Además de los poemarios Nala (Las injurias, 2014) y Arena (Ludwing, 2015), Agustina Pérez fue artífice junto a Néstor Colón de Osvaldo Lamborghini inédito, compendio de materiales dispersos que es reflejo elocuente de ese laboratorio de la lengua que dio lugar a la insumisión más radical de la literatura argentina. En esta beta, la de la lengua insumisa, se inscribe Caperuxita, pongamos que “novela” (porque, como dice Aira, “en nuestro tiempo novela es una passepartout que cubre casi todo”) con la que Agustina Pérez inaugura su producción en prosa. Podemos decir entonces que, animándose a lo que muy pocos, en principio este texto asume esa herencia incómoda para la literatura argentina que es la obra de Osvaldo Lamborghini; herencia que por lo general se ignora, pasándola por alto como a algo que va a traer complicaciones, porque la pregunta que surge frente a cualquier intento es si una literatura con la potencia disruptiva de la Osvaldo Lamborghini puede tener herederos. Las herencias literarias sencillamente ocurren y, en tanto ocurren, deben ser consideradas como lo que son: espontáneas derivaciones distorsivas que, aun sin proponérselo, generan un desvío que de manera inevitable da lugar a un nuevo fenómeno. Esta novelita de Agustina Pérez es un claro ejemplo: no existiría como tal sin el influjo de los textos de Osvaldo Lamborghini, pero a la vez se manifiesta como una voz y un fenómeno literario singular, que ofrece una experiencia de lectura diferente y proyecta simbólicamente otra cosa que la que proyecta su antecesor.
Agustina Pérez sabe de sobra que la lengua (y por lo tanto la cultura y el desarrollo de eso que llamamos realidad) se fragua en esta dinámica de derivación y desvío, y lo explicita escenificándolo en este texto en todos sus niveles, comenzando por la referencia explícita a la popular fábula de la niña de la caperuza roja, lugar común de nuestras infancias. El género, claro, se degenera, dando lugar a una fabulación escabrosa, protagonizada por una niña de siete años que aprendió a leer leyendo justamente Caperucita. En tanto la lengua es desvío, Agustina activa ese desvío en principio rebautizando, por ejemplo, a Caperucita como Caperuxita, lo que necesariamente suscita el devenir de una nueva lengua que lo justifique. Explorando la productividad del pasaje que va de la “c” a la “x” logra tramar una historia compuesta y descompuesta a la vez, cuyo centro gravitatorio es precisamente la lógica desviada en la que se forja su singular lenguaje, que proyecta un espacio alucinado y una constelación de sucesos que, encadenándose a través de resonancias y refractaciones, se resisten al sentido unívoco y al mandato de lo sucesivo propio de la narración.
En este esquema, resulta particularmente sugestiva la presencia tutelar de Mirta Dermisache (invocada y debidamente desviada ─rebautizada─ como Mirto Dermi), figura en la que se expresa la opción más extrema del desvío, en tanto conduce la palabra a su prehistoria de ilegibilidad. Los grafismos de Dermisache borran todo rastro de sentido, son impronunciables, y por eso mismo lapidariamente elocuentes. Su presencia tutelar marca un norte, que señala la política extrema en la que elige inscribirse este texto.
Antes de la aparición en escena de Caperuxita, el texto se ocupa en extenso del emplazamiento y la construcción mitológica de una geografía, que pesa incluso más que los sucesos, porque en la inversión que propone este libro el espacio es el suceso y los sucesos se encadenan componiendo un espacio para que la lengua despliegue e instale su anomalía. Lo que pasa, entonces, pasa principalmente en el paisaje, y luego se transfiere a los personajes que sobreviven, mueren y reviven sujetos a los caprichos de sus parpadeos.
