El estilo es una superstición. Tal vez la más arraigada en el universo de las artes. Sin estilo, se cree, se dice, no hay artista –y es posible que tampoco arte. No hay nada sin estilo. Salvo excepciones, el artista cree en el estilo, en la importancia de adquirir un estilo, de agenciarse uno. Ese convencimiento le viene de lejos, desde el comienzo de su vida como artista. O incluso desde antes. Para ser un artista, así, hay que inventarse un estilo. A través del rigor (la prepotencia de trabajo sin la cual, recordemos, no hay futuro) y de una “larga paciencia” (como recomendó el uruguayo Quiroga). Artista y estilo van de la mano: no hay artista sin estilo, repito. Y viceversa: todo ser humano con estilo es, al fin de cuentas, un artista (pensemos en el dandi, sin ir más lejos, en el sujeto convertido en obra de arte gracias a su estilo). Sin estilo, como artistas, y un poco también como personas, somos nadie –y nadie quiere ser nadie. Sobre todo un artista, siempre, o casi siempre, infatuado: se sabe: la infatuación del artista es superior a la media. Superior a la de cualquier ser humano no-artista. Ningún artista quiere ser, digamos, un no-artista. Así que, se dice el artista: a adquirir un estilo a como dé lugar, cueste lo que cueste, ¡al precio que sea! –incluido el precio más alto: el de la muerte del artista como tal, el de ser un artista sin serlo (volveremos sobre esta paradoja). Cualquier estilo, no importa cuál. El tipo o la calidad del estilo del artista –“novedoso”, “original”, “elegante”, “deslucido”, “modesto”, etc.– es lo de menos. Si el estilo es singular, mejor, por supuesto. Pero si no lo es, no pasa nada. La singularidad del estilo es secundaria, un simple aderezo del estilo. Lo importante es el sello, la marca. Crear una marca a partir de la cual el artista sea identificado rápidamente, sin mucho esfuerzo. Cuanto más fácil y automático sea el reconocimiento por parte del lector, del observador, etc., cuantos menos conocimientos e información se requieran para identificar la obra de un artista, mejor, más lograda la marca. Que el visitante dominical del museo, pongamos, un ser humano estándar, medianamente cultivado, se detenga ante el cuadro del artista y, señalando o no con un dedo, murmure: “un Tal”. Un Picasso, un Dalí, un Frida Kahlo. Casos paradigmáticos de la invención –voluntaria o no– de una marca. Pero hay miles de marcas, miles de artistas con un estilo reconocible. Se podría decir también así: “llegar”, como artista, sea lo que sea lo que eso signifique, es crear una marca. Lo que viene después es más o menos fácil: reproducirla, multiplicarla. Con un poco de “creatividad”. Variarla, o sea, enriquecerla; pero no demasiado –atención con esto– como para que los rasgos que la definen terminen no siendo reconocibles para el ojo o el oído promedios.
La mayor parte de las veces la adquisición de un estilo es un proceso no demasiado consciente. El estilo se nos va adosando de a poco, como un barniz o un esmalte. Las capas se nos adhieren solas, o casi solas. Un día nos levantamos y somos dueños de un estilo. O mejor así: el estilo se adueñó de nosotros, nos tomó la morada (del ser, del cuerpo, del espíritu, del cuerpo-espíritu, como se quiera). Miramos a un lado y a otro. ¿Qué pasó? Maduramos, simplemente. En el sentido gombrowicziano. Nos terminamos identificando con eso que nos restringe. Somos uno con la cárcel del estilo. Extrañamos la libertad perdida (la de la vida sin estilo: esa página virgen en la que todos los estilos eran posibles). La buscamos por todos lados. En el caso de que la extrañemos. Por lo general nadie extraña nada, al contrario: el artista está chocho bajo el peral con la adquisición de su estilo, con la pérdida de su libertad. Con “esa comodidad para instalarse e instalar el mundo”, como escribió Henri Michaux. Esa “sospechosa adquisición” gracias a la cual se elogia al artista envanecido con su estilo (con su conquista). Un supuesto don que, paradójicamente, terminará anquilosándolo. “Estilo”, sigue Michaux, “(mal) signo de la distancia no modificada (pero que hubiera podido, hubiera debido cambiar), la distancia en la que erróneamente permanece y se queda frente a su ser, a las cosas y a las personas. ¡Bloqueado! Se había precipitado en su estilo (o lo había buscado laboriosamente). Por un falso camino, abandonó su totalidad, su posibilidad de cambio, de mutación. Nada de qué enorgullecerse. Estilo que se volverá falta de coraje, falta de apertura, de reapertura: en suma, una invalidez. Trata de salir de ahí. Ve lo suficientemente lejos de ti para que tu estilo no te pueda seguir”.
