El té y la poesía parecen ser dos caras de una misma moneda. A nadie le resulta extraña ni forzada la asociación. De allí que Camellia. Mujeres que toman té, antología de poetas latinoamericanas editada por Tanta ceniza, aparece como un libro inevitable y necesario para volver la mirada sobre esta relación. Dividido en cinco secciones tituladas en infinitivo (sanar, crecer, leer, ser, amar, olvidar y beber) que invitan a quien lee a apropiarse de esas posibilidades existenciales antecediendo y conjugando el verbo “poder” en primera persona. Las secciones en infinitivo aparecen como llaves mágicas o maestras que abren, en clave poética, los modos de mirar y habitar poéticamente el mundo: “Dar testimonio de una manera humana/de levantarse,/preparar té/ y escribir” (Susana Villalba).
Camellia. Mujeres que toman té deja en evidencia que la poesía y el té comparten un elemento iniciático y fundamental: el tiempo. Como bien plantea en el prólogo la poeta, bibliotecaria, docente, amante del té y compiladora de esta antología, Marisa Negri, el tiempo del té es un tiempo otro, diferente del cronológico. Es un tiempo suspendido, demorado, único. Al igual que el tiempo poético, se sitúa fuera de la norma, como observa John Berger: “El poeta sitúa el lenguaje fuera del alcance del tiempo; o, más exactamente, el poeta se aproxima al lenguaje como si fuera un lugar, un punto de encuentro, en donde el tiempo no tiene finalidad, en donde el propio tiempo queda absorbido y dominado”.
El tiempo del té, como el de la poesía, es un tiempo de pausa, de encuentro. Es decir, un tiempo propio en el que, como rezaba la conocida publicidad de los años ochenta, nos tomamos cinco minutos para estar presente, paradójicamente en un no tiempo, como nos susurra el poema de Paulina Vinderman: “El ruido de los jarros de aluminio/ con el té con leche, es mi llamado en la/ mañana, aclara mi mente tímida, mi/ grave respiración”.
El té es el ritual en soledad o en compañía en el que deben seguirse los pasos para poder olvidar: “Cuando era chica y tenía pesadillas de noche/ mi madre me traía té y una bolsa caliente; la puerta ventana daba al fondo de la casa”. O borrar, con el sorbo, el malestar: “quiero volver a casa, sanar, ser yo/ necesito té en los ojos/necesito té en los ojos/quiero volver a casa/ sanar con mucha agua/ser yo/ despertarme”, como nos confiesa de Fernanda Maciorowski.
El té, a diferencia de otras infusiones, nos pide paciencia y presencia. Desde las hebras que se abren o el saquito que va asentando su color en el fondo. Desde elegir, disponer las tazas, volverlo ritual, aún en la urgencia de la charla: “Bebe un sorbito de té y agrega:/ –Son bellas y tristes. Viven mirando el cielo,/ contando las estrellas./ Escribiendo tonteras de mujeres vecinas/ que toman té en un patio,/ mientras hablan de flores” (Silvia Arazi). Sin embargo, el ritual del té no solo “era otra/ ceremonia brillante/con tostadas y dulces” (Emma Barrandéguy), ni decir: “–Sí, madre, /traigo galletas/ sacaremos una mesa/ jugaremos a la confitería/ tomaremos té” (Susana Cabuchi). Sino que, como en todo ritual, también hay una parte oscura y necesaria para que la luz se desprenda. Por eso, son “Los rituales son huellas/ para que tu bestia/ te encuentre y te coma” (Natalia Litvinova).
El té es poético por su modo de entrar en la vida. El tiempo del té es poético porque exige, sutilmente y sin esfuerzo, detenerse, demorarse: “El tiempo –se dijo–/ será esta ceremonia/ del té”. Un tiempo en el que la espera es aprendizaje:
Por eso podríamos decir que el té es poesía o que el ritual del té es una forma poética en sí misma, en el que el tiempo de la enunciación es siempre presente, fugaz e inédito cada vez: “Mi amigo decía que/ el agua del té/ sólo se vierte/ cuando las primeras burbujas/ suben desde el fondo/ como súbitos peces/ rumbo al aire// Mi amigo se mató/ con la minucia/ con que hacía su té/ sin poder repetir/ por un día más/ el ritual de la vida” (Marina Colasanti).
Como si fuera el polen de las flores, el té se deshace, volviéndose brebaje, conjuro o poción: “la infusión dorada ingresaba/ a los cuerpos/ con una tibia bendición// Ante todos los pesares de este mundo,/ prometo/ el vapor milagroso de las tazas/ la bebida aromática/ la paz”. (Susana Cabuchi). El té como una pócima secreta, heredada entre mujeres, que calma y hace arder. Una pócima que se fragua en la composición del encuentro, de los cuerpos, de las palabras.
Pero el ritual del té, también talla la sentencia de un destino. Una cartografía discreta que dibuja la camellia y al igual que la borra del café, puede leerse: “Y pasará la canoa/ llevándose anidados en su vientre/ uno a uno/ los días de la nieve.// El proverbio pudo haber sido: No beberemos dos veces el mismo té”. (Alejandra Correa).
La taza de té funda no solo un tiempo sino también un espacio conocido, de cuidado: “Un té-refugio/ reparo. Las palabra:/ Te vas a convertir en una mujer/ triste/si no llorás”. (Flor Codagnone). La taza de té es un tiempo-espacio indisociable que se gesta en la potencia de lo minúsculo y de lo potente porque: “Toda la memoria cabe en una taza”. Aixa Rava.
Tomar té, ser parte del ritual es un modo de escribir poesía, porque como la Camellia, “los poemas/ son parte de la naturaleza” (Susana Villalba). Cada taza, cada sorbo, arrastra una pequeña epifanía diaria, endeble y momentánea, casi del orden de la brujería. Un saber milenario y cierto que solo se percibe en la detención de los sentidos, en la fijación de mirada que pulveriza, como tan lúcidamente nos revela Olga Orozco: “Si miras otra vez el fondo de la taza no verás nunca el sol del otro lado,/ desde aquí no verás nada,/ no verás más allá sino un desierto blanco”.
25 de abril, 2022
Camellia. Mujeres que toman té
Selección de Marisa Negri; prólogo de Malena Higashi
Tanta ceniza, 2021
176 págs.