La ciudad sobre la palma de la mano
La misteriosa Buenos Aires; ese adán con recovecos infernales; la malvada que se especula amada; el epicentro de la Modernidad; la contracara del campo; la sede de la civilización y el progreso que se intercambia, según el valor en juego, por el reducto de la podredumbre y los vicios; la urbe que se pinta de(l) Plata; el emplazamiento que va transformando su perfil y propicia nuevos circuitos de tránsito. Esas imágenes vuelven con toda su furia evocadora en Flora de perfil (Buenos Aires, Emecé, 2024) la nueva novela de Carolina Esses. La escritora –licenciada en Letras y Bellas Artes, poeta premiada– conoce y enfrenta toda esa tradición de elencos que carga la ciudad del río más ancho del mundo, para presentarnos una Buenos Aires recortada, en perfiles: réplica parisina, en su andar; la city porteña, cuando prima el capital; la metrópolis clasista y atomizada, siempre. Pero, la ciudad –que habitan el narrador, su mujer Laura, el Aníbal de día y la Ardor de noche y Flora– puede ser una transacción más: cambiarse por una esquina, un bar, un baño, una ventana que abre a un mundo de sensaciones, si se hace propia. Como dentro de un cuadro cubista, el ojo practica un arte de mirar desviado de las clasificaciones cartesianas arriba-abajo y de las temporalidades lucrativas de la Nación, para desubicar puntos en el espacio geométrico. La ciudad cotiza, en esta novela que trata sobre el dinero, porque también se hace palpable, justo desde ese posicionamiento marginal y cuando quien mira puede, aunque sea como una ficción más, ser alguna vez dueño (patrón, empresario) de ese bien preciado. Pero cuando ese que mira deja la taza de café, la planilla de cálculos, la lapicera, la tabla de valores, el celular sobre la mesa –elementos del mundo capitalista que se ponen en suspenso por un rato– la ciudad toma un respiro y, susceptible, se posa en la palma de su mano. El narrador apresa a la presa, la tiene en sus manos, entona el himno de su corazón.
En zonas clave de la novela, la perspectiva desde la esquina fracciona una silueta preferida donde la lateralidad puede convertirse centro por momentos y la ciudad transgrede el tendido de urbanización y la dinámica productiva de los tiempos capitalistas para diseñarse según el curso intempestivo, infecundo, de los afectos, que son aquí los más cercanas al amor-pasión. El narrador elige esa esquina para mirar mejor, de cerca, sin perder ni una pista, al sujeto deseado: a Flora. Es más, en ese proceso de miniaturización que singulariza el campo visual del narrador, se redimensiona la condición afectiva.
La ciudad se observa de costado y está cifrada en el cruce de Thames y Avenida Santa Fe, donde un café Havanna funciona como oficina y el baño del local es una caja de Pandora. En Plaza Italia, ahí nomás del aire purismo, de la Flora del Botánico y de la antigua Zona Roja; junto a la boca del subte donde dos mujeres pelean por un mismo hombre y cerca de la manzana en que Borges fundó Buenos Aires. Pero también cerca del célebre centro de exposiciones donde o se consume cultura o se consume carne. En ocasiones, ese sitio oficia de Feria Internacional del Libro, y, en otras, exhibe producción agropecuaria de estándares internacionales bajo el mando de la Sociedad Rural argentina. Es decir, se ofrecen vacas, cerdos, ovejas, cuya condición animal-sacrificial se transforma en bien de consumo y es rédito nacional y exportable por su valor de uso, por su valor de cambio.
Circuitos, perfiles, elencos, plata, arte, transformación, especulación, intercambio, vacas. Resalto cada término, sí, porque con el correr de la trama no sólo van a ir formando un lexicón propio (el vocabulario Flora de perfil como rasgo distintivo) sino que funcionan como impulsores para una propedéutica amatoria entre cuatro almas, que habitan mismo tiempo, mismo lugar, se cruzan, se enredan en un cuarteto amoroso.
Ciudad de pobres corazones
Cada uno de estos seres bajo estado de influencia pasional funcionan como filtro de selección entre el repertorio temático disponible para la novela hoy: el dinero (el narrador), el arte (Laura, Flora), el amor (todos), el valor de intercambio y las transformaciones de identidades y prácticas sexoafectivas (Ardor).
