“El propio catálogo de la Biblioteca Nacional tiene más de 1800 títulos dedicados a él; es el segundo escritor con más entradas, superado –previsiblemente– sólo por Sarmiento”, escribe Patricio Zunini en el libro con el que contribuyó a esa lista: Borges en la Biblioteca. El núcleo de estas páginas es el trabajo del “Escritor Nacional” en las dos bibliotecas en las que cumplió funciones, la Miguel Cané de Boedo y la Nacional, en su antigua sede de la porteña calle México. Las derivas son varias y el libro en su conjunto difumina las fronteras del marco en el que ubicarlo. No es una investigación periodística, no es una crónica ni una serie de entrevistas, tampoco un ensayo o un conjunto de opiniones, un diario de notas autobiográficas o una biografía de Borges: es, a la vez, un poco de cada uno de esos géneros.
“No se puede escribir sobre Borges sin hablar a la vez de uno mismo”, justifica Pablo Gianera en el prólogo, “pero no porque se use a Borges de salvoconducto para contarse a sí mismo, sino porque únicamente así, con ese reactivo, podrá colorearse algo en la obra que la prolijidad de las bibliografías y los congresos omiten, o dicen como si lo omitieran, porque no tocan ningún nervio”. Zunini, entonces, colorea la vida, el oficio, el paso de Borges por las dos Bibliotecas con cuestiones que no sólo atañen al autor de Ficciones, sino también exclusivamente a él mismo, como el recuerdo de que su madre decía que siempre veían a Borges cuando iban al negocio de su abuela o la reflexión en la que compara la relación de Borges y Adolfo Bioy Casares con la del propio Zunini con su amigo Eduardo. Y lo hace con una escritura que acentúa la primera persona ubicando en primer plano cada “yo creo” a lo largo de las dos partes en las que está dividido el libro.
Escribe: “Yo tengo la intuición de que su celebridad se debió a la Biblioteca”, a esos dieciocho años al frente de la institución que le permitieron alcanzar “el estatus de Escritor Nacional”, para ser un “ícono pop”. Plantea que la dedicatoria a Lugones de El hacedor, luego de años de duelo entre ambos, “tocó un límite” y agrega: “Yo creo que la dedicatoria no es a Lugones en tanto Lugones, sino a Lugones como representante de la literatura argentina”. Conjetura sobre el tiempo en el que Borges, según su legajo de trabajador en la Biblioteca Miguel Cané, estuvo en comisión en el Registro Civil: “Yo creo que Borges se quedó en la casa y que esa línea en el legajo enmascara unas vacaciones pagas de seis meses”. También reflexiona sobre las “malevolencias” en el diario de Bioy: “Yo no creo que tuvieran mala intención. Es parte de la amistad desplegar un poco de malicia sobre los demás”. O, mientras narra la relación de Borges con Estela Canto, señala: “yo creo que mi generación fue la última que podía salir a la calle como ellos y sentir que la ciudad le pertenecía”.
Entre esas reflexiones u opiniones, también plantea discusiones al paso con la revista Sur por “el silencio injustificado” sobre la muerte de Roberto Arlt en julio de 1942 o “defiende” a Carlos Gardel de “un reproche injusto” que Borges le hace en una serie de conferencias que brindó en 1965. Digresiones. Se detiene a desarrollar las anécdotas del Borges niño en la biblioteca de su padre, la amistad con Bioy Casares, las “ingenuas” posturas políticas de Borges, los debates planteados desde Sur.
La reconstrucción del paso de Borges por las dos Bibliotecas, no obstante, lo perfila con la obsesión que cualquier lector podría suponer pero sobre todo destaca cómo transformó el lugar para siempre. Borges no fue él mismo al entrar que al salir pero tampoco lo fueron esas instituciones. “Alteró la realidad buscando la épica en las pequeñas cosas”, destaca Zunini luego de compartir algunos números de la Biblioteca Miguel Cané, en la que Borges cumplió horario entre 1938 y 1946. Si en 1939 se atendieron allí a 55 mil personas que hicieron 118 mil pedidos, un año después casi se duplicaron las visitas y las consultas. Además, fue uno de los responsables de nutrir esa biblioteca barrial con obras de cientos de autores. Aún en la actualidad su huella sigue marcada: a lo largo de los años, la visitaron autores como Coetzee, Paul Auster y Julian Barnes, y el turismo entra para sacarle fotos hasta al piso de baldosas.
