Dice en la Biblia (ese libro propagador de Imaginario) que la menstruación es heredada de mujer a mujer, la entrega una anciana a una jovencita. Esta suerte de metáfora comporta una serie de implícitos culturales que han contribuido a construir el imaginario de lo femenino. La anciana es aquella mujer que ya ha entrado en la menopausia, es decir, ya no está en edad de procrear y eso la convierte en una vieja (como consecuencia de su incapacidad de ser madre de allí en más). El "cetro" le es cedido a una niña que ha tenido su menarca. Entre esa niña (que podrá tener 12 años) y esa anciana (que podrá tener 45) se despliega el esplendor de lo femenino: en poder ser madre radica su belleza: juventud, fertilidad y maternidad. Más allá de ese ciclo se expande el desconocimimento del mapa, la tierra de los leones: la vejez, la decrepitud, la inutilidad, el "afuera". Y otra implicancia más: si no es para quedar embarazada y acceder a la función asignada culturalmente a la mujer de ser madre, el sexo (y la sexualidad) deja de existir y deja de decirse. Por lo tanto la cadena significante construye un sujeto mujer vieja, asexuada, inútil, fea, fuera de la escena erótica (Eros en tanto vida y en tanto amor). Sobre esta "anciana" ha caído un manto de silencio y de invisibilidad. Se la ha simbolizado como hemos descrito, una exiliada de Eros con un cuerpo vergonzante, blando, ocultable.
Gran parte de la literatura escrita por mujeres y que puede inscribirse dentro de una práctica simbólica y política de deconstrucción de los estereotipos femeninos ha encarado la tarea de poner voz a lo silenciado, de visibilizar lo invisibilizado y de escenificar el fuera de escena. El cuerpo femenino, deconstruido y pronunciado bajo el femilogismo (el neologismo es mío) "cuerpa" viene siendo, desde hace décadas, zona de exploración y de ruptura con las imposiciones de sentido del imaginario patriarcal.
Baño de damas es una novela que se aventura e indaga en una zona aún no muy explorada: el deseo, el placer, el sexo, el cuerpo y el poder en las mujeres que, según la Biblia, son esas ancianas que han entregado el cetro.
Ilustración de Matías Tejeda
Dedicada a los seres queridos que se atreven a vivir el placer y con un epígrafe que nos anticipa que "La edad es un país extraño en el que nos encontramos viviendo de forma inesperada, sin importar cuánto hayamos pensado en llegar", Natalia Rozenblum, desde la primera línea, la primera escena, el primer párrafo, sin otro tipo de introducción, nos sumerge en el mundo de la protagonista, Ana Inés. Luego de la clase de aquagym la conocemos duchándose en los baños del Club 25 de Mayo, Ana Inés lava su cuerpo con dedicación y énfasis al tiempo que se masturba. Su cuerpo se va anunciando, a modo metonímico, por algunas de sus partes: "el peso de la tetas", "el rollo de la panza" (un rollo que se junta con las tetas caídas y se pliega sobre el pubis). "A lo único que no quería enfrentarse era al espejo". De este modo, el lector sabe de los miedos pero también de la sexualidad activa de la protagonista de setenta y cinco años.
El espejo, objeto que refleja la realidad, que nos dice la verdad y nos miente, en el que proyectamos nuestros temores y deseos, el que nos devuelve la imagen y la deforma, el que esconde otro mundo detrás. El espejo, objeto que atraviesa toda la historia de la cultura, desde los mitos, los cuentos de hadas, la literatura, el cine, la fotografía, las selfies y (espacio privilegiado de análisis) el psicoanálisis.
Ese miedo al espejo por parte de Ana Inés es también el miedo de tantas mujeres que no se gustan o temen a la imagen de su figura corporal, sometidas a un mandato perverso y aliado del malestar en la cultura: el de la eterna juventud, el del aborrecimiento y descalificación por el cuerpo que no responde a estándares reales. Entre lo imaginario y lo real, aparece lo simbólico: dicho de otro modo, entre el cuerpo imaginario (que no existe pero se impone) y el cuerpo real (que existe pero al que se teme y desprecia) aparece o se yergue la fuerza de lo simbólico, es decir: la palabra literaria, la voz que visibiliza y exorciza.
