En 1957, cuando ya se habían editado con éxito dos de sus novelas –Bajo la red y El vuelo encantador–, Iris Murdoch publicó el único relato de su carrera literaria, trazada sobre la base de una veintena de novelas y escritos filosóficos que la situaron como una de las autoras en lengua inglesa más relevantes del siglo XX. De alguna manera ese relato único, Algo del otro mundo, se las ingenia para sostener la relevancia de Murdoch en el presente: a partir de una exquisita estructura conversacional, este relato recupera la existencia de una clase de amor que ha atravesado las generaciones. Algo del otro mundo es un extenso cuento o una novela río acerca de ese amor que no puede comprenderse desde palabras reconocibles. Un sentir que, acaso, podría visibilizarse bajo la forma de los amantes que cruzan miradas, aquellos se sólo necesitan hablarse en voz baja. El amor de los susurros.
“No es esta una historia de enredos sentimentales, flirteos, complejos unívocos, infidelidades y rupturas amorosas (...); Murdock, a pesar de su brevedad y su estilo ágil, expresa mucho más de lo aparente en una primera lectura”, escribe Pilar Adón en el posfacio del relato, y esa afirmación cae en el final del libro con un peso contundente. La historia de Yvonne Geary es, en efecto, la narración de un episodio crucial en la vida de una joven irlandesa: la decisión de quedarse con alguien. O con algo. El impulso de decir “sí” e ingresar en la vida regular de las mujeres casadas. Pero lo que Murdoch pone en discusión no es ese devaneo doméstico. Hay una trama simple, pero las poderosas ideas de la autora la trascienden. Desde los años 50, Algo del otro mundo trae al presente un vacío humano que parece no haber cesado en el tiempo: la imposibilidad que experimentan las personas cuando se enfrentan a una visión particular, la de una pareja que sabe comunicarse en el gesto, en el susurro. En el corazón de esta novela, Yvonne deambula por una cantina subterránea de Dublín junto a Sam, el hombre con el que debería casarse. Todos hablan en voz muy baja. Yvonne observa a unas cuantas parejas “dispersas por la sala, todas ellas muy acurrucadas aprovechando lo tenue de la iluminación, hablándose en susurros”. Pero ella se desprende de la mano de Sam cuando él intenta tocarla. Ese amor que acaba de ver con sus propios ojos, el de las voces apagadas: es ese el amor que ella no tiene. Hay una epifanía de la que Yvonne no va a volver, más allá de las decisiones que pueda tomar a futuro. El amor de los secreteos está en su retina. Pero Yvonne no podrá nunca bajar el tono. Y ese gesto sitúa a esta pequeña novela en un tiempo sin tiempo. Porque esa epifanía no reconoce generaciones. Se cuela en el arte de las décadas pasadas y las actuales. Podemos encontrarla, por ejemplo, en la mirada de Frances –la heroína de la película Frances Ha, de Noah Baumbach–, en aquella célebre escena en la que la joven intenta explicar qué es lo que espera de una hipotética relación con alguien: “Es esa cosa –dice–. El momento en que estás con alguien y lo quieres y él lo sabe y te quiere y lo sabes. Pero hay una fiesta y están cada uno hablando con otras personas y se están divirtiendo y miran al otro lado de la sala y cruzan las miradas, pero no porque sean posesivos ni tampoco por algo sexual, sino porque están hechos el uno para el otro. Esa es tu persona en esta vida. Y es divertido y es triste a la vez pero sólo porque esta vida terminará y ese mundo secreto que crearon entre los dos y que sólo ustedes conocen y que nadie más ve, se terminará. Es como cuando dicen que existen otras dimensiones y que esas dimensiones están por todos lados, pero no podemos percibirlas. Eso. Eso es lo que yo busco en una relación”. De modo que poco importa si esa imagen aparece en una pequeña novela de los años pasados o en una película indie del siglo XXI. Ese vacío atraviesa a las personas una vez que han visto a dos amantes decirse cosas al oído o, simplemente, mirarse, reconocerse, encontrarse.
Ignacio Echevarría –apasionado lector de Murdoch– ha señalado que en la obra de la autora se entretejen conceptos filosóficos como “la verdad, la bondad, el bien, la libertad, el amor de los otros”. Algo del otro mundo aparece así como una pieza de una vital condensación en la carrera de Murdoch: a cada momento, las nociones de bien y las ideas de libertad arriban a las orillas de ese relato que, con contundencia, pone el foco en ese “amor de los otros”. Esa firmeza de Murdoch emerge también desde la estructura dialogal, que es otra de las marcas de su obra. Explica Echevarría que en ese modo de narrar teatralizado subyace una mirada: Murdoch entiende el mundo como un escenario. Quizás como Kafka, de cuya obra se desprende también esa concepción del teatro del espacio que habitamos. La escena es, para ambos, el lugar donde nos espera el destino trágico. Hay, sin embargo, una diferencia sutil. Mientras para Kafka el universo se enrarece y las tragedias adquieren rasgos tensamente encriptados, lo trágico en Murdoch pertenece a un orden distinto. Se escribe no a partir extrañezas sino en la destreza cristalina de los diálogos. Es esta una autora que no necesita encriptar ni oscurecer la escritura para hablar de los destinos a los que estamos condenados. En Algo del otro mundo, sin ir más lejos, lo trágico no está en la aparición de situaciones espeluznantes o de personajes extraordinarios. La tragedia es la de aquellas personas que han sido testigos de ese amor de los susurros y que, aunque esa voz tenue no vaya a llegar nunca a sus oídos, ellas y ellos tienen que seguir viviendo: esperar a que llegue la noche, acostarse en sus camas, hundir las caras en las almohadas, apagar la luz, conciliar el sueño.
26 de marzo, 2025
Algo del otro mundo
Iris Murdoch
Traducción y posfacio de Pilar Adón
Impedimenta, 2024
80 págs.