Alejarse, así, todo lo posible de uno mismo para que el estilo no nos pueda seguir. Porque el estilo nos sigue, cargoso, como un perro, no nos suelta. Es una compañía que, con el tiempo, deviene confort, runrún, sonsonete. Un soundtrack conocido, amable, fuera del cual (en su exterior) es difícil “expresarse”, “ser uno mismo”. Fuera de esa música no nos reconocemos. Dejar de escucharla es un problema. Pero ¿cómo llegamos a ese momento? ¿Cómo llegamos a esa dependencia? ¿Cómo fue que terminamos con esa piedra de molino atada al cuello?
En la infancia de la vida del artista no hay formas. No hay patrones, no hay técnicas. No hay nada, o sea. El hábito todavía no ha remachado su cadena. Hay, sí, tal vez, una suerte de horror vacui, un terror subterráneo a la ausencia de la forma, a la falta de señales. Casi siempre inconsciente: ni siquiera percibimos que no sabemos nada. En el espejo: una desnudez –de eso sí nos damos cuenta, lo intuimos: hay que vestirse. Sin ropaje, sin forma, no hay elogio, recompensa. ¡No hay artista! Eso se aprende después, après coup, por supuesto. Pero en ese primer momento, pasados los primeros tanteos, los primeros manotazos de principiante no-zen en la selva oscura y traicionera de la creación artística, se intuye: la forma es todo, como señaló Flaubert con otras palabras: el estilo (la forma) como una manera absoluta de ver las cosas. Jamás ahí, en el comienzo, podríamos enunciarlo de ese modo, con esas mismas palabras (no sabemos nada, en el comienzo), pero el fracaso, la frustración de querer (escribir, dibujar, etc.) y no poder (o de hacerlo mal), nos pone en las narices la necesidad de una forma –y por ende de un estilo. El abc de la praxis manifestándole por primera vez al artista adolescente. Hay que pertrecharse.
Así que, al principio, tanteos. Pero solo al principio. Las certezas aparecen enseguida. Mínimas, sí, tal vez, pero certezas al fin. Apoyos, podríamos decir también. O muletas. Metáforas de una misma parálisis: la de hacer arte en tierra firme. Ya lo dije: hay que llenar el vacío, adquirir una forma. ¿Cómo? Robando. Es la manera más fácil. Nos lo dicta la intuición. Y la cultura, por supuesto: el temperamento –el estilo, la máscara– se forja a través de la copia. De la imitación. ¿Quién, artista o no, no se ha apropiado en la llamada etapa de formación, casi siempre involuntariamente, de rasgos ajenos? Es más: al principio, después de los tanteos, no somos más que robos. La singularidad, si es que alguna vez se presenta, irrumpe muchísimo más tarde.
