Pertenezco a la generación de Plutón en Libra, es decir, la de los nacidos entre 1972 y 1984. Según los expertos en astrología –ciencia que me apasiona profundamente–, esa marca sideral explica la notoria sensibilidad o vocación de esta generación con respecto a mundos lejanos, a los vínculos con otras dimensiones, a los planos sobrenaturales, a la honda oscuridad de lo desconocido; en otras palabras, una generación portadora de un amor inmanente y congénito por la ciencia ficción. Junto a esta generación que cruzó en plena juventud el milenio, la ciencia ficción también ha cruzado fronteras epistemológicas hasta conquistar un estatuto literario equiparable a lo que las novelas de la tierra, las novelas indigenistas o las llamadas “novelas de caudillos” significaron para la memoria del siglo XX. Así pues, la memoria de este siglo se escribe en clave de ciencia ficción.
Sin embargo, quiero corregirme de inmediato. “Escribir en clave de” me parece un despropósito para las ideas que sostienen este análisis. Y es que “escribir en clave de” supone la adscripción consciente a los códigos de un género, como si se siguiera un manual de instrucción para darle forma, por ejemplo, a un cuento de ciencia ficción, un cuento en el que no podría faltar el famoso novum o novedad tecnológica-cognoscitiva que Darko Suvin consignó en 1979 como un requisito fundamental para crear un mundo y una sociedad utópicos. Tampoco podría faltar una otredad radical, sea bajo el aspecto de un alien, de una máquina o de una versión anómala del ser humano, como es el caso de los zombis, una otredad que tensione desde afuera la identidad o el sentido de lo humano.
Sin embargo, las cosas han cambiado y el género que durante décadas tuvo que cargar con ese estigma artificial de “literatura menor”, atraviesa uno de sus momentos más interesantes, pero también una crisis de narratividad sin precedentes. De ambas cosas es que quiero conversar. De su esplendor y de su irreductible amenaza.
Bien sabemos que los relatos de ciencia ficción –cuentos o novelas– se iniciaron como textos especulativos que fantaseaban con posibilidades inéditas en la esfera de lo científico, esto es, ensayando a nivel discursivo comportamientos físicos o mecánicos con las coordenadas que determinan nuestra tercera dimensión: longitud, altitud y latitud. Es así que tanto el globo aerostático de Julio Verne como los instrumentos de súper control de los mundos distópicos o los laboratorios de manipulación del cuerpo dibujaron la promesa de lo que hoy, por ejemplo, es el avión supersónico que viene diseñando la NASA, los chips que les implantamos a las mascotas, las abejitas-robots inventadas para polinizar plantaciones cuyos ecosistemas ya no promueven la reproducción de abejas reales –o mejor dicho, orgánicas, pues lo “real” como sinónimo de “natural” también está en entredicho–, o la personalidad virtual que alimentamos en las redes sociales y a la que se le da tanta o más preeminencia que al sujeto cotidiano, insatisfecho e imperfecto que solemos encarnar. Sí, ese deseo de ir dialécticamente más allá del límite material empírico que imponía la precariedad del mundo alimentó la vocación especulativa del género. Hoy sabemos que ese arrojo especulativo ha encontrado un límite. La tecnología del siglo XXI le ha arrebatado a la ciencia ficción la ilimitada capacidad de invención de la que gozó en otras épocas, cuando su naturaleza literaria funcionaba como la lúcida premonición o profecía de posibilidades técnicas y mecánicas capaces de desplegar los secretos ónticos del mundo. Esa tarea de invención ha debido renunciar a su aspecto afectivo –la ensoñación– sencillamente debido a que el quehacer material de la tecnología global va a una velocidad tal que ya no queda esa pausa, esa vacilación, en la que todavía el sujeto podía deslumbrarse ante lo nuevo. Pensemos tan solo en el servicio que esta nueva era industrial, la de la tecnología, le presta a la medicina, a la agricultura, a la política, a la economía, ¿No nos alcanza e invade, acaso, cierto pudor ontológico al descubrir o confirmar que todo ya está imaginado o en proceso de imaginación por ese nuevo hacer, por ese orden de preocupaciones que se desprenden del capitalismo? ¿No es precisamente esa maquinaria, poseedora de la clave mágica del “hágase la luz y la luz se hizo” –ergo, el capitalismo– la que hoy domina la imaginación de las Tecnópolis posibles? En otras palabras, el nóvum ha sido cooptado por esta nueva fase industrial, la era de Silicon Valley, y desde ese territorio de experimentación sigue mirando hacia adelante, sólo que ya no para dibujar los contornos de un mundo desconocido capaz de tensionar nuestros referentes empíricos, sino para confirmar la reproducción angustiante de una eterna novedad, si me disculpan la contradicción.
