Al triunvirato indiscutible del modernismo –Pound, Eliot, Williams– hay que sumar el nombre de Wallace Stevens. Menos leído que los otros, en especial en esta región del continente, elaboró una obra sólida, cambiante, en permanente búsqueda formal. Cerebral como ellos, más musical que la mayoría, publicó en vida pocos libros gruesos (seis de versos, uno de ensayos). Menos provenzal que Pound, menos rupturista que el primer Eliot, menos económico que Williams, Stevens creó su propia cepa: combinó elementos del simbolismo tardío de Mallarmé y Valéry, el esteticismo inglés y el romanticismo de Coleridge y Wordsworth. Para situarlo es necesario establecer la distancia temporal que nos separa de él. Una comparación puede ser útil: Stevens y Borges publican su primer libro en 1923. El primero ya era un hombre maduro, de cuarenta y cuatro años, mientras que el otro tenía apenas veintitrés. Stevens trabajó muchos años como abogado en una compañía de seguros en Hartford, Connecticut, de la que luego llegó a ser vicepresidente. Todas las biografías destacan su relación con ese empleo sedentario y del todo escindido de su obra como algo determinante: el poeta no tuvo una vida de artista, sino una tranquila vida burguesa de suburbio. Al morir Stevens, en 1955, Borges aún usaba anteojos.
“An Ordinary Evening in New Haven” es apenas uno de los muchos poemas incluidos originalmente en el extenso The Auroras of Autumn (1950). Compuesto por treinta y un partes de seis tercetos cada una, la estructura recuerda inevitablemente a la Comedia. El autor es capaz de combinar esa rigidez vertebral con la soltura y la expansión del verso, resultando en su poema más libre hasta entonces. Para 1949, Stevens ya había dejado atrás los juegos y asociaciones del nonsense presentes en Harmonium (1923), así como el ritmo semirregular basado en acentos yámbicos de The Man with the Blue Guitar (1937). Sin una clausura formal ni fórmulas heredadas, los versos de Un atardecer cualquiera en New Haven articulan un ritmo propio, impredecible, en un derrotero sintáctico sinuoso y un tono directamente meditativo, sin sacrificar sonoridad. La edición bilingüe –el único modo sensato de publicar a ciertos poetas– deja ver la gran dificultad del trabajo de Gervasio Fierro, quien ya había traducido una selección del primer libro de Stevens en Del modo de dirigirse a las nubes y otros poemas (Serapis, 2021). “Un cambio de estilo es un cambio de tema”, escribió Stevens en sus cuadernos póstumos. En su correspondencia, se refiere a la escritura de Un atardecer... como un intento de acercarse “a lo ordinario, al lugar común y lo feo” (de ahí el adjetivo del título). No apunta al feísmo sino a capturar la “llana realidad” (plain reality), con la intención de “purgarse de todo aquello que sea falso”. ¿Y qué es lo falso para Stevens? La retórica vacía. Leemos: “Buscamos/ el poema de la pura realidad, limpio/ de tropo o desviación”.
Se suele decir que este poema es una especie de caminata por la ciudad, pero el texto no ofrece nada parecido al flâneur ni a otras figuraciones del caminante. La experiencia con el entorno urbano no es visual ni anecdótica, sino que cada poema ofrece el intercambio entre la realidad y el interior mental: hay más monólogo interno que paisaje; la ciudad es más un espacio conceptual que un objeto de contemplación. La subjetividad en el poema es apenas un dispositivo que permite la expresión (no expresiva), una perspectiva que registra el mundo, un determinado tono en la voz. “La poesía no es personal”, dejó escrito. No hay caminante pues –eso nace de forzar al texto la anécdota demasiado repetida de que Stevens componía sus poemas mientras caminaba al trabajo–; la verdadera protagonista es la mente de un yo sin biografía.
Son varios los elementos que intervienen en la relación observador/objeto, y distintas corrientes poéticas han privilegiado distintos componentes de esa sintaxis. Stevens se diferencia de otros poetas “de las cosas”, como Francis Ponge, en tanto el poema es entendido como “parte de la res misma y no su comentario”. Lo que le interesa no se limita al objeto, ni siquiera al acto de percepción, sino que abarca los procesos que estos desencadenan en la mente del observador. Esa creación mental, abstracta y efímera, no es, dirá, menos real que la cosa misma. Y ese ámbito, la “imaginación”, no solo constituye el espacio preferencial de su sistema, sino el principal medio epistemológico para acceder al mundo. Lejos del materialismo que pudo haber marcado a los poetas post Williams, la realidad fáctica le era indiferente. Alta y quizás involuntariamente influido por el idealismo alemán, Stevens entendía “la realidad como algo visto por la mente// no aquello que es, sino aquello que es aprehendido”. El poema no se limita a dar cuenta de una la percepción, sino que elabora su fenomenología. Es esperable que un escritor inclinado a la abstracción haga foco en la experiencia y no en la materia. Cuestiones de cosmovisión, de temperamento.
20 de agosto, 2025
Un atardecer cualquiera en New Haven
Wallace Stevens
Traducción y prólogo Gervasio Fierro
Serapis, 2025
76 págs.