Posiblemente, las precisas recetas que dictaron los canónicos maestros –Poe, Quiroga, por qué no los consejos de Chejov– que cristalizaban el modo “perfecto” de escribir un cuento y las rígidas indicaciones que, animados por una intención similar –¿pedagógica? ¿altruista? ¿un legado para los principiantes?–, han propagado otros tantos escritores o animadores de los talleres literarios hayan perdido validez en estos tiempos en que desconfiamos de la universalidad de cualquier precepto. De todos modos, hay en estas prescripciones una idea asentada y sin fisuras acerca de qué y cómo debía escribirse un cuento y sobre la forma en que los lectores acceden a ellos, los recorren, los disfrutan y, al terminar, salen con una idea medianamente clara de lo que acaban de vivir en esa “aventura de lenguaje”. Posiblemente esa manera de narrar resulte demodé, perimida, agotada, una fórmula caduca en el arcón de las viejas poéticas. Posiblemente hoy, y desde hace décadas, la libertad y la plasticidad del cuento lo impulsen a ser “otras cosas” diferentes a esas construcciones cerradas en las que todas las piezas encajan.
En esa otra línea, desoyendo al panteón de los clásicos del género, se pueden inscribir los textos narrativos de Ernestina Perrens que, reunidos bajo el título Cáscara negra, publicó este 2023 la editorial Paradiso. Los diez breves relatos presentan una estructura fragmentada, con imprevistos saltos o superposiciones temporales y espaciales, con narradores alternados, que se niega a ofrecernos una forma compacta y organizada del mundo ficcional que crean las palabras. Esto se percibe en “Circo”, cuando un padre trasnochado lleva a su hija al circo y, entre los números patéticos del espectáculo se intercalan (en cursiva), fragmentos de su salida nocturna; o bien en “El libro de los pájaros”, en el cual, con el ruidoso paso de un comprador de chatarra, para la mujer que limpia una casa y sale a vender un libro (sobre pájaros), irrumpe en ese presente un doloroso episodio de la infancia (también señalado en cursiva). Igualmente, con retoños poéticos, el mismo mecanismo se lleva al extremo en “Por un instante”, que yuxtapone la poda de una Santa Rita, la ruptura de una relación y la cíclica repetición de un viaje en auto para ir de pesca. “Las ramas que apenas se adhieren a la pared le recuerdan su propio esqueleto... Se quiebran todos los cabos que la unen a ese hombre con el que ha compartido la mayor parte de su vida”.
Se trata, sin dudas, de una decisión estética que reproduce, en la escritura literatura, la complejidad y las dificultades que tenemos a la hora de comprender el mundo “real”. Inaprehensible, confuso, inabarcable para la razón y la conciencia. Las múltiples significaciones que sugieren ciertas imágenes, o lo implícito, lo silenciado por ese narrador ignorante o mezquino, desafían la imaginación del lector que debe rellenar los huecos, o reponer con hipótesis el sentido de una historia que, seguramente, carece de un significado unívoco. En “Paulina”, para la niña que, al volver del cine, en su habitación, dibuja secuencias del filme que ha visto y de un espectador que ha estado espiando, la segunda historia que se esboza solo puede completarse con suposiciones. Del mismo modo, aunque atenuado, en el incendio rural de “Cáscara negra” arde mucho más que lo que vemos quemarse. De esta manera, el efecto de lectura queda librado al azar, dependiendo de encontrarse, del otro lado, con alguien atento y dispuesto a continuar rumiando cada relato después de ese punto que marca finales que se disuelven en la espuma de los posibles.
Sin embargo, lo elusivo, lo entrevisto, lo vivido y alterado por el trauma del abuso, en “La denuncia”; o la mirada infantil que mitifica y deforma lo reconocible, la violencia política, en “Los Tupamaros eran de color violeta”, consiguen imponerse y persistir en la memoria por la atmósfera angustiante que recrean. Quizás la conjunción más equilibrada, más lograda, de obsesiones, traumas y locura, se plasme en “De lirios y vacas”, en el que el sueño recurrente de una mujer y la transferencia que logra con su analista convergen hacia un desenlace inesperado e impactante.
El libro de Perrens se completa con “Cielo de marfil”, en el que una joven pintora de murales callejeros, Camila, recoge de la basura una serie de fotografías que servirán de tema para sus próximas obras. El museo a cielo abierto de los paredones del barrio de Palermo, permite que la ubique la familia japonesa que se desprendió de ese tesoro y “conectar” con la mujer que, sin conocer, ha pintado. Por último, “Algo de la eternidad” nos lleva a viajar con un grupo de amigos de la juventud que, ya adultos, se reencuentran, a instancias de Martín, para realizar una aventura de mochileros. “Volver a juntarnos después de esos años nos producía una mezcla de ilusión y temor. Nos mostrábamos cautelosos y distantes como si hubiésemos perdido ese desparpajo que nos unía”.
Las breves narraciones de “Cáscara negra” parecen estar animadas por una doble (e inmensa) confianza. Por un lado, en la mágica capacidad del lenguaje de evocar en los lectores cuadros y situaciones aun en sus susurros y en sus silencios. Por el otro, en que van a llegar a las manos (y a los ojos) de lectores activos y preparados para escuchar (y darle un significado) a las leves y ambiguas resonancias que habitan en el lenguaje (y sus silencios). En esa fe, en esa apuesta que nunca se hace a ciegas, se afirma la escritura de Ernestina Perrens.
19 de abril, 2023
Cáscara negra
Ernestina Perrens
Paradiso, 2023
80 págs.