En sus orígenes la ciencia ficción erigía, pues, su apuesta en esa distancia infranqueable entre el relato literario y los referentes realistas. Pensemos, por ejemplo, en las proyecciones de La invención de Morel (1940), de Bioy Casares. Esas grabaciones todavía estaban lejos de los hologramas que hoy permiten resucitar a Michael Jackson o al bienamado Juan Gabriel en conciertos multitudinarios. Tal distancia entre fantasía y empiria constituía el lugar utópico en el que el lector se paraba para otear un futuro deseado, temido y fundamentalmente inasible. Pero mal que nos pese, tal latitud se ha encogido, y en ese repliegue triunfa una estremecedora mimesis que pone en riesgo una de las funciones más importantes y definitorias del género de la ciencia ficción. En este sentido, una pregunta que me ronda y que quiero compartir con ustedes es si el primer nombre de este género, “ciencia”, estaría ahora bajo escrutinio y si, en semejante circunstancia, esa incertidumbre identitaria nos debería invitar con justa razón a pensar, no digo en una nueva filiación o nominación patronímica, sino en un renovado horizonte de comprensión del terreno en el que el género se ha visto impelido a adaptarse y mutar, como cualquier otro organismo vivo en un ecosistema hostil.
El año 2000, en plena agonía del siglo XX y durante el defectuoso nacimiento del XXI, el científico holandés, Paul Jozef Crutzen, junto al estadounidense Eugene Stoermer, propuso el término “Antropoceno” para reemplazar al que habíamos o hemos venido usando con data del 10000 años: el Holoceno. El “Holoceno” se refería con preeminencia al modo en que el clima, debido a una dinámica inmanente, había venido cambiando hasta suavizar sus glaciaciones, elevando sus temperaturas. Sin embargo, Crutzen notó que la acción del ser humano sobre la faz terrestre había modificado el clima de tal modo que su impacto revolucionaba también al resto de las especies. Este impacto sin precedentes lo condujo a la creación accidental del término –Antropoceno–, sin calcular todavía el cúmulo de connotaciones, no sólo científicas, sino filosóficas que ese nuevo bautismo acarrearía. A partir del siglo XVIII, con la Revolución Industrial, la humanidad se había convertido en el factor geológico dominante.
Me pregunto, pues, si gracias a las controversiales connotaciones que Crutzen y una creciente comunidad científica le han asignado al prefijo conceptual “antropo”, el término puede ahora servirnos en el terreno literario –o en palabras más osadas, en el ámbito de la filosofía literaria– para reflexionar sobre el giro epistemo-narrativo que la ciencia ficción está experimentado, dirigiendo su atención ya no a lo maquínico, sino a la emergencia de una subjetividad humana consciente de su propia extinción. Una subjetividad que, por estar en la orilla opuesta a la supervivencia, habla más bien desde el desahucio. Me gustaría ahora señalar algunos indicadores, que, sin seguir categorías o jerarquizaciones, nos alertan sobre este corrimiento no sólo temático, sino sobre todo filosófico del género.
Fotografía tomada por el periodista boliviano Pablo Ortiz (Región de la Chiquitania afectada por incendio, 2019).
