Hay una secuencia cinemática muy poderosa en América, de Kafka, montada de manera que se pone a la trompeta en un eje vertical inquietante. La secuencia empieza con esta descripción:
Cuando descendió en Clayton oyó de pronto el sonido de muchas trompetas. Era un sonido confuso, las trompetas no estaban afinadas unas con otras y se las tocaba inconsideradamente. […] A fin de que no se produjera monotonía alguna, habían utilizado pedestales de los más diversos tamaños; había, pues, mujeres bajísimas y otras no mucho más altas que de tamaño natural, pero junto a ellas se elevaban otras mujeres a tales alturas que uno creía que peligraban con la menor ráfaga. Pues bien: todas aquellas mujeres estaban tocando.
¿A qué viene evocar esta secuencia si queremos hablar sobre la muerte de Jerry González, en Madrid, hace ahora un año? Es evidente que la trompeta es la que establece la relación; pero por qué ese pasaje, entre todos los posibles, de entre todas las referencias a la trompeta que se hacen en la literatura. Porque hay muchas referencias a la trompeta en la literatura; están en la literatura clásica, en la filosofía, en el ensayo posestructuralista, en la poesía y en la narrativa contemporánea. Desde las trompetas de Jericó a las elucubraciones mitopoéticas de Mircea Eliade o las historietas de Baricco.
Dentro del amplio repertorio de instrumentos de viento, la trompeta es uno de los que requieren una mayor implicación orgánica, donde el discretísimo músculo orbicular de la boca no tiene menor importancia o peso que el diafragma o la membrana del oído interno. Tiene mucho de ejercicio cardiorrespiratorio la trompeta, de gimnasia, de práctica deportiva, de coordinación, como todo el resto de los vientos (y de los instrumentos musicales en general), pero la trompeta forma junto con el trombón, el bombardino y la tuba, entre otros, la subfamilia de viento metal cuyo registro de octavas se consigue a través de variar la presión del aire. Y ello, para que suene bien, tiene que hacerse con una naturalidad que solo se alcanza si el sonido sale del cerebro. Resumiendo: a la trompeta hay que ponerle mucha actitud.
En la final de la Copa Davis de 2003, en la que se enfrentaron España y Australia, el trompetista James Morrison, en lo alto de las gradas, se largó a tocar el Himno de Riego, el himno de los periodos republicanos españoles, cuando se suponía que debía sonar la Marcha Real. No está claro qué fue lo que pasó allí, si fue un error de la organización o una irreverencia deliberada. Morrison es capaz de realizar el sindiós de tocar la trompeta con una mano y con la otra el piano, con lo cual puede marcarse él solo unos blues arrebatadores, llenos de color y vivacidad. Virguerías, en realidad, como cuando Arturo Sandoval quitó en medio de un concierto la boquilla de la trompeta y empezó a soplar directamente por la boca del túdel, un caño de latón reforzado de apenas un centímetro de diámetro que cortaría los labios de cualquier persona al aplicar la mínima presión. Pero él tocaba como si nada, ¡y sonaba bien! Eso fue en el año 1990, en el Festival de Jazz de Berna, en un concierto de prodigios de la trompeta, donde también estaban James Morrison, Jon Faddis y Winston Marsalis. Es conocida la tirria que le tenía Miles Davis a Marsalis, a quien consideraba una especie de Tío Tom, como a Satchmo, pero con menos talento. En Louis Armstrong al menos reconocía al padre de todos ellos, al hombre que había prácticamente inventado el sonido de la trompeta de jazz moderna. En Marsalis sólo veía a un ambicioso joven capaz de aprenderse los mil trucos para embaucar a la burguesía blanca con sus diletantismos sofisticados. Claro que Miles Davis era un tipo muy inteligente y además un tipo informado, y no dejaba pasar una. Estaba hastiado del trato que reciben los negros en Estados Unidos y usó su parcela de fama y poder para alzar la voz. A su manera, claro: una forma de encontrar en lo colectivo aquello que tenía que ver con él mismo y con sus asuntos. Boris Vian, que también tocaba la trompeta, lo conoció en París a finales de los años ’40 y estuvo durante la grabación de la banda sonora de Ascensor para el cadalso, la película de Louise Malle, que acabó siendo uno de los discos más bellos de la historia del jazz. Él los había presentado, a Davis y Malle. Fue en el año 1957, más de una década después de que Vian publicara Escupiré sobre vuestra tumba, que aborda el conflicto racial estadounidense desde la perspectiva de un mestizo que está muy loco.
