En el principio había un poeta. Y cuando digo “principio”, me refiero a ese tiempo pretérito de la ciudad en el que todavía estaban vivos algunos de sus fundadores. Necochea era un accidente menor en el discurrir de la pampa, en el que todo o casi todo estaba por hacerse. El tiempo, todavía, era propiedad de los pioneros.
El poeta, al que todos conocían como Eduardo Escobar, era un poeta modernista, como todos o casi todos los poetas de la época. Había nacido accidentalmente en España, pero era tan o más necochense que cualquiera. Para probarlo, basta con referenciar su activa militancia en lo que hoy llamamos gestión cultural: fundó y dirigió el Ateneo Necochea, integró la Comisión Municipal de Cultura y fue miembro titular del Primer Congreso de Historia de los Pueblos de la Provincias de Buenos Aires. Sus más de cincuenta libros publicados, en los que aborda casi la totalidad de los géneros (poesía, novela, ensayo, teatro e historia), dan cuenta del desarrollo de una de las conciencias más elevadas de la época.
Seguramente había otros, pero considerando el volumen y la sustancia de su producción, podemos postularlo como Nuestro Primer Escritor.
Él mismo, sabiendo el lugar que ocupaba, operó en esta dirección. Entendió, por ejemplo, que al primero le correspondía escribir una concienzuda historia de la ciudad. El libro en cuestión es Necochea, ciudad progresista y poética, por lejos su obra más importante, que sobrevive (y seguramente sobrevivirá) tanto por su valor testimonial como por el peso expresivo de su singularidad.
Sabedor de que la clave del desarrollo venidero radica en las marcas y gestos del impulso inicial, tramó su historia centrándose en la fundación. Contaba a su favor con el testimonio de primera mano de algunos sobrevivientes, con quienes mantuvo un nutrido intercambio, generalmente por correspondencia. Su libro es en gran medida la historia de los pioneros, entre los que se incluye, encarnando la figura del primer escritor.
Cabe aclarar que un libro de estas características nunca es sólo un acto de autoafirmación (personal o colectiva), sino también, y sobre todo, una interpelación al futuro. ¿Para qué o para quién si no se escribe la historia de una ciudad?
Podemos suponer, entonces, que Necochea, ciudad progresista y poética es el contenido de una cápsula de tiempo que fue enterrada en un sitio recóndito de la pampa necochense un atardecer de Junio del año 1937 para ser abierta ochenta años más tarde por un sujeto equivalente a Escobar.
Una ciudad del tamaño de la nuestra tiene a lo sumo, y con suerte, un exponente relevante; y, considerando el valor, el volumen y el carácter disruptivo de su producción, ese lugar le corresponde sin lugar a dudas a Juan Santilli. Fue el propio Juan, entonces, quien, cumpliendo su destino en esta historia, se ocupó de desenterrar la cápsula y se hizo cargo de decodificar para nosotros su contenido.
¿Y qué podía hacer un escritor en los albores del siglo XXI con una historia de la ciudad escrita en los años ’30 del siglo XX? El lugar común indica que debía reescribirla, y eso hubiera hecho cualquiera distraído sin talento, pero Santilli no ocupa el lugar que ocupa precisamente por rendirse al lugar común. Su resolución al problema fue sencillamente brillante. Para reactualizar el mensaje de los pioneros, pensó, no había que reescribirlo (lo que hubiese equivalido a falsificarlo), sino destilarlo.
En este punto, cabe aclarar que la destilación de textos es un procedimiento creado por el propio Santilli, al que él mismo caracteriza como un mecanismo de lectura activa, consistente en evaporar de un texto sus “significados” (enunciados duros, unidireccionales, axiomáticos, preceptivos), para luego, en una segunda instancia, recuperar sus “sentidos” (enunciados más blandos, difusos, velados, que más que indicar, excitan vínculos y encadenamientos), para finalmente, en una tercera instancia, religarlos en un texto que se atenga a la lógica gramatical.
El libro que el lector tiene entre manos, Ciudad y poética, es el producto de la destilación del de Escobar. Capítulo a capítulo, Santilli aplicó su procedimiento, sujeto a la prescripción de no agregar ni una sola palabra propia. Las palabras que lo componen siguen siendo las de Necochea, ciudad progresista y poética, pero el texto resultante es absolutamente otro.
Frente a esta aparente paradoja, podríamos preguntarnos quién es el autor de este nuevo texto. Pero ocurre que el procedimiento de destilación supone en sí mismo un cuestionamiento a la categoría de autor. La única respuesta aceptable a esa pregunta impertinente, pienso, acaso sea postular como autor al mismísimo procedimiento, que, cabe aclararlo, requiere para su ejecución de un sujeto destilador, encarnado en este caso por Juan, a quién por lo tanto corresponde atribuible el resultado.
Ilustración de Juan Carlos Comperatore
Podemos preguntarnos además qué quedó del texto inicial, en qué medida Ciudad y poética sigue siendo la crónica de una fundación. Desde mi perspectiva, pasada por el tamiz de la destilación, la historia se condensa y adquiera el carácter de un relato mitológico, haciendo la salvedad de que se trata de una mitología fantasmal, que más que imponerse se insinúa por la acumulación de elementos sugestivos, que acaban de componerse en la cabeza del lector. En lugar de una historia clausurada, en la que se hacen explícitos los dogmas y las intenciones de su autor (como era el caso de la obra de Escobar), acá nos encontramos frente a un misterio proliferante, que abre el sentido a partir de repeticiones, escamoteos, desequilibrios y resonancias.