El paso siguiente en el forjamiento del estilo es repetir. Repetirse es clave. Repetir, primero, los rasgos robados (las virtudes del otro). Agenciarse esas virtudes, “apropiárselas”, como se dice. Dejarse colonizar por la dicción ajena. Y después reproducirla como si fuera la de uno, la que uno conquistó con “prepotencia de trabajo”, sensibilidad, don, inteligencia, etc. En fingidas, monótonas variaciones. A veces no tan fingidas y no tan monótonas, seamos justos. Pero en todo caso siempre prestadas. En esa primera instancia. Más tarde, cuando dejen de ser prestadas, cuando logremos insuflarle al estilo rasgos personales –nada verdaderamente nuevo, se sabe: simplemente un toque personal, humildísimo, un pequeño deslizamiento en el juego de la combinatoria de palabras, de ritmos, de líneas, de colores, etc., que se remonta a Lascaux; un modesto reacomodamiento de piezas en aquello que ya ha sido “dicho” mil veces antes que uno, y casi siempre de manera mucho mejor–, las variaciones siguen reproduciendo un patrón. Esta vez de formas propias. O pseudopropias (la propiedad, en el arte, es siempre un robo). No solo por unos meses, unos años, sino por toda la vida (del artista). Lo mismo de siempre iluminado bajo una nueva luz (artificial, débil, de lamparita). Hasta el día de su muerte el artista no dejará de repetirse variando. Variando sin variar, variando en cuentagotas. Vendiendo su mercadería “nueva” como si fuera nueva. El mejor gatopardista, el artista: cambia sin cambiar, ¡para que nada cambie! Casi siempre convencido de que cambia realmente –y a veces convenciendo también a los demás.
El estilo, en suma, así, como el paraíso del artista, su diploma; la recompensa final que recibe el aspirante a artista después de un largo camino de trabajo, constancia, rigor, autoexamen y buena letra. La buena letra es clave: si te mandan a hacer la cola, hacerla, si te recomiendan llenar el formulario, llenarlo, etc., etc. Siempre y cuando te interese ser un “artista”, por ahí no te interesa. Por ahí solo te interesa escribir. O dibujar, o hacer música. Por ahí hacer carrera en el mundo del arte te tiene sin cuidado. O por ahí no naciste para eso. O las dos cosas. Por ahí lo tuyo no es hacer una “obra”, sino una experiencia. Simplemente. Una experiencia y nada más. La experiencia como fin. Pero si te interesa ser un artista que se precie, alguien preciado como artista, alguien del que a nadie se le ocurriría decir “este improvisado no es un artista”, necesitás ese carnet (el del estilo) para ingresar en la sociedad de las artes. El estilo es todo. ¿No tenés estilo? A seguir trabajando hasta conseguir uno. Uno solo. No hay que trabajar de más. O en todo caso inútilmente. Esto es importante. Hay que trabajar lo justo y necesario hasta la obtención de un estilo. No dos, y mucho menos tres –o más de tres. Un solo estilo (una sola marca). Más de un estilo confunde, dispersa, diluye la identidad del artista, la desdibuja. Sobre todo al principio, en el período de forjamiento de la marca. Después es posible jugar un poco, alejarse, “provocar” con formas nuevas, “defraudar”, incluso, al receptor de nuestro arte (un poco, ojo también con esto: defraudar en exceso es siempre contraproducente). Pero cuando todavía no existimos como artistas, cuando todavía como artistas somos nadie, lo importante es concentrar, uniformarse, focalizar el trabajo en un único sistema de formas, en un solo patrón. Cuando el sistema se agote, en el caso de que se agote, y de ser así, de que nos demos cuenta de que se ha agotado y de que, por ende, nos hemos convertido, como artistas, en una parodia de nosotros mismos, cambiarlo, idear otro sistema que trate de estar, en lo posible, a la altura del primero. Pero eso casi nunca sucede: la gran mayoría de los artistas hace la conocida plancha del artista: toda la vida con un único estilo –dos a lo sumo.
Y aquí entramos en esa paradoja que mencionaba al comienzo: la obsesión por adquirir un estilo –la meta del estilo, de la marca– puede conducir a la muerte misma del artista. Del artista, entiéndase, como “aprendiz de brujo” (Leónidas Lamborghini), como aquel que se aventura sin mapa, al garete, que tantea aquí, allá, que nunca está seguro –o, al menos, nunca totalmente– de la firmeza del terreno en que realiza sus movimientos. En suma, del artista como aquel que no sabe –“aquel que ya sabe”, escribió Georges Bataille, “no puede ir más allá de un horizonte conocido”–, que va al fondo de lo desconocido para encontrar, si no lo nuevo, al menos no más de lo mismo (conocido). Mundo antiguo del que estamos hartos.