Jerry González empezó tocando las congas para las bandas de George Benson y Dizzy Gillespie, pero con quienes realmente se fogueó en la música latina que se hacía en Nueva York en los años ’60 fue con Ray Barretto, Eddie Palmieri y Bobby Paunetto. El primer grupo que formó por iniciativa propia fue Anabacoa (luego rebautizado Grupo Folklórico y Experimental Nuevayorquino), junto a su hermano Andy, al bajo, y un selecto elenco de músicos latinos. Se juntaban en el sótano de la casa de los González en el Bronx (de allí salieron dos discos ya legendarios: Concepts of Unity y Lo dice todo). Por aquellos mismos años, el trompetista argentino Rubén Barbieri compuso la música para El perseguidor, la película de Osías Wilenski sobre el cuento de Julio Cortázar (otro trompetista aficionado que no aguantó los rigores del entrenamiento diario). Sabemos que a Cortázar no le gustó nada la película, pero que sí le entusiasmó mucho el «blues bitonal» que Barbieri había compuesto como esqueleto de la banda sonora. El saxo solista, el que interpretó aquella música, fue el hermano de Rubén, Leandro «Gato» Barbieri, otro explorador.
Durante los últimos casi veinte años, Jerry González tocó habitualmente en el Café Berlín de Madrid, en el «antiguo» Café Berlín, en el primer piso de un llamativo edificio modernista que hay en la calle Jacometrezo. Alternaba la trompeta, el fliscorno y las congas, hacía unos sets bastante desparejos y era un número fijo de la sala. El Oba-Oba era un garito de música brasilera que estaba en el subsuelo de ese mismo edificio, ahora reconvertido en hotel cuatro estrellas. En el Oba-Oba tocaba Irapoam Freire, un trompetista carioca que se especializó en acompañar a músicos de flamenco, pero que vivía principalmente de tocar música tradicional brasilera en el Oba-Oba y de todo un poco en la calle, casi siempre en el barrio de Lavapiés. Irapoam Freire, más o menos por las mismas fechas en que murió Jerry González, tuvo algún tipo de «ataque» que lo dejó en una silla de ruedas. Un grupo de amigos hizo una colecta para pagarle el pasaje de regreso a Brasil.
De los dos grandes trompetistas de jazz latino, aquellos que contribuyeron de forma decisiva a afianzar el género y que lograron construir una voz propia poderosa, Arturo Sandoval podría verse como el cubano «puro», arraigado con fuerza en la tradición de la música latina (de los cabarets y los clubes, las grandes orquestas, del baile, el folclore frutal, etc.), y Jerry González sería el «blend» panamericano, el puertorriqueño-neoyorquino que bebe de todas esas coloraturas afrocubanas pero que está a la vez profundamente inoculado de los modos armónicos y de la fraseología del bebop e incluso del cool y del West Coast. Basta recordar que tocó en las bandas de Tito Puente, McCoy Tyner o Jaco Pastorius para señalar la transversalidad de su música. Aparte de estos sincretismos musicales de base, que marcaron el grueso de su trayectoria como acompañante y como líder, desde que Jerry González se instaló en España en el año 2000, auspiciado por el éxito de la película Calle 54, de Fernando Trueba, incursionó de forma militante en el flamenco. Tocó y grabó con Paco de Lucía, Enrique Morente, Diego «El Cigala» y otros grandes, ahondando en su vocación de mestizaje.
