Las primeras páginas no podrían ser más grises. Hundido en una descripción casi catastral de la ciudad galesa de Llamberis, Al Alvarez acopia adjetivos como "deprimente", "poco tentador" y "terrible" con un énfasis que hace pensar en un programa por la negativa, la señalización tácita de un afuera que se reserva el encanto que la palabra todavía desconoce. Cerca de Llamberis está Snowdon, el pico más elevado de Gales y meca de montañistas de variada procedencia, el autor incluido. La montaña es el escenario, el único paisaje que importa, pero para acceder a él primero hay que desandar la aridez del llano.
Así y todo, estamos frente a uno de los libros más directos de Alvarez. No hay en él hibridación entre ensayo, investigación y autobiografía; tampoco se percibe, como ocurre en el maravilloso En el estanque, el proyecto sibilino de ocultar metáforas y símbolos bajo capas de registros cotidianos. Lo que se encuentra en Alimentar a la bestia ─título que el traductor Juan Nadalini eligió para reemplazar al más expresivo, y menos inteligible, Feeding the rat─ es simplemente lo que aparece en la página: una muestra ortodoxa de la mejor crónica periodística, el ejercicio consumado de un maestro en el arte de ver y contar. La historia de alpinistas que Alvarez despliega en esta ocasión podrá no venir a hombros de la forma bastarda y oscilante que electriza El dios salvaje, por mencionar otro hito en su obra, pero nadie negará que se trata de una proeza de tono y sobre todo de enfoque.
Como en los buenos libros del género, todo gira alrededor de un personaje. Mo Anthoine es a la vez sujeto y prisma de aquello que Alvarez quiere decir acerca del alpinismo, una disciplina que en las últimas décadas sufrió la transformación inevitable que el capitalismo impone a toda práctica humana: de ser una pulsión libre, poblada de códigos y propósitos esotéricos, ha pasado a integrar una larga cadena que involucra compromisos con sponsors, contratos con marcas de indumentaria, presentaciones de libros, giras mediáticas, veneración del récord y sensacionalismo forzoso. Anthoine se mantiene ajeno a ese ruido, no lo necesita, no se siente obligado a denunciarlo ni a luchar contra él. Podrá no ser el mejor escalador del mundo, no habrá pisado las cimas más importantes ni lo veremos terciar en documentales épicos del estilo Free solo, pero sabe algo infinitamente más precioso: que no hay, no puede haber, una razón utilitaria para desafiar de semejante manera el cuerpo y la mente. Trepar una montaña difícil carece de un sentido último a nivel material. Mientras que el para qué es insustentable, una necedad de la época, el porqué ─asociado a aquello que se vislumbra en el título─ es tan arcano como imposible de ignorar. Anthoine escala para saciar lo que nunca podrá entender con palabras. Ni siquiera conceptualiza la adicción que lo empuja a la experiencia inhóspita. Se trata de un ascenso secreto en todas sus aristas, y él es sólo una arista más.
Aunque el centro no puede ser alcanzado por la razón ─o quizás justamente por eso, porque el centro es una quimera y el verdadero semblante de la bestia jamás será desenmascarado─, Alvarez describe a un Anthoine que sí aplica la lógica en todo lo demás. Buena parte del libro está dedicada a lo que hace cuando no está escalando: diseñar indumentaria para montañistas, mejorar los equipos, hacerlos más eficientes y seguros. Es evidente la intención de Alvarez de subvertir el éxtasis remanido que suele adosarse a la literatura de los deportes extremos. Ya está bien de inyectar adrenalina, parece decir con su prosa. Basta de difundir la pretensión vicaria e infantil de que la lectura nos ubica en el núcleo mismo del peligro. Mostremos mejor cómo un experto en la materia distribuye esa adrenalina en tareas concatenadas, cómo la destila para volverla combustible en caso de que la situación se complique.
Para Anthoine, escalar de verdad es cuidarse y cuidar al otro. Si bien hay todo un capítulo destinado a una expedición que casi termina en tragedia ─y donde no falta la cámara lenta para narrar roturas de tobillos y perforaciones de órganos─, Alvarez consagra tantas o más páginas a pormenorizar un ascenso de complejidad media en la que no hubo incidentes. En esta última escena lo que aflora es la experiencia compartida, la faena en grupo, la puesta en vertical de una amistad sin cláusulas. Eso que ciertos hombres y ciertas mujeres hacen al aire libre, allá arriba, mientras dan de comer a la rata que llevan adentro.
8 de septiembre, 2021
Alimentar a la bestia
Al Alvarez
Traducción de Juan Nadalini
Libros del Asteroide, 2021
155 págs.