Conjuntamente al cuerpo envejecido y engordado aparece otro tema insoslayable: el del culto a la delgadez y el tabú de la comida. Ana Inés disfruta de la comida (pero se avergüenza de que la vean comer y lo hace a solas o a escondidas muchas veces) así como disfruta de su casa, de su viudez, de la lectura (un placer curiosamente oculto para el resto de los personajes), de jugar al truco, de reunirse con sus amigas, de ir al club. Tiene su pasado, pero es una mujer que, fuera de los espacios de la melancolía o la nostalgia por el pasado (al que muchas veces suele condenarse a la "tercera edad") vive en su presente y actúa en el presente. Al mismo tiempo es reservada y no disfruta de contar sus cosas a los demás. "Pero Ana Inés no era de esas a las que gustaba hacer escándalos, sino que guardaba todo dentro, como su fuera un depósito". Su grupo de amigas, cada una de ellas con su cuerpo y su vida, completa el cuadro que muestra el universo de las "mujeres viejas": una de ellas muestra sin pudor en la ducha "la cicatriz de la teta cortada", otra de ellas "Tenía el cuerpo marcado por curvas que parecían sonrisas: las rodillas, la panza y las tetas. Era un cuerpo aparentemente contento, sin cicatrices visibles". Otra más es representada a través del bastón con que debe ayudarse para caminar, Fanny, vive en un geriátrico. Un universo de personajes que son cuerpos, o que son presentados a través de sus cuerpos. El cuerpo ocupa el centro de la escenificación de la subjetividad de la protagonista. Un cuerpo gordo, de setenta y cinco años, que siente placer y desea placer. De este modo, cuando la profesora de aquagym los motiva haciéndolos imaginar que corren detrás de una zanahoria, cada uno la suya propia, "Ana Inés se puso en blanco, pero enseguida tuvo la primera fantasía: era un hombre flaco, con mucho pelo, podía verlo de espaldas, desnudo, acostado en una cama matrimonial".
La comida, los cuerpos, cierta ludopatía, la voluntad de vivir sola sin la intromisión de la hija, el deseo vigente por Antonio, quien fuera otrora su amante, la presidencia del club, la necesidad de tener poder y de decidir dentro del 25 de Mayo (el poder no se tiene sino que se ejerce, nos recuerda siempre Foucault, y de este modo lo experimenta la protagonista), la sorpresa angustiante ante la muerte de la gente más joven, la promisoria muerte de los de su edad, la ropa "que entra o que no entra", la necesidad de verse atractiva, son algunas de las coordenadas de esta novela.
Podría decir que el elemento que caracteriza a la narración es el agua, como si no se tratara de quemar sino de limpiar la imagen de los cuerpos. El agua, el elemento que representa a lo materno, al surgimiento de la vida, al inicio de todo. Agua de la pileta de aquagym, de los baños del club, de la ducha de su casa. Y finalmente... el último baño con que cierra la historia. El baño: ese espacio tan ligado a lo femenino, como la cocina. La cocina, espacio de lo público familiar; el baño: espacio de lo privado familiar. Ana Inés va transitando por los baños, no por la cocina (por la cocina transita Marisa, su hija, más madre de su madre que hija). Ana Inés no funciona como una madre protectora, es una mujer a quien el lector puede advertir como liberada de la función materna, su hija le resulta una intromisión, un control que no necesita ni solicita: para acceder al orden de lo sexual hay que abandonar la figura materna. Y así nos los muestra esta novela. La mujer no ha quedado "limitada" ni circunscrita a su rol materno, escapa, busca líneas de fuga, para encontrarse con el placer y con su imagen sensual en el espejo (elemento tan temido).
Como en un ritual de cuento de hadas, la historia gira en torno a un baile, la celebración de los noventa años del Club 25 de Mayo, del que la protagonista y amigas son parte de los socios fundadores. Y ese baile se presenta como momento de acceso al objeto amoroso, Antonio. Nuevamente la historia de amor. No ya aquella a la que estamos acostumbrados, entre jóvenes, bellos, en edad de procrear, sino entre dos personas cuyos cuerpos ya se conocen y van a reencontrarse en la vejez. "Alguna vez había conocido ese cuerpo, lo había disfrutado. Ahora era un cuerpo nuevo, como el suyo. Pensó que ambos estaban de estreno y le pareció gracioso". Momento de pasaje, nuevo ritual, espacio de simbolización no explorado. "Después se enojó con su cuerpo: era gordo, viejo, desproporcionado; tenía marcas y lastimaduras, tenía manchas. Pero era el mismo cuerpo con el que minutos antes había sentido placer".
Lacan no dice que "el cuerpo es algo hecho para gozar y para gozar de sí mismo", mientras que Colette Soler asume que la primera manera que tiene Lacan de plantear el cuerpo es que se trata de un organismo más una imagen: sólo somos objetos de deseo en tanto cuerpos. El cuerpo está en el lugar del cruce entre el goce, la imagen y el lenguaje. Y desde este lugar de cruce se nos presenta el cuerpo de Ana Inés: gozando, frente al espejo (superando su miedo inicial), rescatada y escenificada por la fuerza simbólica del lenguaje literario. Ana Inés: jefe de manada que invita y arrastra al devenir erótico y sexual de las mujeres mayores. Porque el envejecimiento, indudablemente, es una experiencia subjetiva, pero esta experiencia tiene un impacto en la colectividad de mujeres.
23 de septiembre, 2020
Baño de damas
Natalia Rozenblum
Tusquets, 2020
192 págs.