“Yo siempre he dicho que, si el escritor es bueno, es actor, aunque no lo sepa”, supo decir alguna vez Alberto Laiseca. “Es actor en sus personajes, al escribirlos. De la literatura a la actuación hay un paso muy cortito. Hay que animarse a darlo, nada más”. Además de escritora de literatura, Romina Paula (Buenos Aires, 1979) es dramaturga, directora de teatro y de cine, y actriz; una serie de actividades que, en cualquier otro escritor, podría ser la muestra viva de la indefinición, pero que en el caso de Paula no solo viene a verificar la hipótesis de Laiseca sino que, además, es clave a la hora pensar en su modo de hacer literatura.
En la serie de textos que componen este libro, Archivos de Word, que es heterogénea, diversa en tonos y formas, incluso en épocas de producción, donde hay relatos más tradicionales y otros textos de corte más experimental, se destaca, por empezar, “Gelatina”, un relato breve, de apenas una carilla, que asume el punto de vista de un imposibilitado motriz: un relato claustrofóbico y, en su quietud, extremadamente intenso. Se destacan, también: “Déborah S.”, un coming of age que, a partir de un doble enamoramiento, narra el fin de la inocencia de una niña en edad escolar; “Por ejemplo, la chica del pelo”, un relato en el cual Romina Paula hace gala de su probado talento como dialoguista; y, quizá el mejor texto de la serie, “Natalia [se] muere (con broma póstuma y epílogo)”, un relato desgarrador, que narra, en primera persona, la muerte de una hermana.
A su vez, en “Observaciones desde un invierno que no quiere ser primavera”, un relato ambientado en 2009, que tiene a la gripe aviar como telón de fondo ─un texto en el cual el acto de toser en el pliegue del codo y el uso del alcohol en gel tienen, a la distancia, un aire premonitorio─, se advierte un rasgo central en la literatura de Paula: el flaneurismo. Es habitual que, sin mayores explicaciones, los protagonistas de los textos de Romina Paula salgan, de pronto, a caminar por la ciudad, y es habitual que ese arranque muchas veces propicie un giro en los acontecimientos. Lo interesante es que los personajes de Paula suelen ser de un espíritu gregario. Son personajes que asisten a eventos, fiestas y festivales, a la vez que tienen un alto grado de introspección, y una pulsión de soledad que, en algún momento, les pide apartarse del bullicio, salir a tomar aire y dar una vuelta por la ciudad. Es en esas transiciones, del mundo interior al mundo exterior ─dos mundos que parecen estar en equilibrio y, al mismo tiempo, en tensión─, donde habitualmente se revela la esencia de muchos de estos personajes.
Retomando la idea de Laiseca, se podría pensar que la gracia y la espontaneidad que se percibe en la literatura de Romina Paula ─en sus personajes, en sus voces─ puede tener alguna relación con lo multidisciplinar en su autora. Al menos, las excursiones hacia el teatro y el cine, en diferentes roles, no se pueden pasar por alto a la hora de abordar su obra literaria. Porque hay algo que se advierte, concretamente: ya sea en un texto de hace diez años, veinte, o uno actual, daría la sensación de que Romina Paula siempre está llegando a la literatura. En cada uno de sus textos se percibe la frescura de alguien que parece que acaba de desembarcar en la literatura. Para muestra, un botón: “No es fea, no lleva nada en la cabeza, tiene el pelo recogido en una trenza, su pelo es lindo también”. Más allá de una posible disposición natural, de cierto modo innato de ver el mundo, de cierta apuesta estética en cuanto a modos de decir, uno podría preguntarse por el camino que hay que recorrer para llegar a ese punto; para llegar a confiar, como escritor, en una descripción de esas características, tan diáfana y despojada. Probablemente sea un camino vinculado al desaprender (Picasso solía decir que le llevó toda una vida aprender a dibujar como un niño), un camino en el que la literatura como algo más (como algo más, además del cine y el teatro; es decir, no como un punto donde se concentra toda la voluntad creativa ─todas la energía, todas las expectativas y frustraciones─ de un autor, sino como un canal más de expresión, entre otros), en ese sentido, juegue a favor.
Si, hilando más fino, hiciéramos el ejercicio de desmontar los textos de Romina Paula para tratar de entender cómo lo hace, cómo logra el efecto, ese aire fresco y vital que se respira en su literatura, habría que identificar tres aspectos que parecen ser fundamentales: la experiencia, la segunda persona y la sintaxis.
La experiencia, en primer lugar, en el sentido de que muchos de estos textos, a veces de modo explícito y otras veces de modo algo más velado, en formas que van desde la autobiografía al autorretrato, están atravesados por la fuerza de una experiencia de vida intensa y reconocible. La segunda persona, a su vez, porque aparece como un recurso habitual que le da a los textos un halo intimista altamente verosímil. Y, por último, quizá lo más importante en la escritura de Romina Paula: la sintaxis. Atenta, sobre todo, al oído, a cómo suena, la sintaxis de Paula está, siempre, al servicio del ritmo y la respiración de las voces. Algunas veces puede tender al largo aliento; otras veces puede ser más corta; y otras, más experimental. La sensación que queda, en todos los casos, es que las variaciones están justificadas por algo que va más allá de la técnica ─por una sensibilidad particular, por un sexto sentido─, como si cada decisión sintáctica fuera, a cada momento, la única posible.
Estos tres elementos ─experiencia, segunda persona y sintaxis─, y seguramente algunos más, sumados al factor multidisciplinar (cómo se retroalimentan entre sí teatro, cine y literatura), son los que, de mínima, habría que poner en consideración a la hora de pensar en este libro y, en general, en la obra de Romina Paula, una autora consolidada a tal punto en la singularidad de su poética, que resulta insoslayable a la hora de hablar de literatura local contemporánea.
16 de febrero, 2022
Archivos de Word
Romina Paula
Mansalva, 2021
128 págs.