Los doce cuentos de Gabriela Mayer consiguen lo que se anuncia desde el título del libro: Nunca podemos descansar del todo. Las historias de estos relatos nos asedian, nos inquietan, nos incomodan, nos desplazan de las zonas de confort del entendimiento. “Acá todos crecimos con los sentados”, dice una mujer que vive en el pueblo Colonia Los Sentados, un lugar donde no hay casas velatorias ni cementerios porque las familias conviven con los sentados en sus hogares. ¿Qué pasa si uno de los sentados se despierta y busca despertar a los otros? No imaginemos la coreografía zombie de “Thriller”, de Mickael Jackson; pero a los tumbos, entre bastones y trípodes, un puñado de ancianas y ancianos avanzan.
Todorov dice que «lo fantástico es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento en apariencia sobrenatural». Son dos las condiciones indispensables para que aparezca lo fantástico: por un lado, la presencia de lo sobrenatural y, por otro, la vacilación del lector que lo lleva a la pérdida de la seguridad frente al mundo real. Entonces, en el relato fantástico emerge una alteración en nuestra percepción de la realidad: lo real pasa a ser irrealidad mientras que lo irreal se concibe como real. La literatura fantástica relativiza la validez del conocimiento racional al poner el foco en una zona de lo humano donde la razón parece estar condenada a fracasar. En el cuento de Mayer, la presencia de lo “sobrenatural”, los sentados, forma parte del paisaje cotidiano. No hay nada más real que lo que creemos “sobrenatural” parece sugerirnos las entrelíneas de este relato.
“Nunca podemos descansar del todo” porque Mayer no quiere dejarnos en paz. Sus cuentos hasta se animan a practicar una especie de “espiritismo” doméstico cuando asistimos a esa ceremonia de dejar las fotos del tío Roberto, la prima Mariángeles, Jorgito (el hermano menor) y, finalmente, la madre para que vuelvan sus voces a irrumpir en la Casa de Punta Mogotes. No podemos descansar porque nos “muestra” aquello que tal vez no queremos mirar porque nos cuesta asumir si no seremos como Hernán y Adriana; cuánto de “los pelirrojos” tenemos, de qué padres o madres huimos, porque siempre hay que escapar para después, con tiempo, poder volver. ¿Qué pájaros muertos no estamos viendo?
Mayer es una cuentista que logra aproximar dos palabras que parecen opuestas: cercanía y distancia. El tiempo de Sylvia Pereira no es nuestro presente poblado de teléfonos móviles; esa adolescente de Villa Ortiz va al café del pueblo porque es el único teléfono público que Entel instaló en esa zona, y lo necesita para hablar con quien podría ser su novio. La distancia es temporal, pero la cercanía es del orden de la experiencia vital, porque en la simulación de las conversaciones que Pereira dice tener hay mucha tela para cortar sobre cómo las sociedades dejan tatuajes indelebles acerca lo que se espera de una adolescente a punto de ponerse de novia.
La máxima cercanía, una especie de transustanciación vegetal, se produce cuando una narradora en segunda persona traza un paralelismo entre una planta que crece sin parar y las vicisitudes de una mujer que está lidiando con un tratamiento para congelar óvulos. La fecundidad de la naturaleza vegetal frente al límite de la infertilidad y un deseo de ser madre en tensión, ambiguo, contradictorio. Nunca podemos descansar del todo, como lectoras y lectores, porque al menor descuido un varón viola la orden de alejamiento y regresa para ejercer la violencia vicaria: llevarse al hijo lejos. Kevin, que llora por la mamá, resultó ser “flor de maricón”, según el padre. O porque otro varón viola a su pareja, una mujer que tiene un bebé de un año, y que encuentra consuelo en el óleo calcáreo, el olor de su bebé que la abraza y la calma. Violar, desgarrar, embestir; en muchos de estos cuentos los varones no abrazan, no hacen el amor.
Si no hay respiro es porque hay un padre que nunca abrazó. La hija menor, la narradora, no llora la muerte de ese padre. Sí llora con su hermana mayor por ellas, por el padre que nunca pudieron tener. La narradora evita pensar por qué no pudo querer a ese hombre, llamado Curt, que antes de extraviarse para siempre en la demencia senil sabía “reír con los ojos”. Ella también; es el único espejo posible en el que mirarse, en ese saber reír con los ojos del padre. El vínculo madre-hija suele ser complejo; es como la cuerda que una equilibrista transita mientras lucha, sutilmente, con el fantasma de la caída. No se puede matar a la madre cuando ya está muerta. Hay que recordarla, “volverla a pasar por el corazón”, según la etimología latina de “recordis”, la palabra “madre” de nuestra palabra recuerdo. Hay que volver a la terraza a colgar la ropa, subir los pies en la palangana verde y mirar, abrazadas más allá del muro porque siempre, detrás de esos edificios, estará el río.
16 de julio, 2025
Nunca podemos descansar del todo
Gabriela Mayer
Milena caserola, 2025
114 págs.