Si no recuerdo mal, conocí por primera vez a Thomas Pynchon el año después terminar colegio, antes de ir a la universidad. Ya en años anteriores había demostrado ser un pibe pretencioso hasta el orto, memorizando estrofas enteras de las cartas de Keats (mi dirección de mail personal: 'keatsiankit', data de ese periodo, dando a entender a los destinatarios que estaban tratando con un pelotudo con aires de intelectual, lo que era verdad, y desde que me mudé a la Argentina, adopté como nombre 'Keat', lo que no es cierto), criticando a los otros socios del club de poesía por no firmar sus poemas, opinando de manera extraordinariamente ignorante sobre cualquier cosa que leía (algunas costumbres perduran), etc. En estas condiciones, mi madre no dudó en prestarme un ejemplar de Mason y Dixon ─ahora me doy cuenta de que mis padres ya llevaban años preparándome, de manera inconsciente, para el encuentro con Pynchon; desde mi pre-adolescencia mi madre siempre me regalaba narrativa contemporánea que había recibido buenas críticas, mientras que mi padre me daba lecturas de género, particularmente ciencia-ficción, algunos títulos (de los ambos lados) extraordinariamente inapropiados para mi edad─, la entonces más reciente novela de Pynchon, que todavía es mi preferida, supongo por haber sido la primera que leí. Es un texto largo, de 767 páginas y más o menos histórico, dado que los eventos transcurren en el siglo XVIII, aunque no a la manera, pongamos, de Hilary Mantel. No sabía nada de Pynchon (no sabía nada de nada; todavía hay dudas), y la empecé como si fuera una novela "seria", a diferencia, por ejemplo, de las novelas de Terry Pratchett que había devorado en mi adolescencia, solo para muy pronto encontrar que este escritor también hacía chistes ridículos cuando uno menos lo esperaba; enumerando de memoria (por razones cuarentenescas y geográficas no tengo los libros a mano): un personaje quejándose que su compañero pone ketjap en toda su comida, una conversación entre relojes científicos, un prócer norteamericano usando la despedida spockiana 'Live long and prosper', ¡las canciones!... para mi sorpresa, una vez empezado podría, y me encantaría, seguir enumerando hasta el fin del artículo, pero supongo que esa no es la idea. La combinación de humor irreverente, lo que Michael Chabon llama su goofiness inherente, y la erudición ─Mason y Dixon, como toda la obra de Pynchon, se apoya en una importante amalgama de investigación y lectura esotérica─ fueron una revelación. Pero estoy bastante seguro que esa primera vez el impacto no fue lo que debería haber sido ─en parte porque habré entendido menos de la mitad, en parte porque todavía hacía distinción entre literatura 'seria' y 'menor', y la presencia de humor ubicaba a Pynchon más en la última categoría que en la primera. Dostoievski no hace chistes, me habré dicho. No sé si del todo acertadamente.
Pero por suerte empecé la universidad, y en una de mis primeras clases de literatura norteamericana el libro estudiado fue La subasta del lote 49. Con la euforia de esa lectura, Oedipa Maas por dios, sumado a mis recuerdos de Mason y Dixon, ya tenía esa inercia literaria que le será familiar a muchos lectores. En vez de los próximos libros de la clase, ya estaba leyendo El Arco iris de gravedad y todas las críticas que podía encontrar en la biblioteca ─me acuerdo que fue allí donde descubrí el concepto de Harold Bloom de 'momentos de sublimidad', en este caso aplicado a la historia de la lamparita en El arcoírisde Bryon..., algo que he plagiado hasta el cansancio en mis propias reseñas. Ya era un fan embelesado y estaba determinado a escribir el mejor ensayo sobre Pynchon que nunca se hubiera escrito. No tuve éxito. Fans no hacen buenos críticos. Pero el beneficio de haberme imbuido en el mundo de Pynchon superaba por mucho la desilusión de las notas mediocres que recibía, y seguía recibiendo, dado que había descuidado mis otros estudios.
Thomas Pynchon por Juan Carlos Comperatore
Es aquí donde generalmente, cuando de Pynchon se trata, se empezaría a hablar de conspiraciones, paranoia, de lo profético de su narrativa, de lo apropiado que resulta para el momento en que vivimos (no importa mucho qué momento se trata, siempre hay algo relevante). Y es innegable que todos esos aspectos son una parte importante del universo pynchoniano; en su ficción por lo menos, él vio conspiraciones en cada rincón como Keats veía a ninfas detrás de cada arbusto, pero prefiero enfocarme en otras cosas. Para mí, el premio de leer un texto de Pynchon, más que en sus tramas o en las búsquedas enloquecidas de sus personajes, se centra en su sentido magnificente de la diversión, la alegría y el sufrimiento apabullante de vivir que transmite con cada página. Mira ─nos parece decir─ lo maravilloso, lo terrible, lo extraordinario, lo cruel y divino que podemos ser los seres humanos, ni hablar de las otras bestias, objetos y fenómenos de la creación. ¿No es extraordinario? Y, dicho sea de paso, el sexo, la droga y el alcohol también, ¿no? A mí me parece muy natural querer comunicar esa sensibilidad maravillada tras el recurso de la conspiración ─a pocas de las dimensiones más genuinas de la vida, buenas y malas, se pueden acceder desde la superficie y, después de todo, ¿que es una conspiración si no una red de comunicación subterránea?
Muchos han apreciado a Pynchon por su contemporaneidad, y ahora, creo, algunos lo están despreciando por la misma razón, pero eso sería pasar por alto su entendimiento profundo de la historia y las tradiciones literarias. Si bien no se puede argumentar que Pynchon escriba en la tradición flaubertiana, la de la novela decimonónica, los que lo ven únicamente como posmodernista (creo que lo que más me encanta del posmodernismo es que nunca se ha sabido si refiere a una continuación o a una ruptura con el modernismo. Es muy... posmodernista), y por ende obsoleto ahora que lo que necesitamos otra vez es una escritura que enfrente los grandes temas del día de manera 'seria', olvidan lo que la literatura verdaderamente es. Olvidan a Cervantes, a Sterne, a Shakespeare o Robert Burton, a Quevedo, Lewis Carroll, Mark Twain o Edward Lear. Olvidan que el dios verdadero de la literatura es el trickster en sus distintos avatares alrededor del mundo. Olvidan el absurdo que subyace a la mayoría de las tragedias del mundo, particularmente las que tienen causas humanas. Pynchon nunca lo hizo.
Los viajes de sus goofballs savants (bobos eruditos) por el globo ─el cosmopolitismo de su mirada es notable, particularmente cuando uno lo compara con sus pares─ rebosan de una ambición bien anticuada, la de capturar un todo, y aunque sabe, como Slothrop, que su meta es imposible, sabe también que muchas de sus partes se encuentran si uno se divierte en el camino. Y todavía no hemos mencionado sus juegos con el lenguaje ─espero que me perdonen los lectores en lengua española si digo que el inglés, o mejor dicho los muchos ingleses, es terreno particularmente rico para un escritor como Pynchon. Es un idioma que parece vivir socavándose por razones sociales, culturales, políticas... siempre surgen formas nuevas y otras viejas retornan eternamente. Pynchon navega esas olas con la maestría y el laissez faire de sus personajes. Es esa combinación de ambición y melancolía megalómana con el joie de vivre hedonístico la que mejor define a Pynchon y que ha enamorado a tantos lectores como el joven que entonces fuí, ahora cada vez más viejo.
13 de mayo, 2020