Así, entonces, el aspirante, el artista wannabe, trabaja, se esfuerza –el aspirante es siempre un esforzado–, hace la tarea, la cola, llena el formulario, participa de concursos, obtiene becas, etc., etc. Pasan meses, ¡años! Hasta que un día llega, alcanza la meta. Después de tantas penurias, de tanto anhelo, ¡de tanta disciplina!, logra finalmente forjar el estilo tan preciado. Llegó, el aspirante. Y al llegar, dejó de ser un aspirante, cruzó la línea. El burro alcanzó la zanahoria (o la zanahoria lo alcanzó a él). El aspirante es, ahora sí, al fin, un artista. Pero ¿a qué precio? En miras a obtener una identidad, un carnet que lo validara como artista, el aspirante se olvidó de sí mismo –de su ser, de su cuerpo, de su espíritu, de su cuerpo-espíritu, como se quiera–, es decir, de ese barro primordial necesario para moldearse como artista –barro sin el cual, como es sabido, no hay artista. Sin pensar en las consecuencias –pero pensando, sí, ¡iluso!, que nadie lo veía–, metió bajo la alfombra su “totalidad, su posibilidad de cambio, de mutación” (Michaux). Sombra terrible la que acosa, así, al artista. Ya que, alcanzando finalmente su objeto del deseo –el estilo, y con él, su carnet de artista–, lo pierde inexorablemente. El clásico efecto boomerang. Uno de los casos más paradigmáticos del invento que revienta al inventor: alcanza su título, el aspirante, sí, pero su título lo fija para siempre. Al menos que tenga reflejos y sepa reaccionar a tiempo –cosa que casi nunca sucede. Un artista fijado, así, que no va a cambiar, que no va a mutar –o que en el mejor de los casos va a cambiar o mutar sin cambiar ni mutar, o sea: un artista sin vida, congelado hasta el fin de los tiempos, más allá de su muerte, en una misma foto –muchas veces anodina, fría, timorata, sin gracia. Horrible y triste paradoja, pues, la que vertebra el devenir artista: para ser un artista hay que dejar de serlo.
Pero no seamos tan terminantes, tan apocalípticos. Hay muchas maneras de salir de la cárcel del estilo. Hay maneras, incluso, de tirar a la basura el título de artista. Y con él, incluso, la “hermosa gloria”. La solución absoluta. La más emblemática de estas soluciones –y posiblemente la más bella– es la de Rimbaud. Después de haber probado la lira, de afinarla, incluso, como muy pocos, poquísimos, en la historia de la literatura, decir adieu. Pedir perdón por haberse alimentado de mentiras. Regalarles la poesía a los que se quedaron saludando en la orilla. “Es toda de ustedes. Hasta acá llegué”. Y partir. Embarcarse al África, a Abisinia. A traficar armas y esclavos. Su mejor "poema", según Paulo Leminski. El resto es silencio. O prosaísmos familiares, prácticos, de circunstancia: cartas comerciales, a la hermana, etc. Todo un-futuro-de-poeta-por-delante arrojado como un cadáver desde la borda del paquebot.
Otra manera, en literatura, de escaparle al estilo es cambiar de lengua. Decirse un día, como J. R. Wilcock, “esta lengua no da para más”, y pasarse a otra. Intrépidamente. Solución para pocos, claro: Conrad, Beckett, Nabokov, Copi, Wilcock, dos o tres más. Hace falta mucho oído para eso. Un pasaje complicadísimo, dificilísimo. Para el que es necesario no solo una gran ductilidad de oído y un delicado conocimiento de la lengua que se toma prestada, sino también, y sobre todo, una gran fortaleza interior para afrontar con estoicismo, una y otra vez, las palizas propinadas por un lenguaje ajeno, no domesticado desde la cuna. Para eso, tal vez, como en Beckett, haya que haber experimentado primero –y afrontado con dignidad, o al menos sin desmoronarse– las palizas en la lengua propia. Decirse: fracasar en una lengua o en otra, qué más da; al fin de cuentas, “nunca es eso lo que uno quiere decir”, etc. Como sea. En todo caso, de lo que no hay dudas es de que en el pasaje de una lengua a otra el estilo no nos puede seguir. En su voluntad de seguir manifestándose, puede ser que lo intente. Pero no lo logrará. O si lo logra, lo hará con dificultad, chapuceramente. Lo hará mal. No será el mismo, el estilo, habrá mutado, será otra cosa. Tal vez ni siquiera será estilo. Para bien del artista –y, quizá, del arte en general.