El lugar de los (des)hechos es el linde que separa la Tierra Reseca de las Últimas Poblaciones, marcado por un foso al inicio del cual hay un baobab traído por Felipe II de la región tártara de Crimea y sobre el cual hay un puente tejido a partir de la corona de espinas de Cristo. El emplazamiento textual de este espacio ilustra claramente cómo la dinámica de derivación y desvío funciona a nivel estructural y argumental. El texto avanza y se expande encadenando motivos y sucesos que van surgiendo unos de otros, para confluir en ese espacio neurálgico, que es el espacio de la representación. Algo se menciona, por ejemplo el puente, y de inmediato se da cuenta de la curiosa historia del material con el que fue construido (la corona de espinas de Cristo, extraída del fondo de una botella vaciada por Felipe II), lo que a su vez deriva en la historia de la hacendera, artesana a quien Felipe le encargó la tarea de tejer dicho puente. Lo mismo ocurre con el baobab. Se menciona que era rojo, según se nos dice debido a la explosión causada por la caída de un avión Stuka durante la Segunda Guerra Mundial, lo que en el párrafo siguiente da lugar a la historia del piloto, un tal Joseph Bois (alusión desviada, rebaustismo mediante, al artista conceptual Joseph Beuys y a la difundida historia de su caída en Crimea). Como el avión cae sobre una liebre (que alude a la liebre muerta de la obra de Beuys, claro), el párrafo siguiente refiere a esa liebre, que antes de ser impactada se entretenía cuchicheando con un pasto, situación que a su vez estaba siendo retratada a través de una pintura por Mirto Dermi que, nos enteramos en el párrafo siguiente, estaba encaramada sobre el baobab.
La lógica de encadenamientos, asumiendo el desvío, genera discontinuidades, en un proceso que a su vez se intensifica por un tipo de escritura en la que la narración colisiona con la poesía, dando lugar a una lengua híbrida, que fagocita todo lo que suena para devolverlo desviado. Abundan las frases hechas y los lugares comunes de los registros más diversos que, pasados por el tamiz de una gramática anómala, inevitablemente suenan de otro modo. “A cada porcino un destino acorde”, se dice, por ejemplo, o “Al fin de cuentas, del Medio Ovo venimos y al Medio Ovo vamos”.
Una vez emplazado el escenario de los hechos y las mitológicas condiciones que lo sustentan, hace su aparición Caperuxita, a quien su padre le encomienda llevar a su abuela Beatrix una serie de elementos (tres barras de azufre, un blíster de paracetamol y un sinfín de agujas finas), destinados a la cura de un empacho a través de un Gólem. Lo que se cuenta y no se cuenta (en su hibridez este texto siempre afirma y niega a la vez) es el tortuoso periplo por el que transita Caperuxita para cumplir con este encargo, aventura en la que es acompañada por una oveja de cemento, un chivo blanco que habla en arameo y un tal Viktor Oblonski (personaje que, claro, deriva de rebautizar al formalista ruso Viktor Shklovski). Eso en apariencia, porque en realidad lo que se cuenta (y no se cuenta) es el tortuoso periplo por el cual los elementos que Caperuxita lleva a su abuela trasmutan en otros acaso equivalentes, es decir capaces de cumplir la misma función. En su acumulación incesante de distorsiones, este texto genera una rara alquimia que hace posible que unos manuscritos del periodo mameluca acaben convertidos en barras de azufre opaco, unas migas de pan carbónico en Paracetamol y las espinas azules de la corona de Cristo en “agujas para la sanación japonesa”. Caperuxita entonces se dispone a hacer su entrega, pero antes, claro, debe confrontar al lobo, que sobre el final aparece y hace lo suyo: comerse a la abuelita y tomar su lugar para tener la consabida charla con su presunta nieta. Como no podía ser de otro modo, las similitudes con el original se acaban cuando el devenir de la escritura también hace lo suyo, matando al pobre lobo de “asfixia metafórica”.
A través de esta fabulación mutante, Agustina Pérez hace su presentación como prosista, exhibiendo sin tapujos las señas de su identidad literaria. Su Caperuxita es un curioso artefacto en el que, como muy pocas veces, se pone de manifiesto y se sostiene de principio a fin y en todos los niveles una manera radical de concebir la escritura. Tramada en una lengua desviada y desviando todo lo que fagocita, su tránsito conduce al lector a ese linde entre legibilidad e ilegibilidad en el que, rebautizado, el suceso se abre para que el cuento tantas veces contado diga otra cosa o, mejor aún, pueda finalmente dejar de decir.
9 de marzo, 2022
Caperuxita
Agustina Perez
Club Hem, 2021
págs.