Antes de su partida y desde hace algunas décadas Stephen Hawking venía recomendando con claro énfasis y cierto nerviosismo la revisión de nuestras ambiciones espaciales. Después del viaje a la luna de 1969, la carrera espacial había marcado una nueva meta: Marte. Allí, en el planeta colorado y frío, encontraríamos el espejo de nuestras revelaciones. Quizás los recursos energéticos de Marte y sus insospechadas sorpresas nos permitirían finalmente conocernos mejor como raza humana. Hawking, sin embargo, reconsideró el lugar de utopía y propuso en reiteradas ocasiones volver a medir con humildad el alcance de nuestras búsquedas. “Es la luna”, subrayó Hawking, es allí, en esa luminosidad prestada donde encontraremos respuestas y recuperaremos el aire para continuar con la gran conquista. El tramo que nos separa o nos vincula con la luna nos permitirá calcular avanzadas y riesgos desde un marco humano. Esto, que a primera vista podría parecernos una decisión estratégica en el plano de las distancias y –por qué no decirlo, de la potencialidad bélica– constituye un replanteamiento de la recreación utópica en los relatos de ciencia ficción. Por ejemplo, en la película del director Ducan Jones, Moon, del año 2009, un astronauta ansioso por regresar a la Tierra para recuperar su vida hogareña una vez haya terminado su misión supervisando los recursos energéticos que la Luna promete, descubre que no está solo. Está rodeado de sí mismo: una sucesión de clones dormidos aguarda por su turno para relevarlo en esa tarea que podría llevar siglos. La película pone el foco, no tanto en el problema de la crisis energética terrestre –tan fáctica e innegable, por cierto–, sino en esa especularidad familiar de lo humano que reside en la luna, en el desplazamiento de una identidad –desde la alegoría de este astronauta rizomáticamente clonado– que se fractura, que lucha contra su extinción a través de una memoria repetida, impedida de la experiencia y la novedad. Apresurando un poco la conclusión: la película sugiere que no es necesario ir a Marte para reactivar el problema copernicano y el inconmensurable y sancionado deseo galileico, el giro fundamental está sucediendo ahora y tiene que ver con la intuición de que es nuestra especie la que ha quedado fuera de lugar, la que se ha salido de la órbita gravitacional de las otras especies.[1]
Precisamente, uno de los pensadores más contemporáneos que ha venido reflexionando sobre la extinción de la especie humana es Fabián Ludueña Romandini. En su ensayo “La incertidumbre como destino político” (2016), Ludueña Romandini arriba a la idea de la desaparición de la raza a partir de una exhaustiva revisión histórica del término “catástrofe”, tan íntimamente asociado en la modernidad con la regulación divina de los poderes terrenales. Sin embargo, dice Ludueña Romandini, al comienzo el término se anclaba en el territorio del relato poético:
En griego antiguo, katastrophé tiene una significación técnica muy precisa que no está en absoluto vinculada con los desastres naturales (o civilizacionales) que son connotados por el sentido moderno del vocablo. Al contrario, su campo semántico recubre el espacio del teatro y, más específicamente, designa la conclusión o el cierre dramático de una pieza teatral. (Web)
Esta aseveración me invita a pensar en cuán genéticamente vinculado con la catástrofe está el género de la ciencia ficción. Se me ocurre que su manifestación como “Antropofiction” podría hacerle honor a ambos instantes del término ‘catástrofe’, tanto cuando se refiere al cierre dramático de una historia, como cuando, ya entrada la modernidad, “calamidad” y “catástrofe” actúan en la praxis como sinónimos: “La catástrofe será entonces el lenguaje más propio en que la naturaleza expresará su indiferencia antropológica ante la presencia del hombre en su seno. Sus movimientos geológicos, sus alteraciones y sus catástrofes se producirán sin que el hombre pueda evitarlas”, afirma en el mencionado ensayo Ludueña Romandini. Podríamos decir que esa autonomía violenta de la naturaleza es una de las preocupaciones actuales de la Antropoficción.