Lo que en la historia de Escobar se atiene a un desarrollo diacrónico, privilegiando el ordenamiento temporal de los hechos, en Ciudad y poética, por efecto de la destilación, se presenta de manera sincrónica. La sucesión de elementos, propia de la representación de la temporalidad, se resuelve en simultaneidad. Antes que un relato en el que los sucesos están encadenados en una consecución lógica, Ciudad y poética es una trama textual en la que el tiempo se comprime en un territorio acotado en el que todo está a la vista de manera simultánea.
En el discurrir vacilante de su mitología fantasmal, Ciudad y poética compone un diorama que representa un territorio ligeramente familiar, a la vez que completamente ilusorio. Un territorio por cierto inestable, en el que se insinúan escenas entre ingenuas y perturbadoras, protagonizadas por curiosos personajes con nombre de fábula: Los hombre de sal, El paladín de la jornada, Los subyugantes extranjeros, Los joviales, El jinete magnífico, El rubio de la canción, Niños pobres para dar a beneficio, El indio indómito, El bizarro, Los malvados, Los señores, Los bellos criollos, El libre, El demagogo, Niños que recibían la del padre, La mujer llena, El general, y un ser omnipresente y ominoso al que se conoce como El Señor. Por sus nombres magníficos y su incesante proliferación, estos personajes son como muñequitos coleccionables, miniaturas ligeramente perversas haciendo de las suyas en el diorama mítico de la fundación. Son los pioneros, claro, pero convertidos en juguetes por la magia de la destilación.
Ciudad y poética pone en escena un mundo reconocible e irreconocible a la vez, en el que los vínculos, la autoridad, el comercio, la familia y la sexualidad (entre otras vicisitudes humanas) aparecen distorsionados, como si pertenecieran a otra realidad, próxima y distante a la vez. Por eso mismo, y por la acumulación incesante de elementos singulares, el libro propone un universo autónomo, sujeto a sus propias leyes, en correlato a un lenguaje y una entonación ligeramente desviados, en los que el corte, la repetición y el montaje inestable acaban componiendo una música que, entre otras virtudes, nos revela la lengua extranjera camuflada en nuestra lengua. Es poesía, claro, pero también narrativa, y teatro de la realidad, y glosa especulativa, y crónica de artificio, (y a su vez nada de eso, o todo eso a la vez). Circunscribirlo a un género resultaría irrisorio. Mucho más productivo, pienso, es asumirlo y disfrutarlo por lo que realmente es: una experiencia inédita en la forma de un artefacto anómalo.
Promovamos, entonces, a Ciudad y poética como una anomalía enigmática, que nos permite tomar contacto con un universo peculiar que remite a un pasado, pero desenfocándolo, imponiéndole una distancia que habilita a enfocarlo desde una perspectiva nueva, que rehúye de manera enfática el lugar común. Ciudad y poética es el mensaje de los pioneros pasado a través de la máquina lúcida de la destilación de textos.
La destilación es un mecanismo tan provechoso, promueve modulaciones tan inesperadas, que tienta a ser trasladada a otros ámbitos, que exceden a la escritura. Atendiendo a las reformulaciones del caso, imagino que es posible destilar canciones, cuadros, películas, fotografías, escenas, y llevando las cosas aún más lejos, incluso ciudades, como por ejemplo la nuestra. Su estado actual, ¿no invita acaso a destilarla? ¿Qué resultaría de una operación semejante? ¿Qué quedaría y en qué orden? ¿Cómo sería, en fin, la ciudad destilada?
Quizás el programa implícito en este libro sea precisamente una invitación a destilar nuestra ciudad, tarea pendiente, que acaso sea cumplimentada por el verdadero destinatario de este texto: el poeta necochense del futuro. Porque, si nos atenemos a la dinámica implícita en este experimento, corresponde, tal cual se hizo con el libro de Escobar, guardar un volumen de Ciudad y poética en una cápsula del tiempo, que deberá ser abierta dentro de ochenta años por un sujeto equivalente a Juan Santilli. ¿Quién y cómo será el escritor del 2097 encargado de decodificar el mensaje? ¿Qué procedimiento aplicará para apropiárselo? ¿En qué consistirá el texto (si es que acaso se trata de un texto) de su mensaje proyectado al futuro?
Las respuestas a estas preguntas están codificadas en este libro, que contiene las claves del porvenir, en parte porque, traficada en figuras enigmáticas, condensa información de todos los tiempos. El pasado de los pioneros, el presente maltrecho de la ciudad y su imprevisible futuro, confluyen en sus páginas por obra y gracia de la destilación.
Ciudad y poética, en definitiva, es una máquina del tiempo: trabaja generando el eco de un sonido pasado que suena en el futuro.
Igual que la poesía, produce el tiempo venidero de aquello a lo que se le acabó el tiempo.
10 de abril, 2019
Ciudad y poética: Escobar destilado
Juan Pablo Santilli
El barquero ediciones, 2018
100 págs