Hay, sin embargo, maneras menos drásticas de darle la espalda al estilo. Aunque no menos difíciles. El estilo, insisto, no es otra cosa que el opio del artista, su flagelo, el límite que lo confina una y otra vez a un mismo, aburrido, campo de maniobras, que lo obliga a escuchar, interrumpidamente, su propia musiquita. La telaraña que el hábito le teje en los ojos y en los oídos. Aquello que el artista “no le consigue quitar a su obra para que esta viva por sí sola” (Jacques Mercanton). El artista trata de salir de ahí. No siempre, pero a veces trata. Y a veces lo logra. Al menos por momentos. Pero a la larga o a la corta, como el alcohólico en la bebida, vuelve a caer en él. Sale y entra, el artista, una y otra vez. El estilo está en nuestras células. Para desembarazarnos de él, entonces, trabajamos sin plan, sin ideas previas. Trabajamos sin propósito, incluso, sin “espíritu de provecho”, como recomienda el zen. Improvisamos. O intentamos improvisar. Improvisar de verdad es realmente difícil. Pero supongamos que algo improvisamos. ¿Al fondo de lo desconocido? Al fondo no, ¡no nos entusiasmemos tanto! Pero sí logramos adentrarnos un poco en lo desconocido. Imaginemos. Un poquito. Tanteamos aquí, allá, avanzamos. Con algo de miedo, incómodos. No nos reconocemos (¿qué es esto?, ¿quién soy?, etc.). Y eso es una buena señal, nos decimos. Creemos, al menos por instantes, que hemos perdido de vista al estilo, que lo hemos dejado atrás en algunos de los timidísimos “saltos al vacío” que hemos realizado. Miramos a izquierda, a derecha: no está. Y nos ilusionamos. Grave error. Porque al menor descuido el estilo reaparece, contraataca. Siempre vuelve, el estilo. Porfía, no descansa. Nunca se da por vencido. Está ahí, acechando, aunque no lo veamos. Esperando su momento para tomarnos –o volver a tomarnos– la morada. Es, como se dice, un mal perdedor. Trabaja a nuestras espaldas cuando lo creímos derrotado. Al igual que la guerra del lenguaje, la que sostenemos con él nunca termina, nos acompaña toda la vida.
Pero no todo es derrota. Parafraseando a Francis Ponge, podríamos decir: “No aceptamos ser derrotados por el estilo. Continuamos intentando”. Seguir buscando la voz. O la visión. Probar acá, allá. Desconfiar de todo lo que quiere instalarse para siempre. Desconfiar de la forma y, por supuesto, de uno mismo. Convertirse en un atento paranoico de la práctica artística. Detectar durezas, miedos, imposturas. “Sí, nada tan difícil como no engañarse” (Wittgenstein). Pero hay que intentarlo. Si no, ¿para qué todo el trabajo?, ¿para qué molestarse en sostener una contienda que sabemos perdida de antemano? Observar, en literatura, por ejemplo, la inclinación a llenar, a clausurar la frase (o a abrirla exageradamente). Aprender a neutralizar esos impulsos. Abrir el juego. Pero también cerrarlo, ojo, no huirle al sentido por defecto, como un autómata o un militante de la pureza, o de la oscuridad. Es decir, no huirle, no tenerle miedo al sentido, pero al mismo tiempo que el sentido no coagule, que no nos birle el poema, la libertad. Escribir aireando, o agujereando, como hacía Beckett. “Abandonar los valores”, para seguir con Ponge, “en el mismo momento en que los asumimos”. Estrategias, digamos. Maniobras. Algunas entre miles (cada cual que encuentre las suyas) para que el estilo no nos parasite, para que no hable por nosotros.
20 de septiembre, 2023