El problema de la sinceridad y el artificio en los diarios de un escritor –problema que tanto preocupó a André Gide en los suyos– parece estar saldado en las cartas. Toda carta está signada por la direccionalidad: tiene que desplazarse a un punto geográfico, y eso –la dirección, el precio de sellos y estampas, el viaje– hace que tenga que ir al punto –cualquiera sea ese otro punto al interior del texto. En las cartas parece haber menos espacio para la impostura y para la autofabricación: se escribe para algo. Esto es especialmente cierto en el caso de Baudelaire.
Cartas a su madre reúne textos escritos muchas veces de apuro. El traqueteo, el ruido y el billar se conjugan con la urgencia cronometrada cuando se mete en un café frente al correo: “Son las dos; si quiero que mi carta salga hoy, dispongo solo de dos horas y media para escribirte”. Nada de esto es tangencial en un caso como el de Baudelaire, que tanto se ocupó de lo moderno.
La relación con su madre es tensa. Esa tensión, minada de reproches, exigencias y resentimiento, recorre el libro, y la médula que la estructura es el dinero. Casi no hay cartas en las que no se lo mencione, sobre todo para pedirlo, también para contarlo, para narrarlo: en qué se gasta, y cómo. Este es el drama, y organiza el tono y el sistema de personajes: la madre de Baudelaire se convierte en Madame Aupick cuando, veinte meses después de enviudar, vuelve a casarse. Al ver la prodigalidad con la que Baudelaire gasta su herencia, su padrastro el general Aupick impone un tutor legal, el notario Narciso Ancelle. Esta tutela se traduce en un severo control sobre la fortuna de Charles. Empieza el 21 de septiembre de 1844, cuando tiene 23 años.
La figura de Ancelle, que aparece lateralmente, se vuelve sin embargo central. Las cartas lo nombran con fastidio e injurias, lo conjuran y lo maldicen. Constantemente se pide a la madre que salteé la instancia del notario –“No creo que deba empeñarme en hacerle comprender la importancia de esta carta, y de su respuesta, que debe dirigirme A MÍ, A MÍ, ¿lo oye?”. Ancelle es un rector de la vida entera de Baudelaire. No solo es un mediador entre él y su fortuna, entre él y su propia madre. Todo lo demás parece quedar supeditado a su mirada cenital: es el signo que organiza el desorden en que se ha convertido la vida de Baudelaire.
Un desorden que se come todo: el apremio, la escasez, la angustia, el deseo de gloria, la confianza absoluta en esa gloria, las deudas, los acreedores, los pagarés, las mudanzas subrepticias, los adelantos de publicación, el crédito, las correcciones obsesivas, las torpezas y los proyectos a medias, el spleen, el ideal, todo eso aparece, sobre todo al comienzo, para dibujar la novela de un deudor compulsivo.
Este desorden tiene un eje que lo atraviesa y lo condensa. El dinero, que es material y es ideal sobre todo porque falta. Hay una equivalencia simbólica entre el dinero y el amor, y Madame Aupick se convierte en permanente objeto de demanda respecto de uno y otro. Y no cuesta, mientras se lee, hacer un pequeño ejercicio de imaginación: estirar un poco el tono de Baudelaire, estirar un poco el silencio de Madame Aupick (sus cartas no las conocemos) para paladear la impresión de que Baudelaire habla solo. Esto a menudo produce saltos deliciosos entre una carta y la otra. A los reproches más feroces, a las injurias y las acusaciones más desembozadas, puede seguirles, como en una comedia, un nuevo comienzo, desentendido de todo lo anterior: “Querida madre, estoy seguro de que voy a causarte un disgusto”.
Las cartas a su madre cubren un largo período. La selección –a cargo de Walter Romero, igual que la traducción, el prólogo y las notas– va de 1839 a 1866, es decir: empezamos a leer cuando Baudelaire tiene apenas 18 años, y nos despedimos de él a sus 45. Y, si el dinero y las deudas son una constante, el personaje Baudelaire hace su progresión cuasi narrativa también. Aparecen grandes hitos: el descubrimiento de Poe (en Mon cœur mis à nu, publicado póstumamente en 1887, escribe: “Rezar todas las mañanas a Dios, reserva de toda fuerza y de toda justicia, a mi padre, a Mariette y a Poe”); la publicación de Las flores del mal, el juicio que le valieron seis de los poemas en ese libro.
El trabajo es una de las grandes zonas del texto. Una frase divina, del mismo texto que la anterior: “Hace falta trabajar, si no por gusto al menos por desesperación, porque, bien verificado todo, trabajar es menos aburrido que entretenerse”. En épocas como la nuestra, en que, likes y pantallas mediante, trabajar y entretenerse son una y la misma cosa, vale especialmente la pena esta subtrama en las cartas baudelairianas. Baudelaire gestiona obsesiva, casi libidinalmente el producto de su escritura, al que además le asigna valor: cuánto vale un poema, cuánto un artículo, cuánto un drama. Pero, sobre todo y a pesar de todo, escribe –y escribe contra el ennui, acaso un mal de época que ha vuelto, o que persiste.
29 de octubre, 2025

Cartas a su madre
Charles Baudelaire
Selección, traducción, notas y prólogo de Walter Romero
Blatt & Ríos, 2025
336 págs.