Descubrí la escritura de William Burroughs gracias a las traducciones de Marcelo Cohen. Esto sucedió en el verano de 2002 y lo sé bien porque recuerdo que hacía mucho calor en Madrid, tenía insomnio crónico y pasaba las noches traduciendo mi primer encargo profesional en el oficio (un libro tan erudito como anodino sobre el cine de Hitchcock). Me despertaba todos los días entre las dos y las tres de la tarde, me tomaba un par de cafés, comía cualquier cosa y salía a dar una vuelta por el barrio hasta que llegaba la hora de volver al escritorio. Era plena época mundialera y como el torneo se estaba haciendo en Corea y Japón los horarios de los partidos eran más raros que los míos. Para la hora en que salía a dar mi paseo, la electricidad que inunda el aire cuando se está jugando un Mundial ya había desaparecido casi por completo de las calles y en los bares de Lavapiés solo quedaba un ánimo espumoso alrededor de la televisión donde se emitían las repeticiones en cámara lenta. Así fue hasta que Senegal le ganó a Francia y entonces todo el barrio estalló en una especie de cumbre del pan-africanismo, con tambores y bailes y gente sudorosa abrazándose por las calles. Atolondrado por los rigores de mi primera chamba como traductor, yo también me dejé tragar por la fiesta, abracé a mis vecinos y bailé, consumí diversas sustancias y en medio de tanto brinco acabé tropezando con una montañita de libros abandonada al pie de un contenedor de basura. Algunos volúmenes en muy mal estado, otros no tanto y allí en medio de novelitas románticas y manuales para dejar de fumar, aparecieron esos Burroughs junto a otros libros editados por Minotauro. La máquina blanda. El tiquete que explotó. Durante las siguientes tres tardes, sentado en la barra del Bar Mariano, plaza de Tirso de Molina, leí y releí esos libros con la certeza de haberlo entendido todo sin haber entendido un carajo. Traducción de Marcelo Cohen. ¿Y en qué idioma estaban traducidos esos libros? O mejor, ¿de qué lengua a qué lengua? Ya había leído en inglés, con algo de aburrimiento y decepción, El almuerzo desnudo, así que esa era la primera vez que realmente lograba entrar al mundo de Burroughs. No en el original, en una traducción. ¡Y qué traducción! Porque eso definitivamente no estaba escrito en la neolengua de la industria editorial ibérica, allí no había ni rastro del engendro nacional-católico que los editores de los grandes sellos habían convertido en la jerga oficial de la autenticidad castiza. Es difícil resumir aquí las capas y capas históricas, ideológicas, que todavía empantanan la relación que los españoles tienen con su propia lengua (no hablemos ya de las otras lenguas que se hablan en la península). Pero sin duda, los que pagamos los platos rotos de aquel trauma fuimos los otros hablantes del español, es decir, la gran mayoría, nacidos al otro lado del Atlántico, obligados a soportar el monopolio de esas traducciones que sonaban a merienda de guardias civiles. En las versiones kamikaze de Cohen, sin embargo, había otro sonido, una música que iba encontrando las zonas más dúctiles del fraseo para naturalizar armónicos, disonancias, amplios territorios agramaticales. Una cosa dificilísima de hacer, un acto de virtuosismo, pero que en ningún momento se sentía forzoso o impostado. El lenguaje con el que estaba construida la página era puro metal pero cada frase salía volando como un avioncito de papel. El joven e inexperto traductor acababa de encontrar a su sensei, a su señor Miyagi. O en todo caso, a partir de entonces todo lo que viniera con la rúbrica de Marcelo Cohen era consumido en mi casa con entusiasmo o al menos con curiosidad e interés. Así fueron desfilando sus traducciones de Jane Austen, Marlowe, Lispector, Machado de Assis y, otro de mis favoritos, Ballard. Qué liberación era dar con sus traducciones y descubrir allí todo un plan de contingencia para la lengua española. En ese verano de 2002 podría haber hecho mías las palabras que el propio Cohen escribiría varios años más tarde a propósito de nuestro ingrato oficio: “Comprendí rápida, casi atolondradamente, que nadie que piense con frecuencia y alguna profunidad en el lenguaje puede no desembocar en la política, o cambiar su manera habitual de pensarla”. ¿Cómo no identificarme, cómo no acabar emulando al maestro si mi vida cotidiana estaba definitivamente inmersa en esos mismos idiolectos mestizos, imbuida de un cosmopolitismo plebeyo que sintonizaba con el sonido de los libros de Burroughs y Ballard traducidos por Cohen?
Todo esto sucedió mucho antes de yo saber que el señor Miyagi había vivido veinte años en Barcelona, entre el 75 y el 96, donde se había enfrentado a los mismos problemas a los que yo me estaba enfrentando en esa etapa un poco gris de la industria editorial: ¿Cómo deberían hablar las traducciones? ¿Estaba obligado el traductor latinoamericano residente en España a ponerse el tricornio para entonar a Pynchon con aires de zarzuela? Y si la respuesta a esta pregunta era un rotundo no, ¿qué pasaría si en el texto se colaban algunos españolismos callejeros, producto del contagio natural? ¿Era posible inventar idiomas nuevos, potenciales, usando la traducción como campo de pruebas? ¿Qué ritmos inauditos podían exprimirse en la lengua de las traducciones y, lo que es más interesante, cuáles serían los efectos políticos de esa operación?
Hace unos años Luis Chitarroni decía en una entrevista que el mercado del libro en español debería estar segmentado por zonas dialectales, como ocurre en el mundo anglosajón. Esto es, traducciones en rioplatense, traducciones peninsulares, traducciones andinas y traducciones caribeñas, específicas para cada región. Con el debido respeto que merece el gran Chitarroni, no se me ocurre una idea más lamentable, una concepción más provinciana. Como si los lectores de Buenos Aires o Lima tuvieran que estar blindados contra cualquier sonoridad o tropo dialectal guatemalteco o cubano. Y es que, si lleváramos a cabo semejante plan, nos estaríamos comportando con la misma cerrazón, con la misma cabeza de termo que la política de la lengua imperial y franquista impuso en el mercado editorial durante décadas. Yo me quedo con la variante Cohen, que podría resumirse en una idea: un traductor no es aquel que sabe muchos idiomas, sino aquel que sabe que dentro de su lengua hay muchas lenguas escondidas que deben ser exhumadas mediante actos de escritura.
20 de diciembre, 2023