1.
Segunda mitad de los noventa, Feria del Libro. En ese entonces yo todavía no vivía en Buenos Aires y como mi cumpleaños cae más o menos en esa fecha, me venía a comprar libros y a dar vueltas por los pasillos de la Rural hasta que me mareaba. Paraba en un hotelcito de Callao casi Corrientes, un solo piso infinito, y apilaba libros en la cama para hacer trinchera. En uno de esos años uno de mis propósitos fue buscar libros de Marcelo Cohen. Había leído en Página/12 una entrevista, si mal no recuerdo por la salida de El testamento de O'Jaral, y desde ese momento y para siempre, me había quedado la sensación de que lo que decía era cierto en un nivel poco frecuentado: no era provocador, era amable; no tenía la prepotencia de lo original, tenía la afable camaradería de lo curioso.
Ahí fuimos, entonces, por los pasillos de la Feria.
“¿Marcelo Cohen?”, me preguntó el décimo octavo vendedor. Era en el stand de la librería Prometeo, casi seguro. El tipo me miró con cierta desconfianza. Me preguntó qué estaba buscando. Yo le dije que Insomnio, porque siempre tuve debilidad por esa palabra, supongo que porque duermo bien. El vendedor me seguía mirando con desconfianza porque no era un vendedor: era un librero. Y sin dejar de desconfiar me dijo “Seguime”. Dimos vueltas por la feria mientras desgajaba su fascinación por El oído absoluto y por El fin de lo mismo. Yo escuchaba, tomaba nota. Fuimos a otro stand, uno de esos que siempre parecen listos para ser desarmados, con pilas desordenadas por todas partes. Se agachó y me señaló debajo de una de las mesas. Ahí, junto a una pila de revistas de decoración, había seis ejemplares de la edición de Insomnio hecha por Paradiso. El librero se fue, triunfante, dejándome en el umbral del descubrimiento. Había algo iniciático ahí. Porque creo que eso es lo que provocan los textos de Marcelo Cohen. La sensación de que uno se está iniciando en algo. ¿No es eso lo que hacen, lo que esperamos de los buenos libros? Nos exigen, nos desacomodan. Leer a Cohen siempre ha sido para mí quebrar el ritmo del pensamiento, cambiar el paso. Recordar que la sintaxis es el sistema nervioso del espíritu.
2.
Salto a la pandemia, veintitantos de años más adelante. Primeros meses de 2020, guardados en casa, momento ideal para encarar la lectura postergada de Donde yo no estaba. Mandarinas y sol de otoño en la terraza, silencio inaudito en la ciudad. Y mientras tanto el Delta Panorámico a pleno: la Democracia gentil, la Panconciencia, el Dios solo, El Pensar. ¿Desde dónde leer a Cohen? ¿Desde las coordenadas de una ciencia ficción tercermundista y dislocada, desde un absurdo empático o desde la potencia poética y experimental de su escritura? Desde todas esas perspectivas, creo. Donde yo no estaba no es una obra que habla de algún futuro posible, sino que es una obra que viene del futuro. Su matriz es profundamente realista, la puesta en abismo de una civilización, sus consistencias y sus inconsistencias, sus trascendencias pero, sobre todo, sus intrascendencias, porque creo que Cohen es uno de los humanistas más honestos y lúcidos que hemos tenidos por estos lados: en nuestras materialidades vanas y efímeras él encuentra las claves poéticas para que algo tenga sentido al menos por un instante.
No sé cuántas mandarinas fueron, perdí la cuenta.
Solo sé que en su más de setecientas páginas apretadas, la historia de Aliano D'Evanderey es muchas cosas al mismo tiempo, pero sobre todo es una novela de aventuras. Un hombre común, un mayorista de lencería femenina, aboga a través de la escritura de un diario íntimo por un adelgazamiento del ser para luego abandonar sus rutinas e iniciar una fuga ayudando a otros. En este punto de partida, en esa vocación aventurera, pienso ahora, hay dos claves cohenianas. Porque esa escritura para adelgazar el ser, ¿no es la misma escritura de Cohen, a contramano de las lógicas imperantes en el mercado literario que anteponen la figura de un escritor por delante de su obra? Cohen, en sus textos sustanciosos y estrafalarios, parece escribir para deshacerse, para llegar a la invisibilidad, para que no podamos encontrarlo, y casi podríamos decir que lo logra. Si hay algo que lo traiciona, es la segunda clave. Su literatura es una fuga que nos convoca y nos compromete, que nos permite entendernos en el disloque, en un estrabismo existencial que desenfoca las certezas violentas que nos condicionan. Cohen es, finalmente, el anfitrión de una fiesta interminable en la que todos podemos bailar mal.
20 de diciembre, 2023