Otro indicador importante reside en una agenda temática que se ha impuesto de modo gradual pero irreductible. En Estados Unidos, desde comienzos de este siglo ha venido consolidándose el término Cli-Fi en alusión al fenómeno del cambio climático. Así, la Climate Fiction designa una tendencia narrativa dentro de la ciencia ficción especulativa preocupada por ensayar los siniestros resultados del calentamiento global. Novelas como La carretera (2006), de Comarc McCarthy, o El nombre del mundo es bosque, de Ursula Leguin –¡escrita en 1976 con la mediumnidad inmanente de la ciencia ficción!–, o El cuento de la criada (1985), de Margaret Atwood, o incluso desde la cueva del fantástico, La Niebla (1980), de Stephen King, dan cuenta del estado sociopolítico de apocalipsis que se desata con una subversión del clima. Este acercamiento a la temática parece recordarnos que el clima es quizás la última fuerza política y que precisamente su conciencia política, si bien muy distinta a la lógica humana, pasa por una profunda conexión con un orden sagrado del universo. Conexión –terrible ironía– que la subjetividad humana se ha empeñado en desoír bajo la excusa de que el discurso jurídico religioso era garantía suficiente de su superioridad biológica. Así, en la orden bíblica del Génesis 1.28 que dice: "Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra”, parece cifrarse el genoma de una pulsión capitalista. En la conferencia The Puzzling Face of a Secular Gaia (vídeo), el filósofo francés Bruno Latour critica, sin embargo, la mirada huidiza de los modernos con respecto a esa primera pulsión. Latour se pregunta: “De todas las ciencias, ¿no fue la economía la génesis de nuestra catástrofe?”. En sintonía con esa inquietud, Ludueña Romandini reconoce en ese principio economicista de dominio de las especies uno de los primeros actos eugenésicos. Pero una vez ejecutada esa primera “limpieza” y selección de las especies útiles a la humanidad, y una vez desgastado el potencial ideológico de la economía, la raza ha quedado sin techo. Latour lo resume así en su “Ensayo de un manifiesto composicionista” (2010): “Todo sucede como si la raza humana estuviera de nuevo en movimiento, expulsada de una utopía, la de la economía, y en búsqueda de otra, la de la ecología”. Claro que esa añorada ecología no viene al encuentro de este post-humano, o “póstumo”, para decirlo con Ludueña Romandini, sino que lo expulsa y lo aniquila. Y es sobre esta negra sorpresa que la “Antropoficción” construye los relatos del siglo XXI.
El tercer indicador constituye este otro giro de epistemes relacionados con los lenguajes de la sabiduría. Bien sabemos que el capitalismo se instala como horizonte de la convivencia humana en la polis, en íntima complicidad con las estructuras religiosas. Ya he dicho que la gnosis bíblica, tan aprovechada por los axiomas del capital, ha marcado a fuego los mandatos arquetípicos que celebran el poderío del humano sobre los recursos de la naturaleza. En esa pretendida superioridad espectral de la especie humana –sólo lo humano posee alma–, y luego con la secularización y el iluminismo –en la oposición binaria hombre-bestia, asumiendo como bestias, pasivas quizás, pero igualmente sometidas a su propio ‘irraciocinio’, a lo vegetal y a lo mineral–, llegamos a creer a rajatablas que justamente el trabajo traductor de la razón era aval más que sólido de nuestra perpetuidad sobre la faz de la Tierra. Latour insiste en que es preciso descifrar otros lenguajes si queremos comprender con sinceridad qué lugar ocupamos en las jerarquías que nosotros mismos diseñamos. La falacia de la escala en la que la piedra es menos inteligente que el árbol y el árbol menos complejo que el jaguar, por citar apresurados ejemplos, nos ha jugado una tremenda mala pasada. Latour habla de Gaia como la gran maestra, la última posibilidad que tenemos de aprender en serio, no bajo la ilusión de que nuestra modernidad, ese texto, esa composición basada en la linealidad del tiempo, es el estadio último –en correlato con la tecnología, por supuesto– de nuestro entendimiento de las relaciones orgánicas entre las cosas vivas y los objetos. Hay