En la selección dentro de la cual se publica La ley de Heisenberg suele haber memorias de lectores, con cierto sesgo autobiográfico que responde a la pregunta: ¿cómo llegué a ser el lector que soy? También en el libro de Ida Vitale, en sus primeros capítulos, aparece esa intención, se cuenta el origen del interés por los libros, los idiomas familiares, la legendaria migración italiana de un ancestro intelectual. En un principio, se cuenta entonces una fascinación, la entrega del tiempo a esa suspensión mágica de los días que pueden suscitar novelas, las aventuras, las propiedades mitológicas de las grandes narraciones. De algunas lecturas demasiado juveniles, y aun infantiles, se puede abjurar, como no duda en hacerlo Vitale con el sentimentalismo moralizante de Corazón, de un italiano que se imponía a los niños de entonces, pero también se guarda una extraña fidelidad al encanto de estar leyendo, a la curiosidad, a la aceptación de toda rareza. La misma edad de las novelas de aventuras pertenece, por ejemplo, al Quijote, que es una travesía del idioma y el aprendizaje de otro mundo retórico, sin hablar de la ironía que convierte a esa novela en la primera y en la sátira de todas las novelas.
Luego se entremezclan las lecturas con el deseo de escribir, y escribir obliga a leer todo de nuevo y a buscar en los libros lo que acierta y lo que se escapa. Vitale explora así los grandes hitos de la breve literatura uruguaya, no menos breve que la argentina, que es su hermana gemela, y en particular trata de revisar las figuras femeninas, las míticas poetas de una modernidad que podía ser cursi y conformista o rebelde y casi trágica, porque la larga mano del siglo XIX se estiraba hasta alcanzar y aprisionar vestuarios, conductas y géneros mucho después de su fin. Al llegar a la lectura y la escritura de poesía, ya que sabemos que estas prosas de Vitale son una didascalia en torno a una obra poética más relevante, el libro pasa de la memoria a la indagación. “La poesía, como la muerte, quizás, está rodeada de explicaciones”, escribe en una reflexión acerca de la dificultad de ubicar la lectura de poemas dentro del mundo de la distracción contemporánea, que hizo nacer ese oxímoron, “el lector impaciente”.
Como bien sabe Vitale en su rememoración de la pasión de leer, en su continuidad, en la vida con libros que nunca se dejan de buscar, la literatura no es un acto que se adecua a un fin, que se realiza y se guarda, sino una perpetua huida hacia adelante, allí donde nunca se abandona el libro que uno está leyendo porque se enlaza con otros, y más allá, quizás, está el que siempre quisimos leer y se pospuso y también el que nunca pensamos que alguien escribiría y ya aparece.
Luego el libro justifica en parte su título, porque el encuentro con ciertos libros, con ciertos autores sobre todo, dará lugar a nuevas lecturas cuya posición es más difícil de precisar: ¿acaso alientan la inteligencia, la imaginación, el placer de pensar, una conciencia del placer? En esa incertidumbre productiva, y en ensayos más breves, se advierte que La ley de Heisenberg no es una memoria ni una mirada retrospectiva, sino varios fragmentos de rememoración y otros tantos ensayos publicados en distintas ocasiones. Entonces los nombres surcan el espacio atento de Vitale que establece por un momento el centelleo y la fuerza de atracción de sus escritos: Parra, Flaubert, Sara Gallardo, Aira, Onetti. A veces los encuentros, los hallazgos, el libro fascinante, pueden darse por el azar efectivo, incluso cuando ya se lo leyó pero un magnetismo particular tiñe el objeto, como cuando la autora encuentra un libro de Montale firmado, con la dedicatoria del gran poeta, lo que significa dos cosas: la mano viva de quien hizo existir esos poemas trazó unas palabras más para alguien que los leería, pero también ese lector, lectora en el caso relatado, abandonó la dedicatoria, tal vez murió, tal vez pensaba que la poesía no la tenía como destinataria. Y otras veces, lo que se encuentra, la partícula de lectura con la que se choca, no es más que un verso, un momento de poema, como este de Delmira Agustini: “los pasados se cierran como los ataúdes”, que introduce una reflexión sobre los posibles. Porque si en la juventud la fascinación caía sobre los “ataúdes”, con su rima difícil luego en el poema, porque se sabe que la idea de la muerte es un pensamiento adolescente, ahora que la madurez reencuentra las citas de lo que pasó la atención recae más bien en ese plural: “los” pasados. La paradoja de las memorias, de las miradas retrospectivas, es la pluralidad, la incertidumbre de lo que pueden encontrar y contar. Cada recuerdo de las lecturas pasadas es el olvido de otras, que a su vez podrían volverse a encontrar, tal vez, dado que, si arriesgo también un alejandrino modernista: los futuros se abren como las mariposas. Así, la imagen rítmica en un verso de un siglo atrás, como el batir de alas empolvadas de un insecto, puede producir una conciencia del tiempo mucho después de su inubicable acontecimiento. Y entre los libros, en el apasionamiento del tiempo que producen, quizás por los intersticios de lo que se lee, se filtra la vida, acaso escrita en verso para Vitale, como una residencia en esa forma que puede tener el paraíso, si bien no para todos, la biblioteca, aun cuando sea una biblioteca muy chica y perdida en la infancia.
16 de julio, 2025
La ley de Heisenberg
Ida Vitale
Ampersand, 2025
200 págs.