Hay tantos sonidos de trompeta como trompetistas, pero solo unos pocos han sido capaces de convertir su particularidad sonora en un «timbre». También hay sonidos «nacionales», difícilmente teorizables pero claramente identificables, como el sonido cubano, el sonido mexicano y el sonido brasilero. El sonido brasilero podría ilustrarse con el sonido que le sacaba Irapoam Freire a su trompeta: suave, rítmico, sutilmente melódico, sensual sin engolamiento, alegre sin estridencias… Un sonido tupí-guaraní, como él mismo. Dos grandes trompetistas de jazz habían incursionado antes en la música brasilera, Dizzy Gillespie en el año 1974 (Dizzy Gillespie no Brasil com Trio Mocotó) y Clark Terry en el año 1981 (Ella Abraça Jobim), pero ninguno se acercó a la fragilidad del susurro de Irapoam, un sonido que está siempre a punto de no ser.
Si eso que llamamos jazz es el resultado de un largo y complejo viaje que va del tam-tam al sintetizador y de África a América, donde encuentra la tradición de la música europea ya esponjada (¡el método canónico de estudio de trompeta lo escribió un lionés a mediados del XIX!), en ese caldero bullente entraron los trovadores, los zíngaros, el blues y los cantos de los esclavos, Bach, las romerías y los metales balcánicos, la música de cámara, las cuerdas sefardíes, la resonancia catedralicia medieval, la variada banda sonora del animismo y las frecuencias mesmerizantes de la mística sufí. De ese puchero sale el sonido de la trompeta estadounidense, que es el sonido de la trompeta de jazz y que en realidad es un delta sonoro cuyas islas-nación son apodos o nombres de pila: Satchmo, Dizzy, Miles, Chet, Art, Booker, Freddie, Don, Fats, Mugsy… Ese viaje, sin embargo, no tiene puerto de reposo: el circuito está abierto y reverbera. Discurre por Europa (Erik Truffaz, Paolo Fresu, Tomasz Dabrowski, Susana Santos Silva, Fabrizio Bosso, Arve Henriksen, Tomasz Stanko), África (Claude Deppa, Hugh Masekela –muerto recientemente–, Muyiwa Kunnuji, Marcus Wyatt...), Asia (Shimpei Ruike, Toshinori Kondo…), Medio Oriente (Ibrahim Maalouf, Amir ElSaffar, Avishai Cohen, Itamar Borochov…) y América (Dave Douglas, Ingrid Jensen, Ambrose Akinmusire, Juan Cruz de Urquiza, Mariano Loiacono, Cristián Cuturrufo…).
Lo orgánico discute la jerarquía implícita en la verticalidad: lo orgánico pone a la lógica vertical ante al abismo de sus propias contradicciones finalistas. Eje maldito el vertical: la visión del artista como genio bufo, aislado por elevación o por depresión, constructos románticos devoradores, en contraposición a la cadena de hermanamiento de lo tabernario.
En el libro de las «Revelaciones», las trompetas anuncian un apocalipsis figurado, metafórico, profético, pero lo cierto es que muchos trompetistas han sucumbido a un apocalipsis personal lamentable y muy real. Hay casos tremendos, como el de Lee Morgan, que murió tiroteado por su ex pareja, durante un concierto, con treinta y tres años; o el de Clifford Brown, muerto en un accidente de coches con veintiocho, la misma edad que tenía Bix Beiderbecke en su último delirium tremens. Fats Navarro murió a los veintiséis, víctima de la tuberculosis y la heroína. De tuberculosis también murió Bubber Miley, el gran innovador de la sordina y el creador de buena parte del sonido que asociamos con las bandas de Duke Ellington, a los veintinueve. Freddie Webster, de quien Gillespie decía que «tenía el mejor sonido de trompeta desde que se inventó la trompeta», murió a los treinta envenenado por una heroína preparada para matar al saxofonista Sonny Stitt. Chet Baker vivió bastante más, pero murió de forma trágica también. Cuando cayeron los muros de Jericó, tras la última nota larga de las siete trompetas, en la ciudad murieron todos salvo Rahab, la prostituta (el mito de la revolución del jazz se teje con lo prostibulario, lo arrabalero, lo subterráneo). Eran siete los sacerdotes que tocaron al unísono para obrar la demolición, y siete fueron los ángeles solistas del Apocalipsis. Todo es un remedo del «Fuego vine a traer a la tierra», de Lucas.