Del narrador no sabemos su nombre pero sí que opera en la Bolsa de Buenos Aires y su tarea consiste en es multiplicar el dinero ajeno, con el riesgo de hacérselos perder. Que anda con trajecito azul y muchos papeles y que está un poco harto de la timba. Un financista con vida “de estepa árida” que, sin embargo, desarrolla todo su potencial especulativo, adivinatorio y creativo, enfrentándose a los dominios de lo imprevisto, ejercitando la conjetura para encontrar sentidos. Una capacidad que, paradójicamente, podría vincularse a la de los filósofos en su afán por saber, o los gurúes o numerólogos (tan luego) en su virtud anticipatoria y confirmatoria, o la que poseen los oráculos cuyas respuestas han ocasionado las peores tragedias de la historia. Este sujeto NN (el que fija su lugar en el bar Havanna) es consultado a diario por una miríada de clientes desesperados por prosperar, incluso en un país de tan baja previsibilidad, al que le toca atravesar una crisis más. Emerge un paisaje urbano fechado por los efectos de un orden económico neoliberal, cuyas políticas protegen ciertas existencias y definen estilos de vida (el individualismo más feroz y el culto a las divisas) mientras desechan como basura a otras que dejan a la intemperie.
La precariedad, entonces, como régimen del presente. A los cartoneros se suman los vendedores ambulantes o callejeros que tiran mantitas sobre las que colocan paltas o chucherías; a la alucinación por la moneda extranjera se acoplan las protestas por el desfinanciamiento estatal de la cultura; a la existencia monótona de un operador bursátil se le anexan las atracciones del under porteño. Allí lo introduce Laura, su pareja-cicerone, quien se dedica apasionadamente a la crítica de arte y al consumo cultural, a internarse en los circuitos de teatros, galerías, cuyas obras, performances y muestras rebasan de snobismo y son blancos de críticas por la, sin embargo, asistente perfecta. Laura es crítica de arte y además es crítica de todo, ácida como Lisa, la pintora de Los galgos, los galgos de Sara Gallardo, quien para su iniciación rural llena la estancia de arte (hace naturalezas vivas) mientras impugna todo lo demás.
Laura y NN caminan de noche, por calles transitadas, por periplos desamparados, según dónde toque la exhibición. Se parecen, un poco, a la pareja de Las cosas de Georges Perec. Como en un nocturno urbano, Laura es luciérnaga que lleva volando al narrador, lo enceguece con sus luces, le despierta curiosidades, lo pedagogiza con sus danzas de citas de autoridad (que Deleuze, que Sloterdijk, que Agamben, que teorías sofisticadas de la imagen) con referencias a los principales artistas visuales de acá y allá. Pero, además, Laura es una ávida narradora oral y convierte al narrador en escucha de ardientes relatos surgidos de sus años de estudiante en Bellas Artes, los del arte encerrado en las aulas y liberado en imaginaciones tupidas y por entonces románticas. Era cuando las clases elevadas sobre arte se fundían en el aula con instantáneas de las vidas vulneradas y los bajos fondos. Un momento que Carolina Esses talla con un humor envidiable al referir al matrimonio con un hijo inexistente, un bebé de plástico, envuelto en una manta, que pedía dinero (otra vez, el dinero) con excusas increíbles para conmover bolsillos de estudiantes. En la facultad, Laura se hace amiga de Flora, que mucho antes de ser la asistente y esposa de Aníbal/Ardor, era estudiante y era oficinista, cuyo outfit no pegaba con la suciedad del piso de Bellas Artes donde se sentaba. (Las sillas eran un bien escaso y se traficaban de aula en aula).
Si en virtud de las actividades del narrador podríamos relacionar esta novela como algunas de las “ficciones del dinero” (según la categoría que viene estudiando la ensayista Alejandra Laera desde hace años), e insertarla en el marco de una larga tradición que en el siglo XIX hace foco en el ciclo de la Bolsa (Martel, Ocantos) y durante los siglos XX y XXI adopta diversas modalidades (la plata quemada de Ricardo Piglia, el trueque en el Buenos Aires barbarizado de Sergio Chejfec, el cruce a Uruguay para conseguir dólares en Pedro Mairal, el día a día emocional de una mujer artista que registra sus gastos en Rosario Bléfari); por Laura, el transformista Ardor y su esposa Flora esta novela vincula con textos que convocan al arte de manera protagónica: los de María Gainza, María Sonia Cristoff (Mal de época), Iosi Havilio (La serenidad), César Aira (Un episodio en la vida del pintor viajero sobreel alemán Rohan Rugendas), y el célebre “El goce y la penitencia” de Silvia Ocampo, donde abundan retratos familiares por grandes pintores (Pridiliano Pueyrredón, Fabre). Es más, arte y dinero aparecen fundidos como joyas de oro, en episodios clave que tocan a los cuatro personajes y van más allá de lo puramente argumental; dan cuenta de una poética tan lejana como cercana al tráfico de mercancías. Una ocasión la vemos en la dimensión paratextual, en el epígrafe de Wallance Stevens: “Money is a kind of poetry”. Otra, en la confirmación de que una obra visual puede hacerse con billetes y que la tabla de valores de su materia prima se pone en situación de intercambio: ¿el arte vale por arte o vale por dinero?
