Habría que empezar diciendo que la autora de esta novela ─escrita en 1996 y publicada este año en la inestimable traducción de Inés Garland por el sello editorial La Parte Maldita─ cambió su nombre a partir de 1973, al salir publicados sus primeros artículos. Este dato, que puede parecer insignificante, resulta sin embargo de relevancia, en tanto la escritora nos presenta la historia de una mujer que narra en primera persona los intentos de construcción de una identidad, cuyo punto de partida es el vacío. Las palabras, que se acumulan y reiteran en una prosa ágil cargada de crueldad y poesía, procuran, entonces, llenar un vacío. El vacío de la existencia de aquellxs condenadxs a no existir; el vacío de una vida sin historia, sin un pasado que contar; el vacío de quien se resiste a ello, de quien contrarresta su inexorable destino hablándose a sí misma, como una forma de amarse a sí misma, para huir de la senda de lo que se supone inevitable e irreversible.
El título anticipa la contradicción como una marca que atravesará toda la novela. La autobiografía es, por definición, un relato en primera persona que alguien hace de sí mismx. Aquí, en cambio, la autobiografía rompe los esquemas tradicionales y se propone como relato de una otra. No obstante, descubrimos que Xuela, la narradora, necesita contarse a sí misma para contar a su madre o, mejor dicho, solo puede contar a su madre, narrándose a sí misma. Porque su madre es, para ella, el vacío; es, y lo repite hasta el cansancio, "esa mujer con una cara que nunca vi, ni siquiera en sueños". Xuela Claudette Richardson ─uno de los apellidos de nacimiento de Jamaica Kincaid─ es hija de Xuela Claudette Desvarieux, que muere en el momento del parto. Es este el acontecimiento crucial con que empieza la vida de la narradora y, por extensión, esta novela de potencia descarnada, que juega con los difusos límites entre la ficción y la autobiografía, no sólo por el apellido de la protagonista sino también por su pertenencia a una isla colonizada, en la que ser mujer y pobre trae consigo un idioma y un sistema de creencias ilegítimos: "Mi madre murió en el momento en que nací así que durante toda mi vida no hubo nada que se interpusiera entre la eternidad y yo; a mis espaldas había siempre un viento negro y desolador".
Narrar es contrarrestar lo inexorable de esas marcas heredadas desde antes de nacer. Contar su historia, que comienza con el abandono de su madre, involuntario pero abandono al fin; que sigue con el abandono de su padre, y que continúa con el maltrato y rechazo de su cuidadora, de su madrastra y de sus hermanxs, que malquieren porque se resisten a aceptar su origen y se inundan por ello en la desazón y la soledad; contar su historia es, entonces, una forma de resistencia. Se trata de llenar el vacío de una identidad sin historia aceptándose como parte de lxs irreales, de lxs humilladxs, de lxs inferiores. El relato, que atraviesa setenta años de la vida de la protagonista, es tanto una feroz genealogía familiar como sociocultural, en la que se refleja la educación ─casi nula para mujeres y propiciadora de la desconfianza como modo de vinculación ─"el amor podría darle ventaja a otro"─, las costumbres, los mandatos y las creencias que forjan la vida del pueblo africano, como fuente de autohumillación y odio: "llevaba su desprecio como una prenda de vestir".
A medida que avanza el relato, la narradora, que no emite palabra hasta los cuatro años, adquiere una irrefrenable verborragia con la que empieza a hablarse a sí misma; comienza a disfrutar del sonido de su propia voz, aprende a leer y a escribir muy rápido. Esto, que la lleva a ser considerada por su maestra como una niña poseída por el mal, es la marca de su autodeterminación. Ella, que es hija de una mujer carib, es decir, hija de una mujer de un pueblo exterminado y derrotado ─a diferencia de los africanos que fueron derrotados pero sobrevivieron─, extraerá fuerzas de la devastación y colmará de palabras su historia en patois francés ─el lenguaje ilegítimo─, y creerá y seguirá creyendo hasta el final de sus días en la aparición que de pequeña presenció de una mujer desnuda que con los brazos extendidos atrajo a un niño a la muerte, aunque la obliguen una y otra vez a no creer en esas cosas, porque "lo que fuera que me dijeran que debía odiar era lo que yo amaba".
La novela de Kincaid plantea sin ambages la vida como una herida, plagada de contradicciones ─"los días son largos, los días son cortos"─ pero, a su vez, la vida como la posibilidad de tomar decisiones. La muerte es la única certeza. En el medio, las posibilidades son infinitas. Xuela cuenta su historia porque en su voz se imbrica tanto la voz y la historia de la mujer a la que nunca le vio la cara ni le escuchó la voz, como así también la historia y la voz de lxs hijxs que decidió no traer al mundo.
En la historia de Xuela se entretejen las historias de lxs desposeídxs. Son historias de dolor pero, sobre todo, de resentimiento. En su vertiginoso y atrapante relato, la protagonista, a la vez que desmantela hipocresías, nos introduce en los vaivenes íntimos de su autodescubrimiento como mujer. Por eso, pese a la intensidad del dolor, la aceptación del placer sexual y el goce corporal serán marcas indelebles que le permitirán enfrentarse al deber ser. Xuela es diferente a lxs demás porque toma decisiones. Se niega a ser una mujer predestinada. En los intrincados hechos de sufrimiento y maltrato que padece, el mundo como propiedad masculina de los vencedores se vislumbra en modo lacerante. Las mujeres atraviesan riesgosos abortos clandestinos, mientras los varones desparraman su desconocida prole en cada lugar por el que transitan. Xuela, cuyo devenir está indefectiblemente signado por el abismo de dos progenitores a quienes no puede conocer ─a una por la muerte; al otro, porque su ser no se deja penetrar y es puro misterio, y porque lo poco que conoce de él le provoca rechazo─, decide no tener hijxs. La potencia de su relato se basa en la capacidad que la protagonista posee de revelar las oscuridades de lxs demás, los resentimientos que esconden y que los ahogan. Pero lo que resulta verdaderamente provocador, e insoportable para muchxs de quienes la rodean, es el poder con el que ejerce su libertad. Su autoconsciencia de clase, de género, de raza. Su no resignación. Su posicionamiento nunca sumiso y siempre del lado de lxs desheredadxs. Xuela reniega con asco, y hasta con un dejo de ironía, de la persecución sin miramientos que la mayoría lleva a cabo con el fin de volverse vencedorxs y dejar, por fin, de ser vencidxs. Como si eso fuera posible.
Jamaica Kincaid crea en esta novela una voz implacable, tan cautivante como desgarradora. Logra con ella una poesía de la violencia que se convierte en un manifiesto de libertad, del que difícilmente lxs lectorxs puedan salir indemnes.
14 de julio, 2021
Autobiografía de mi madre
Jamaica Kincaid
Traducción de Inés Garland
La Parte Maldita, 2021
192 págs.