El pasaje de América acaba con un giro inesperado en los acontecimientos. Esto es un tanto redundante, porque todo en Kafka es inesperado, significativo e inquietante. Karl, el protagonista, reconoce a su amiga Fanny entre los ángeles que animan el teatralizado reclutamiento del fordismo, y ella lo invita a subir a su pedestal y le pasa su trompeta:
Sin dejarse molestar por el ruido de las demás, tocó Karl con todas sus fuerzas una canción que alguna vez había escuchado en alguna taberna. Estaba contento de haber encontrado a una vieja amiga y de poder tocar allí la trompeta, instrumento preferido entre todos, y de tener, además, la perspectiva de obtener pronto, posiblemente, un buen empleo.
Muchas de las mujeres cesaron de tocar y se pusieron a escuchar cuando, de pronto, Karl se interrumpió; quedaban en actividad apenas la mitad de las trompetas y sólo poco a poco fue restableciéndose el alboroto completo.
—Pero si eres un artista —dijo Fanny al tenderle Karl la trompeta—; procura que te empleen de trompetista.
—¿Acaso emplean también a hombres? —preguntó Karl.
—Sí —dijo Fanny— nosotras tocamos durante dos horas. Luego nos relevan los hombres, vestidos de diablos. Una mitad toca las trompetas; la otra, los tambores. Es un bonito espectáculo.
Gerald «Jerry» González, el «Apache», murió asfixiado por el humo de un incendio, en su casa del barrio de Lavapiés, donde vivía solo. Había nacido en Nueva York en el año 1949, el mismo año que nació Arturo Sandoval en Artemisa. Las primeras noticias hablaban de un anciano solitario, anónimo, como muchos de los que viven en Madrid. Eso fue por la mañana del día 2 de octubre de 2018. Al mediodía ya se le puso nombre al «anciano». Un periodista musical que se pasó por la calle Jesús y María fotografió los restos del incendio. Junto al portal había un par de fundas de trompeta abandonadas de cualquier manera y una trompeta de pie, desnuda y cubierta de hollín, y por la ventana de la planta baja donde vivía se veían unas congas medio quemadas y un terrible panorama tiznado. Ahora en ese edificio hay una placa que lo recuerda.
Irapoam Freire era un trompetista sutil y sugerente, un improvisador lleno de recursos técnicos y rebosante de sensibilidad e imaginación. Él no tendrá una placa en la plaza de Cabestreros, a tiro de piedra de la calle Jesús y María, donde disimulaba los tejemanejes de Tino La Calma cobrando en especias. Bien pensado, esa silla de ruedas puede verse como el ascensor para abandonar el cadalso del músico callejero, el cadalso del trompetista que malvive a pesar de dominar una herramienta vieja como el mundo, complicadísima, que muy pocos dominan. El trompetista que mantiene la boquilla caliente en el invierno colocándola en la cintura, en contacto con la piel.
Buena parte de la historia contemporánea de la trompeta puede definirse como la lucha contra la estridencia, la ampliación del registro en sentido horizontal, su espacialización esferizante, la negación del agudismo como efecto histriónico y la búsqueda del eje extendido del pentagrama; tanto Jerry González como Irapoam Freire lograron articular una voz propia, significativa y reconocible en los márgenes de las corrientes principales de los distintos géneros, nutriendo el terreno fronterizo para que surgieran nuevas voces. «Cual las generaciones de las hojas/ tales son las de los hombres», leemos en Homero. «A unas hojas las echa a la tierra el viento,/ mas la selva las reengendra brotando otras,/ al llegar la estación primaveral./ Así con las generaciones de los hombres:/ una nace, otra perece».
El destino le deparó a cada uno dispar fortuna, idas y venidas, subidas y bajadas. Ambos contribuyeron a transitar el duro camino del desierto de finales del siglo XX, un tiempo en el que el jazz tuvo que reinventarse, diseminarse de forma solidaria… y volver a la taberna.
6 de noviembre, 2019