lenguajes a los que hemos renunciado sistemáticamente y que podrían brindarnos una última posibilidad de supervivencia como especie, advierte. ¿Cómo sabe la Tierra que debe ordenarse en capas geológicas? ¿Cómo lo sabe? Es a ese saber anti-epistemológico, por decirlo rápido, al que se tendría que aspirar para frenar nuestra extinción. Por ello, es asombroso y de todos modos conmovedoramente natural y espontáneo que las poblaciones humanas de este siglo estén instintivamente imitando los comportamientos de la naturaleza en su proceso de subversión ante los excesos criminales del capitalismo. Pienso en la gran caravana que partió de Centroamérica con rumbo a México. Cuando se les preguntó a muchos de esos peregrinos por esa decisión, ellos dijeron que así, juntos, estaban mejor protegidos, así juntos se nucleaban como un movimiento político. Me permito sugerir que estos éxodos se articulan –no como la emigración de los pájaros que atraviesan las regiones de acuerdo a los cambios estacionales–, sino más bien imitando el impulso físico de los huracanes, es decir, yendo contra la acumulación de elementos que los provocaron, alimentándose de los contradictorios niveles de presión, modificando las condiciones originales de los territorios por los que pasan.
En resumen, creo honestamente que la Antropoficción, amparada en ese prefijo que cuestiona y pone en tensión lo que hasta hace poco entendíamos como esencialmente humano, es capaz de dar cuenta de los abismos y contradicciones a los que ahora se enfrenta nuestra especie. La primera ciencia ficción vio en la máquina una amenaza, pero también una posibilidad erótica y sexual con el potencial de trascender las barreras morales. La Antropoficción admite la autonomía de la máquina, su identidad como objeto híbrido, su insospechada capacidad para desear, juzgar con una moral particular y organizar la polis bajo dinámicas que todavía están en transformación. La aceptación de esa conquista maquínica habilita a la escritura a recrear mundos, a imaginar relatos –alotopías, más que distopías–, en los que el ser humano ha reelaborado su autoimagen y tal vez se alista para dinamitar las jerarquías que se empeñan en mantenerlo en la cima de sus ruinas, respirando las primeras partículas de sus propias cenizas.
A continuación, para asentar un poco estos puntos de análisis que les he propuesto, quiero comentar algunas novelas que bien podrían ubicarse bajo el paraguas de la sensibilidad de la Antropoficción.
Hace poco leí América Alucinada (2016), de la escritora argentina Betina González. En esta novela tenemos la flagrante caída de un modelo occidental de sociedad basado en la familia y en la acumulación de bienes. La debacle se dispara con el sistemático ataque de ciervos cuyo comportamiento ha mutado de la relativa domesticidad, producto de su cercanía con lo urbano, a una exacerbación de su naturaleza animal. Este ‘desborde’ irónicamente acerca a los ciervos a la predeterminación maligna de la mente humana, como si al tensionar las naturalezas concretáramos una sinapsis conmovedora, terrible y complementaria de nuestros seres. En América Alucinada, los padres abandonan a sus hijos para irse a vivir a los bosques, en franca guerra con los ciervos desquiciados. Esta renuncia a la incontenible coexistencia social en el marco de la polis aspira o deviene en un nuevo estado de conciencia activado por el consumo de la “albaria”. La “albaria” o, efectivamente, “Flor de la conciencia” es originaria del Caribe, una región que en la novela de González es apenas un sueño nostálgico, un recuerdo cargado de duelo y de culpa. La “albaria” es, pues, la metonimia de ese edén ya definitivamente arrasado por la sobreexplotación económica, y los que quedan, los “póstumos”, intuyen en su repliegue residual que, sólo despojándose de las marcas civiles, hundiéndose en el consumo de la albaria para retornar a una naturaleza primordial, sólo así podrán encontrar tal vez una forma de persistir. Como en un acting out de lo que fue el estado de ánimo del movimiento hippie, algunos personajes de esta arriesgada y ambiciosa novela hacen de la albaria un portal gnoseológico.
