"No quiero encantarte con narraciones: sólo quiero hablarte y que me escuches como si fuera música, una música pobre y ardiente", se lee en una de las cartas que componen Amado Señor. La afirmación hace referencia a una motivación cierta de este libro. Según cuenta el propio Katchadjian, luego de una seguidilla de libros pródigos en peripecias, se sentía provisoriamente cansado de narrar o, más precisamente, de tener que seducir al lector a través de narraciones. Se propuso entonces crear un artefacto que le permitiera poner en pausa ese impulso, pero que redundara en un texto dotado de tanta o más intensidad expresiva que los anteriores. El resultado es este libro, un prodigio inclasificable con el que su autor refrenda su relevancia y excepcionalidad en el campo diverso y desigual de la literatura argentina.
Pablo Katchadjian es un escritor que tiene buenas ideas, y lo dejó en claro desde el principio, a través de sus operaciones conceptuales sobre dos monumentos de la literatura argentina. Engordó "El aleph" de Borges y ordenó alfabéticamente los versos del Martín Fierro. En ambos casos, mediante operaciones tan lúcidas como sintéticas, logró que se amplificara la perspectiva sobre esos textos (ya extenuados por la acumulación de lecturas) y, lo que es aún más importante, los abrió a una nueva e inesperada productividad. Siguiendo este modelo, proyectó y ejecutó sus libros siguientes a partir de buenas ideas que operan en principio a nivel estructural. Antes que de ideas argumentales o delimitaciones temáticas, Katchadjian se ocupa de pergeñar dispositivos textuales capaces de liberar la potencia vacante en el lenguaje. A diferencia de ciertas corrientes vanguardistas, el procedimiento en su caso no es un fin sino un medio, que sólo se justifica a través de lo que genera.
Las buenas ideas de Katchadjian, entonces, se miden por su productividad y por su capacidad de provocar un diferencial de intensidad expresiva, como es el caso de la que gobierna a este Amado Señor. Obviando toda demarcación genérica ("quería escribir un libro sin género", declaró), el libro se propone como una serie de cartas que, si nos atenemos a lo que connota el "Señor" del título, parecieran en principio estar dirigidas a dios, o a una cierta idea de dios que ha construido quien escribe esas cartas. Nada en el texto confirma de manera definitiva esta opción, y aunque en varias oportunidades se juega a aludirla, en adelante más bien se opera disgregando esta posibilidad, que de todos modos permanece afantasmada, agregando su cuota de opacidad.
Digamos, mejor, que esta serie de cartas están dirigidas a un ente indefinido: una inexistencia de múltiples nombres que es una suerte de vacío maleable que se adapta incluso a lo indeterminado. El narrador le habla a través de la escritura, y al hablarle lo crea, a la vez que es creado por esa inexistencia que lo escucha. Normalmente suele hablarle de manera indirecta, a través de narraciones, pero esta vez, para descansar precisamente de las narraciones, ha elegido hablarle de manera directa. Hablarle y ser escuchado es motivo de múltiples reflexiones y, con correr de las páginas, se va constituyendo en el tópico más recurrente en estas cartas. Tópico que por cierto tiene su especificidad: para el narrador, "hablarle y que lo escuche" ocurre sólo cuando en la escritura "pasa lo que tiene que pasar", y este pareciera ser el centro esquivo de este libro sin centro.
La cuestión que está en juego entonces es la de la escritura, pero asumida en tanto "misterio", acaso equivalente al misterio de la divinidad. Katchadjian explora y expone a través de este libro su íntima y particular relación con la escritura, adentrándose en su carácter misterioso: "¿Qué es esto que hago?, ¿qué significa y supone el impulso de escribir?, ¿por qué y para qué escribo?, ¿qué es lo que pasa (me pasa) en el proceso de escritura?", se pregunta de manera implícita. Pero en lugar de intentar responder, apela a la mediación disociativa de ese ente indefinido, que con su sola presencia (¿o acaso debería decir "ausencia"?) desvía y deforma esas preguntas, trasmutando las posibles respuestas en sugestivas estampas de variada invención.
Así, en el devenir de las sucesivas cartas, se va articulando una manera de pensar en la que no está del todo claro cuál es la materia sobre la que se piensa, en la que nada pasa ni se afirma de manera definitiva y en la que prima la productividad del desentendimiento. "A mí me interesa lo que no sé qué es, lo que no entiendo. O peor, me interesa lo que no se puede entender. Y a veces, peor, transformar lo que me parece que entiendo en algo que no entiendo para darme cuenta de que no lo entendía", dice Katchadjian en una nota reciente para Télam, en la que señala, además, que este libro se referencia en los textos místicos y en la tradición del absurdo. Ambos coinciden, dice, "en armar un centro de no conocimiento, de lo que no se puede saber, y lo rodean de miles de maneras". Y este precisamente es el modo en el que funciona Amado Señor.
Ese "centro de no conocimiento" se arma en este libro a partir de la premisa de hablarle a lo que no se sabe qué o quién es. Luego esa incertidumbre se transfiere al resto, dando lugar a una deriva en la que todo pareciera tener lugar: alusiones autobiográficas, reflexiones, invenciones, minúsculas narraciones, teorías eventuales y demás textualidades de la especulación. Todo es literal y metafórico a la vez, y en los parpadeos de esta indecisión destella el misterio, siempre ocultando más de lo que muestra. Afloran por momentos pequeños relatos que remiten al pasado del narrador, a la historia de su familia y a sus ancestros gitanos y, sobre el final del libro, cobran cuerpo incluso algunas historias minúsculas. El conjunto redunda en una proliferación de sentidos opacos, que se multiplican, trasmutan y expanden mediante el dispositivo de cambio de nombres. El "Señor" de las primeras cartas deriva en otros nombres cuando el narrador descubre que eso a lo que le habla refiere en realidad a todo lo existente. Los nombres que adopta surgen por lo general de la carta precedente. Si una carta refiere sobre el final a "lo irreconocible", la siguiente pasa a estar dirigida a "Amado Irreconocible", obligando al narrador a incorporar de algún modo el concepto "irreconocible" a su discurso. El procedimiento, en tanto incorpora una mecánica que tuerce la intención, propicia una dinámica de continuación y desvío en la que se fragua la gracia de lo impredecible. Por último, cabe señalar que todo este andamiaje está sostenido por una escritura límpida, de frases precisas, calibrada en una tonalidad que se adecua a la perfección a lo que proponen estas cartas.
De manera indistinta, este libro puede ser considerado un ejercicio espiritual, una fábula epistolar, una confesión desviada, una novelita antifilosófica, una serie de cartas dirigidas a la inexistencia de dios y un tratado indescifrable acerca de la escritura. Pero en realidad no es nada de eso. Se trata de algo tan inaprensible y cautivante como el corazón del misterio que explora, y en eso, precisamente, radica su carácter cuasi milagroso.
21 de octubre, 2020
Amado señor
Pablo Katchadjian
Blatt & Ríos, 2020
172 págs.