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Epifanías

James Joyce


Juan F. Comperatore


Pocos textos han sido tan malinterpretados como las llamadas “epifanías” de James Joyce, esas breves iluminaciones desperdigadas en sus cuadernos juveniles como fragmentos de una teología perdida. Durante décadas, la crítica –en su modo más escolar– las ha celebrado como ejercicios preparatorios, borra dores del gran estilo que eclosionará en Dublineses, Retrato del artista adolescente o Ulises. Pero esa lectura, aunque útil para tesis de posgrado, comete el error de subordinar la visión a la técnica, el brote lírico a la arquitectura novelística. Joyce, incluso en estos apuntes menores, escribe con la intensidad de quien sabe que toda experiencia es ya interpretación.

La noción misma de epifanía que acuña Joyce no tiene nada de religiosa, pero tampoco es enteramente estética. Es, más bien, un tropiezo del sentido común por donde se cuela lo inesperado. Por eso se trata menos de un momento de claridad que de extrañamiento. No es el afán de Blake (“Ver el mundo en un grano de arena”) lo que busca el joven Joyce. Él busca ver, en un gesto torpe, en una frase mal dicha, en la caída de un sombrero, el horror del lenguaje cuando fracasa en contener el mundo. En este sentido, sus epifanías no son experiencias de revelación, sino pequeñas tragedias formales: textos que muestran cómo lo real se escurre incluso en el momento en que parece capturado.

Si hubiera que nombrar una tradición en la que inscribir estos textos, no sería la del cuento breve, ni la del diario íntimo, ni siquiera la del aforismo. Joyce, precoz heredero de Shakespeare más que de Wilde, escribe como si cada gesto mínimo pudiera volverse escena, como si cada incidente anodino escondiera un Lear en miniatura. El joven que observa a su tía perder el hilo de una conversación trivial no asiste al espectáculo de una vejez decadente; asiste a una disolución del sujeto. La frase inacabada, la risa fuera de lugar, el silencio prolongado: cada uno de esos detalles, recogidos por Joyce con la precisión de un anatomista, delata un desajuste entre el yo y su máscara.

Por supuesto, estas miniaturas no son homogéneas. Algunas caen en el esbozo, otras rozan la caricatura. Pero incluso en sus momentos más débiles, Joyce deja entrever una intuición que lo separa de sus contemporáneos: que la conciencia no se expresa, sino que tropieza con lo real. Lo que piensan, sienten o desean los personajes importa menos que los errores con los que lo expresan. La epifanía, entonces, no es iluminación sino evidencia del malentendido. En esto, Joyce se adelanta no solo a Beckett, sino también a Wittgenstein. Porque cada uno de estos textos puede leerse como una prueba más del hecho de que el lenguaje no puede, no debe, decirlo todo.

Un niño que le pregunta a su padre si los protestantes son caníbales. Un hombre que cae por una escalera mientras intenta citar a Dante. Una mujer que se ofende porque no entiende una palabra y prefiere asumir que se trata de un insulto. No hay herejía ni provocación en estos cuadros. Hay, simplemente, un desajuste radical entre los sujetos y el lenguaje. Joyce los observa sin crueldad, pero también sin consuelo. Nadie sabe decir lo que quiere decir. Y esa impotencia, repetida en escena tras escena, conforma un compendio del equívoco.

La singularidad de estas viñetas es que no buscan el destello, sino la opacidad. Una mujer que olvida una palabra en medio de una frase, un adolescente que malinterpreta una mirada, un amigo que no entiende una broma y se ofende. Joyce registra esos momentos no para mostrar la ruptura de una supuesta armonía, sino para señalar que nunca la hubo. Lejos de ser instantes de iluminación redentora, estos fragmentos –dispersos en Dublineses, reformulados en Retrato del artista adolescente, desbordados en Ulises– marcan puntos de detención en la experiencia, donde un gesto trivial o una sensación ambigua adquieren un peso desproporcionado y enigmático.

Ahora bien, sería un error leer estos textos como simples ejercicios de estilo o fragmentos preparatorios. Porque lo que asoma en ellos es, precisamente, lo que Joyce nunca abandonará: la escucha atenta del habla vivida. En estos apuntes, el lenguaje no se presenta como material para moldear, sino como algo ya moldeado por la torpeza, por el error, por la confusión. Una mujer ríe en el momento menos oportuno. Un hombre repite una frase que no entiende. Un adolescente calla cuando se espera que hable. Son pequeñas escenas de desajuste. A través de ellas, Joyce modela una suerte de política de la atención: mirar lo que no importa, escuchar lo que no se dijo, captar el temblor de lo mal formulado. Así, las epifanías no solo atraviesan su obra: son el principio mismo de su escritura. Una literatura nacida del instante en que el mundo deja de encajar.

Joyce se asoma aquí, en estas páginas menores, como un heresiarca tímido. No formula aún la herejía que lo hará célebre, pero ya la intuye: que el lenguaje no es un instrumento de claridad, sino un campo de batalla. Y que en ese campo, más que revelarse, uno se pierde. Porque a veces escribir no es iluminar nada, sino aprender a moverse a ciegas.

7 de mayo, 2025

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Epifanías
James Joyce
Prólogo y notas de Carlos Gamerro
Traducción de Marcelo Zabaloy
Interzona, 2024
128 págs.


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