La novela Quema (2015), de la escritora catalana Ariadna Castellarnau, alegoriza la necesidad de incinerar el capital y su plusvalía. En Quema, la extrema escasez de alimentos en regiones que podrían pertenecer a cualquier continente del globo reduce a los seres humanos a una profunda sensación de hambre. A pesar de esta desnudez afectiva que provoca la hambruna, los sobrevivientes de ese mundo asolado tienen la energía suficiente para quemar sus últimas pertenencias en grandes piras con las que parecen purificar el cadáver del planeta y emerger a una subjetividad humana distinta, libre ya del clientelismo de la ciudadanía.
Los que duermen en el polvo (2017), de Horacio Convertini, recurre a la decadencia gatillada por un virus que zombifica a la ciudadanía y que se ampara en los nuevos límites geográficos que impone la naturaleza. Así, el desierto o el río actúan como auténticos reguladores de los últimos poderes políticos. El fenómeno climático también está presente en El año del desierto (2005, 2012), de Pedro Mairal. En esta propuesta tenemos a la “intemperie”, una avanzada climática cuya acción transformadora consiste en el borramiento de toda manifestación material moderna; así, el internet, el derecho a voto de las mujeres, el transporte a combustible, la tecnología médica, e incluso el lenguaje, van siendo arrasados por esta intemperie imparable. Es poderosa la invitación a pensar esa intemperie como una alegoría del “corralito”, la crisis económica que revolucionó los estamentos sociales el año 2001 en Argentina. El sujeto póstumo que se entrega a esa espiral revertida de la historia, esa resistencia declarada a la flecha compulsiva del progreso, va descubriendo los lenguajes de la naturaleza que en la ilusión evolucionista había reemplazado con saberes temporales. La protagonista, una joven treintañera, descubre, por ejemplo, que es más útil saber sostenerse en un pantano que poseer algunas destrezas tecnológicas.
Fotografía tomada por el periodista boliviano Pablo Ortiz (Región de la Chiquitania afectada por incendio, 2019).
En Caja de fractales (2017), el escritor puertorriqueño Luis Othoniel descoloniza el tiempo histórico para generar una descolonización más importante y radical. Como una bifurcación de fractales, los tiempos de la novela no se organizan en ninguna linealidad posible. Los personajes –o sus nombres o nominaciones– viven en años totalmente azarosos: 2073, 2030, 2701, quizás poniendo como el nuevo punto de partida el año 2017, cuando el huracán “María” asoló la isla. Es curioso, sin embargo, que la novela no proponga viajes al pasado, anulando esa tentación moderna del ángel benjaminiano de ubicar allí, en la infancia histórica, el objeto de su duelo. En Caja de fractales, hay porvenires, pero como dice Latour, “no hay futuro”. Los personajes buscan desesperadamente el modo de llegar a La Catedral, un lugar submarino que, en realidad, es un moridero, la urna ulterior de los que van cayendo vencidos por la violencia estructural de la economía.
En Los días de la peste (2017), de Edmundo Paz Soldán, la presencia de lo bacteriológico es más que un inteligente paralelismo con la hacinación y gentrificación de La Casona, una cárcel cuyo orden y caos se dan en el magma de lo sagrado. En esta novela, Ma Estrella o “La Innombrable” es una especie de virgen o deidad en la que los hombres expulsados de la vida civil encuentran una correspondencia. Una posible lectura de esta obra de Paz Soldán nos conduce por el sendero de los arquetipos. ¿Acaso para reconectarnos con eso que la modernidad ha desplazado hacia el ritual del consumo, es decir lo sagrado, es preciso antes abandonar la identidad humana y adoptar otros comportamientos? Al igual que la multiplicación viral y bacterial, el sujeto encarcelado debe renunciar a la civilización a la que perteneció y disgregarse o multiplicarse en la transubjetividad violenta de una cárcel, allí, donde ser “uno” no sólo es un lujo, sino que no augura ninguna supervivencia.
