un libro dedicado a Truffaut deje entrever una historia. Entre su célebre “Una cierta tendencia del cine francés”, el manifiesto de 1954 en el que ajusta cuentas con lo que llamaba la tradición de la calidad, y el modo en que habla sobre sus propias películas hay una continuidad de ideas (un cine-vida opuesto a un cine-consejo de administración, fundamentalmente) pero también una discontinuidad de tono que termina por afectar a las ideas. La clave es el cine francés moderno, al que Truffaut contribuyó con textos y películas y con el cual prefirió mantener un vínculo de baja intensidad, mediado por la narración. Al comienzo fue nuevo (nouvelle). Después, se preocupó más por las raíces. Las cuidó, se alejó en ocasiones, volvió siempre. Si Godard en El desprecio reconoce que no puede lo que sus padres pudieron, a partir de determinado momento (pero es imposible establecerlo sin que haya que ir hacia atrás o hacia adelante) Truffaut parece filmar como si dijera: yo quiero seguir pudiendo, yo no dejo de poder. Por eso, quizás, el límite al que decidió ofrecer su cine y el riesgo que no quiso evitar: el trato a veces espurio con cierta zona media. Por eso, seguramente, la reiteración en las entrevistas de sus nombres sagrados: Hitchcock, Lubitsch, Hawks, directores a los que comprendió con hondura y a los que nunca alcanzó como cineasta. Por eso, sin dudas, la insistencia en definirse como un director de continuidad, no de ruptura. O como él mismo dice: un director de acuerdos (pero no de concesiones). Ya en 1961, para sorpresa o escándalo de su entrevistador (“¿Está usted bromeando?”), sostiene: “Mis films son espectáculos de circo, los desearía como tales”. A partir de los años 70 este recurso al espectáculo se vuelve cada vez más común. “Mucha gente le tiene miedo al melodrama. Yo no” (1974). “Quiero simplemente contar una historia” (1977). “No tengo tiempo para las teorías modernas de anti-identificación” (1979). “Es como si hiciera novelas del siglo XIX” (1981). “Considero al cine un arte clásico“ (1983).
De contribuir a una cierta modernidad del cine a defender su clasicismo. De Los 400 golpes a Confidencialmente tuya (“un film de sábado a la noche concebido para provocar placer”). Quien quiera llamar a esta historia Restauración o Reblandecimiento, y contentarse con la facilidad que regala la comparación con Godard, que siguió el camino contrario, está en su derecho. Quien considere que películas como La sirena del Mississippi, La historia de Adela H o La habitación verde no son unas entre otras, y que son ellas –su fortaleza, su convicción– las que legitiman las ideas de Truffaut, y no al revés, podrá llamarla Persistencia del clasicismo (europeo). De encontrarse, uno y otro podrán discutir con más o menos dureza y agregar otra cuenta a un rosario que mide su edad en siglos.
1 de octubre, 2025
El cine según François Truffaut
François Truffaut
Textos reunidos por Anne Gillain
Traducción de Javier Gorrais
El cuenco de plata, 2025
400 págs.