Sobre su salida de ese trabajo se especuló durante años al decir que Juan Domingo Perón, como sanción a una solicitada en su contra en la que Borges había firmado, lo habrían cambiado a un puesto como “inspector de aves de corral”. Borges mismo contribuyó a crear esa idea: el peronismo, en su relato, lo había perseguido políticamente y eso le servía como motivo para ubicarse como referente en la vereda de enfrente. Zunini realiza una anatomía de ese instante y revela que, si bien es cierto que fue sancionado con un apercibimiento en su legajo, no fue Perón si no su antecesor en el gobierno, Edelmiro Farrell, antes de la asunción del líder obrero. Y agrega que a Borges no lo echan ni renuncia: simplemente dejó de ir.
También desentraña otro de los mitos que se construyeron en torno al autor, acusado de ser el responsable de que la mudanza de la Biblioteca Nacional a la sede actual se demorara más de tres décadas, hasta su inauguración en 1992, seis años después de su muerte. Allí, Borges fue ratificado como director el 17 de octubre de 1955, diez años después del Día de la Lealtad Peronista, durante el gobierno de facto de la autoproclamada Revolución Libertadora. Estuvo en esa dirección 18 años: el tiempo que duró la proscripción al partido liderado por Perón. Y en 1973, antes de su regreso al poder, dejó de ser el director. Zunini reconstruye ese período como una etapa central en la vida de Borges: allí termina de consagrarse como el Escritor Nacional frente al mundo y a la vez prestigia a la Biblioteca ante la sociedad. Pero afirma que Borges no se opuso ni celebró el nuevo edificio, y que la demora se debió a los vaivenes en la economía nacional, en crisis entre los 70 y los 80.
En ese sentido, comparte dos testimonios relevantes. Uno es el de Miguel de Torre, sobrino de Borges, que con una verborragia memoriosa recuerda a su tío en su oficina, entre los libros y los pasillos de la vieja sede de la Biblioteca, donde él también trabajó un tiempo en ese período. Dice que Borges amplió el horario de visita para que pudieran ir los trabajadores cuando terminaban sus horarios, que la abrió los fines de semana, que impulsó que los sábados siempre hubiera una conferencia. Cuenta intimidades, confirma que no le gustaba para nada el edificio que por entonces empezaba a construirse en Barrio Norte, señala a José Clemente, el subdirector, como el sostén administrativo de la Biblioteca, con verdadero oficio de bibliotecario. Una evocación desde un costado tan familiar como singular.
El otro testimonio en realidad son dos: Germán Álvarez y Laura Rosato, codirectores del Centro de Estudios y Documentación Jorge Luis Borges de la Biblioteca Nacional que, en la actualidad ocupa oficinas en la sede que el escritor nunca quiso dejar. Allí entre otros detalles, desentrañan el vínculo de Borges con Clemente, destacan las firmas de Borges “hasta [en] las compras del carbón para los braseros” y dicen que en la calle México, a diferencia de la actual, la Biblioteca estaba integrada al barrio.
¿Se puede decir algo nuevo de Borges?, se pregunta a sí mismo Zunini. La deriva final es una respuesta: ya en el siglo XXI, se da la paradoja de que durante los gobiernos peronistas se rescataron más de 700 libros que Borges había donado antes de dejar el cargo de Director, con sus marcas y anotaciones, y quedó registro en otro libro sobre el autor editado bajo la gestión de Horacio González. “Hablar de Borges supone una familiaridad que habilita un lenguaje común, un modo de sentir y de pensar: una identidad compartida”, escribe Zunini. A fin de cuentas, Borges en la Biblioteca aporta a ese lenguaje, a esos modos, a esa identidad sobre la que, sin dudas, se seguirá escribiendo.
26 de diciembre, 2023
Borges en la Biblioteca
Patricio Zunini
Prólogo de Pablo Gianera
Galerna, 2023
233 páginas