Con otros ropajes
La ciudad es testigo y protagonista de los vínculos entre los cuatro personajes que la recorren juntos, por separado, en duplas. Buenos Aires parece tambalearse ante la presencia de un personaje secundario que, aunque marginal, es central en el desenlace de los celos de Flora, una pasión tan cuestionada por las diatribas actuales contra el amor romántico, que como dice Roland Barthes en su célebre Fragmentos de un discurso amoroso es pura pérdida, tiene sus propios ritmos (sobrecargados o anacolutos) y nos convierte en tontos enamorados que deben pagar tributo a la sociedad por el tiempo suspendido. La húngara, increíblemente bella, encarna la otredad en varios planos: es la extranjera, la misteriosa, la que astilla la unión inseparable del artista y su asistente/esposa, y la que introduce a Ardor en una nueva lengua. Su presencia genera en Flora unos celos imposibles de contener: la pasa mal, muy mal, y termina casi en actitud de confesión ante el narrador, quien la desea profundamente. Pero la húngara también abre las puertas a una fantasía donde la ciudad se opaca frente al probable triunfo en Europa. Aprender la lengua de y con la húngara se convierte para Ardor en el momento de mayor intimidad con una mujer distinta a su esposa. Este vínculo sugiere la posibilidad de internacionalizar su arte: el transformismo. El homenaje a Bela Bartok en Budapest es visto por Aníbal como una oportunidad para destacar su propia performance artística. Este músico no solo resalta el deseo de Aníbal de ser parte de un evento prestigioso, sino también el vínculo emocional e intelectual con la húngara, que encara lo exótico y desconocido.
Aníbal es ese varón que se transforma en mujer (en Ardor) solo cuando activa su potencial artístico, un cambio de género que se convierte en un valor dentro de la maquinaria capitalista, cuando vender una imagen de sí mismo como ella cotiza en el mercado del arte. Ropaje sobre ropaje, una piel sobre otra, una capa de vestidos brillantes que lo hacen titilar en los teatros del under y captar admiradores. Si el transformismo tuviera otros motivos, no valdría de la misma manera. Flora, por su parte, también lleva sus propias permutaciones. Como asistente y esposa, camina cargada de bolsas con todo lo que Aníbal necesita para ser Ardor y sufre en silencio. Es quien tiene el conocimiento práctico para quitar sin lastimar cualquier adorno o postizo del cuerpo de Ardor. Pero ella también encuentra una instancia de liberación cuando elige fragmentarse para contar su historia de amor pasada desde un lugar de distancia, desde el perfil. Con este gesto, no permite que la mirada del narrador, deseante y convencido de tener para ella un mundo mejor, la recorte en fragmentos eróticos: es ella quien se recorta a sí misma, quien se transforma y toma la palabra.
Los vestidos también funcionan como prenda de intercambio entre los dos hombres interesados en Flora y provocan una permutación simbólica y económica. Una vez Ardor se quita el vestido y ya de particular (como Aníbal), su figura majestuosa se disuelve en la de un “oficinista” más, en la de un especulador que cambia las galerías artísticas del under por las galerías mercantiles del otro under. La reina de la noche baja de la carroza y es devuelta, así, al mundo de los mortales. ¿Dónde? Ni más menos que a esas cuevas donde el intercambio es entre monedas y él parece “un mendigo más”. Ahora bien, cuando el narrador juega a no ser oficinista, se prueba el vestido de Ardor en el baño del bar que es “el confín del mundo”. Ambos suspenden momentáneamente sus trabajos capitalistas para entrar en un espacio donde las apariencias improductivas, aunque breves como relámpago, los transforman subjetivamente. Aníbal arde por los dólares; el narrador, al vestir esas telas elastizadas y electrizadas, se siente el hombre más feliz del mundo, “el centro de un sistema solar recién descubierto”.