Conclusión
Soy consciente de que el prefijo “Antropo” puede pecar de tautológico cuando hablamos de ficción. Pero también creo que, en el otro extremo, la palabra “ciencia” atraviesa una ya inocultable crisis de representatividad narrativa y está bien que así sea. Durante gran parte del siglo XX, la ciencia ficción latinoamericana, concretamente, experimentó rachas de pudor y baja autoestima pues los instrumentos gnoseológicos con los que articulaba sus relatos poco le debían a los avances científicos. Los ‘devices’, ‘gadgets’ y demás automatismos eran propios del Primer Mundo. Ese aparente desfase permitió, afortunadamente, el cultivo de inesperadas manifestaciones del género en las que el futuro era un territorio ajeno, de una fascinante “ajenitud”, plena de posibilidades filosóficas. Hoy, a casi dos décadas del nacimiento del siglo XXI, esas brechas están cerradas y tal vez estemos ante un momento único para conversar sobre el modo en que queremos llamar a este enorme deseo narrativo de imaginar lo que viene para nosotros, de adelantarnos a la oscuridad y a las cenizas, de hacer duelo por la extinción de nuestra especie.
Hace poco leí el prólogo de la I Antología de Literatura Fantástica Neoindigenista (2018), compilada en Bolivia por Iván Prado Sejas y Willy Muñoz, y celebré la pertinencia de ese volumen. Tal vez el género que mejor responda con relativa inmediatez y saludable simultaneidad a los cambios sociopolíticos de Bolivia sea, efectivamente, el de una ciencia ficción y un fantástico que precisan, más que de un adjetivo clarificador, de un apellido nacional: “Neoindigenista”. ¿Cuál será la sensibilidad, el novum y el porvenir que nos promete esa narrativa? ¿Promesa o amenaza? ¿Apocalipsis o nuevo génesis? ¿Retorno o eternidad? Preguntas que yo, hija de Plutón en Libra, oscura luna en Capricornio, les planteo aquí para que juntos nos acerquemos al fuego primordial de las respuestas. Ese fuego que, desde los hielos infinitos de Ithaca, donde vivo ahora, se desplaza tras las colinas como la más alta de las utopías.
18 de septiembre, 2019
Obras citadas
Castellarnau, Ariadna. Quema. Gog & Magog, 2015.
Convertini, Horacio. Los que duermen en el polvo. Alfaguara, 2017.
González, Betina. América Alucinada. Tusquets, 2016.
Latour, Bruno. “Ensayo de un manifiesto composicionista” (2010). Revista Fractal, No. 76. \https://www.mxfractal.org/articulos/RevistaFractal76BrunoLatour.php\
The Puzzling Face of a Secular Gaia. Video: \https://www.youtube.com/watch?v=eFUHXJF9wVE\
Ludueña Romandini, Fabián. “La incertidumbre como destino político”. AÑO 03-N07 - "Incerteza" ISSN 2359-4705. 2016. \http://climacom.mudancasclimaticas.net.br/?p=6173\
Mairal, Pedro. El año del desierto (2005). Edición de Susan Hallstead y Juan Pablo Dabove, Stockcero, 2012.
Othoniel, Luis. Caja de fractales. Entropía, 2017.
Paz Soldán, Edmundo. Los días de la peste. Malpaso, 2017.
“Por el bien de la humanidad…”. Nota periodística sobre Stephen Hawking. \https://www.bbc.com/mundo/noticias-40355745\
Notas
[1] La luna es también considerada arquetípicamente por los estudios astrológicos como la manifestación de las emociones, la maternidad, el pasado, el trauma y los males psíquicos.