De un mundo que uno puede imaginar, pero no completamente, nace la semilla narrativa de Barro, novela de Natalia Rodríguez Simón. Su forma atrayente, violenta y algo incomprensible se asienta en una extrañeza que imanta. La escritura se despliega pegada a la historia. Sobrevuela la sensación de que no podría ser contada de otra manera. Pero, ¿qué historia? ¿Qué manera?
La historia comienza con una partera que abandona, no del todo conscientemente, su ámbito de trabajo y se instala en la casa abandonada de su abuela que es un punto de frontera con lo que más allá, en lo oscuro, apenas se divisa. Y lo que sucede es que hay que dejarse llevar por el instinto para, luego de ese paso, dejarse llevar aún más y confrontarse a lo que libera pero asusta. Hacia ahí va la narración, hacia lo distinto guiado por la fuerza que nos genera la posibilidad de dejar crecer en nosotros algo no conocido. En lo vivencial y en la forma de narrar. La autora apuesta a dejar el control a sus personajes. A que ellos sean el texto.
La tentación sería presentarlos con un gran componente de animalidad, como estado de los personajes que narran y nos representan el mundo que conocen. El libro se compone de tres partes, cada una de ellas narrada en primera persona, donde la potencia late como un estado primario, animal. Pero más que eso, lo que vive constantemente en este universo, donde la naturaleza, el deseo, la sensación de fatalidad, lo religioso, la obediencia y la insurrección se encuentran, es una, a veces mezquina, a veces amorosa, siempre reproductora relación de poder en un espacio de frontera, que siempre es porosa, de límite; en movimiento siempre.
Ese estado en continuo movimiento, en ebullición, se logra, por un lado, a causa de ese medio cambiante guiado por la comunión de intereses, por el deseo fluctuante, pero sobre todo, por la necesidad. La precariedad, la falta están presentes en cada instante. Eso en cuanto al escenario donde transcurre Barro. Y, por otro lado, está ese terreno movedizo e inestable generado por una escritura que busca afirmarse en el universo mismo de los personajes. En su manera de nombrar, de construirse como sujetos hablantes, de pensar la relación con el otro. Hasta se podría decir la manera en que fundamentan su proceder. En este segundo rasgo radica la singularidad de esta escritura, su contemporaneidad, su espacio en la circulación actual. Los cuerpos femeninos deseantes, también sufrientes, las voces del margen. Las diferentes.
Las posibilidades de trazar referencias que se encuentran en la novela son varias. Tanto temáticas como de forma. La frontera, la violencia, el malón, la montada, etc. pujan por mostrarse, pero la autora eligió que la exuberancia natural y la de los personajes –todo aquí abruma– cubran ese territorio donde transcurre la historia. Y a esto lo logra creando un universo, como lo hizo Guimaraes Rosa en su magnífico Gran Sertón, del que sospechamos su existencia pero que está más allá de nuestras fronteras, de todo tipo de frontera imaginada. Cuando entramos en Barro, entramos en un espacio colmado de pliegues y sin fondo aparente. Un universo de confrontaciones y convivencias. Un micromundo frágil, tenso, doloroso, gozoso. Un espacio de vida.
Terreno en movimiento también en cuanto a la escritura, que es quizás la apuesta más fuerte de este libro, porque lo que parece buscar, al perderse en la voz de sus personajes, es que ese micromundo relatado tenga su manera propia de contarse. Para eso fuerza la construcción de las frases en favor de una lógica propia del personaje que narra. Un trabajo que evade el riesgo de artificialidad en el que podría caer. Acá también surgen referencias dentro de la tradición literaria. Una de esas está dada por la construcción particular de la frase, particularidad que puede conducirnos a Arnaldo Calveyra; a esa forma de suspensión sin producir ruido para generar un mundo encantado. Esa particularidad, en Rodríguez Simón, ese salir de la lógica reinante del orden de la frase, esas suspensiones están al servicio de transmitir un mundo violento, naturalizado, que se vive con dolor. El espacio donde lo sufriente busca su manera de contarse, con sus propias reglas. “Éramos los tres una familia con Irina. Ella con la teta, yo con el chico. Y Varón a veces nos abrazaba, mientras el agua y los cuencos”. O más adelante: “A los palazos la Montada y yo tratando de pensar. Y me dije: un apellido es ese nombre dueño, ¿no?”. De particularidades de este tipo está compuesta la materia que forma Barro. Presentada con grandes aristas, se busca dejar la marca clara de que la materia fue intervenida por una mano y una herramienta firme. No existe ningún intento por redondear los vértices, ni suavizar las incisiones, tampoco por amansar la fuerza del impulso. La interrupción y las frases que no siguen la línea esperada están para dar forma a esos relieves inacabados y potentes que son estos personajes de frontera, para otorgarles un habla propia y para dar forma a ese afuera inaprensible. Porque algo queda afuera y es constitutivo de esta narración.
Y quizás sea esa la apuesta: escribir sobre la posesión. De un espacio, de una lengua, de cierta forma de contarse y completar lo vivido. Ese rumiar interior que nos acecha y con el que convivimos. Que nos libera, nos condena; ese vaivén que en ocasiones nos vuelve a liberar, pero no para dejarnos al cobijo de su decir. No. Sino para devolvernos a la intemperie.
8 de febrero, 2023
Barro
Natalia Rodríguez Simón
Mardulce, 2022
176 págs.