A medio paso entre la transformación absoluta de la china Iron –de la novela de Gabriela Cabezón Cámara– al cubrirse con las enaguas que la inglesa saca de la carreta, y la asfixia total del personaje de “El vestido de terciopelo” de Silvina Ocampo, el narrador vive un instante de emancipación al verse con otros ropajes reflejado en las pupilas de las admiradoras de Ardor. Pero, en cambio, ellas no tienen ojos para él en su metamorfosis, sino para el vestido y para Ardor. Y ese perfil distorsionado que parecía iba a apartarlo del flujo cotidiano, la alienación, la hipervigilancia por el índice Merval, lo convierte en una percha humana, donde además del vestido del otro –ese que tiene a la mujer que él ama– se cuelga un ideal de felicidad que el sistema capitalista transforma en un mundo de cotillón, promesas... nada más.
La vaca Flora
Un segundo momento de liberación de la maquinaria productiva también tiene al narrador como excusa. Sigue en la esquina, en el bar, pensando en Flora, siempre. Está viendo cómo hacer para aplacar la ansiedad de sus clientes. De repente, una aparición urbana. Esta vez no es un caballo, como en el poema de Oliverio Girondo, sino unas cuatro vacas (otra vez, 4), que desobedecen la asignación de lugares establecida por el orden capitalista (una mercancía) y se escapan del camión. En el vehículo queda el resto del ganado, indiferenciado, cuyo destino final es la Rural. Con un andar despreocupado, van las vaquitas cruzando la calle, como riéndose, parecen paseantes tomadas del brazo. Y una, esa, la singularizada, la que podría tener Flora como nombre por sus pestañas floridas como postizos de vedette, sube a la vereda y se le planta al narrador en la ventana del bar. Cruces de mirada y se dispara el folletín. Si antes del caos vacuno, la avenida Santa Fe funcionaba como separación entre el narrador y el animal, será la ventana (una forma de la pantalla tamiz) la mediación protectora entre esas dos miradas. Toco ocurrió cuando el circuito de producción, objetivación, despiece y consumo de la carne se detuvo en esa esquina, ese recorte urbano que sufre otra forma de transformismo: en campo no productivo, cuyos dispositivos de territorialización son el semáforo (como ombú) y las baldosas (como pasto). La vaca que lo mira con un solo ojo parece estar rogándole al narrador un pronóstico sobre su futuro. Una súplica, un arañazo de pestaña tupida, que espera escuchar que el campo sojizado volverá al del pastoreo, que se eliminará el sistema de feedlot-campo de concentración, así ella podría escaparse otra vez. Como Flora, muestra su tristeza de perfil, entre las membranas ensoñadoras de los vidrios, entre los pliegues de su conjuntiva. ¿Qué hacer con la tristeza –de la vaca, del narrador– en un mundo capitalista que asienta como premisa el imperativo de la dicha?
En su último libro, Alejandra Laera se pregunta ¿para qué leer novelas?; ¿qué hacer después de leer novelas sobre el capitalismo? Preguntas que reformulo así: ¿qué nos pasa cuando suspendemos el tiempo de trabajo lucrativo y leemos novelas?, ¿cerramos el libro y qué nos pasa? La ensayista se interesa por esa literatura que no sólo habla del capitalismo como tema o lo denuncia sino que interviene en el tejido sociocultural. Literatura de intervención que despierta, entonces, nuevas prácticas. Leer dice no como un acto utilitario sino político.
Pienso a Flora de perfil de Carolina Esses en esa misma línea, porque después del episodio extremo de la vaca no hay pedagogía posible, no hay especulaciones, no hay dinero que combata la tristeza. Pero sí hubo un momento político, de politicidad, de desasignación de los lugares asentados por el orden policial.
¿Y la tristeza, entonces? Habrá que aprender a convivir con ella, se arriesga en la novela. O quizá se haga silencio o tal vez se abra ese agujero “en el tiempo que no marca ni la noche ni la mañana”, cuando una tarde cualquiera, en una esquina más, una vaca dejó de ser bien capitalista por un momento y espejó alguna forma del amor. Después, claro, la máquina se reinicia otra vez.
Flora de perfil es de esos libros que cuesta cerrar, que cuesta dejar por la mitad. Costos de los lindos, diría, como el de hacerte volver a sus páginas una y otra vez y recorrerlas un rato de frente y otro de perfil.
20 de noviembre, 2024
Flora de perfil
Carolina Esses
Emecé, 2024
152 págs.