¿Se puede escribir desde la satisfacción? ¿Se puede hacerlo, además, sin ostentaciones y hasta con perplejidad? Y si se puede, ¿queda explicada una vida, su sentido último, el dibujo terminado, sólo porque quien la vivió se haya decidido a contarla? Amén de las dos primeras preguntas, encapsuladas en el título del libro, puede que Al Alvarez ni siquiera haya querido dar respuesta a la última (nadie feliz suele exigir cavilaciones filosóficas de este tipo). La pregunta se forma más bien sola en la lectura. ¿De dónde viene y qué significa, entonces, la sensación de que mucho o poco en el libro recién cerrado salió bien?
Estamos frente a un Alvarez ensamblado, una especie de kaiju compuesto a partir de los temas que nutrieron sus libros anteriores: la poesía, el suicidio, el montañismo, el póker. A veces hundiéndose hasta perderse en el gesto evocativo, a veces pasando revista a sucesos como si se tratara de la vida de alguien más, el londinense ordenó en sus memorias aquello que hasta entonces había sido una constelación de inquietudes, una diversidad que siempre guardó en el aspecto biográfico un hilo subterráneo. Alvarez hizo poesía y también hizo mucho por la poesía de otros, intentó suicidarse, escaló como un maníaco, se adentró en la matemática tenebrosa de los naipes, y después se puso a escribir sobre todo eso.
Lo que quizás separe a este libro de los demás es la exploración del árbol genealógico, giro o ampliación del viejo berretín de hablar de uno hablando de otra gente. Alvarez elige dos momentos para referirse a sus ancestros, la prosapia judeo-española que desembarcó en Inglaterra ya bien entrado el siglo XIX, y ambos, ubicados con sentido estratégico al principio y al final del volumen, tienen su punto álgido en las semblanzas inmisericordes que el autor dedica a su padre y a su madre, personas tristes, presas de un matrimonio infeliz y de vidas diseñadas para el abatimiento que se adhiere a los trabajos indeseables y el encierro hogareño. A fuerza de avanzar mirando hacia atrás, Alvarez da cuenta de cómo la desdicha de sus mayores inmediatos se volvió el motor que lo llevó a atravesar una infancia marcada por la invalidez en un tobillo, la insistencia en el deporte como válvula de una adicción a la adrenalina que recién encontraría sus surcos en la adultez, las noches con la música clásica a todo volumen para ahogar la discusión del cuarto de al lado y la electricidad que desfilaba por las calles de Londres durante los meses que duró el Blitz alemán. La distancia que Alvarez se impone para narrar el declive que empujó a sus progenitores hasta muertes abruptas o cansinas revela un afán de verdad que se levantó a sí mismo mientras los años goteaban y la necesidad de huir de la casa paterna en Hampstead, suburbio burgués y acomodado, se iba haciendo cada vez más recalcitrante.
El salvoconducto fue, al menos por un tiempo, el que se tarda en admitir los errores de origen, la carrera académica. Los claustros de Oxford, la crítica literaria y las estancias en universidades norteamericanas modelaron una vida que incluyó un matrimonio y su consiguiente divorcio con una descendiente de D. H. Lawrence, y que terminó manifestándose como una jaula aún más asfixiante que la primera. Alvarez apenas alude a su incidente con las pastillas ─centro de la indagación que motivó El dios salvaje─, pero el desaliento se dilata hacia las demás escenas, punteadas por viajes de estudio y menciones a colegas, literatos y editores con los que se codeó durante su década extraviada, a medida que el hastío empasta una prosa de pronto obediente a ciertos mandatos de género: gratitudes a personajes relevantes, el name-checking que inmuniza todo libro contra ofendidos e invisibilizados.
Hay destellos, por supuesto. La defensa de los poetas anglosajones más importantes de los cincuenta ─los innovadores de vertiente clasicista: Lowell, Berryman, Plath y Hughes─ y su rivalidad con la camada posterior ─liderada por Allen Ginsberg, que pone la cara para recibir la mayoría de los golpes─ dan lugar a ensayos lúcidos acerca de la vacuidad de cierta poética programáticamente desenfadada. Y está, claro, otra vez, la conversación terrible que mantuvo con Sylvia Plath en las vísperas navideñas de 1962, semanas antes de que la autora de La campana de cristal se quitara la vida. Aquella noche Alvarez la escuchó leer sus últimos poemas, la vio llorar y decidió irse para que la angustia no se le pegara como un virus. La escena es invernal y frágil, además de culposa, y da la impresión de estar reprimiendo un desborde informativo tal vez inconveniente.
¿Cómo fue que todo salió bien? puede pensarse como la odisea de un escritor en busca de una literatura que no está en las letras, que necesariamente debe ser extraída de ámbitos más vitales. Con la reaparición de viejos amigos ─el escalador Mo Anthoine, el tahúr Terry Steinhouse─, el libro reverdece justo a tiempo. Después de todo, la vida que Alvarez siguió tras correrse de la academia es la que lo llevó a escribir sus maridajes más ricos y espontáneos de crónica e investigación confesional, guiados por una definición propia del principio de placer y por una serie de experiencias obligadas a ser hondas antes de alcanzar su réplica en letras de imprenta.
Mal que le pese al título, las más de cuatrocientas páginas no cubren todo. Publicadas originalmente a finales del siglo pasado, aumentadas más tarde y traducidas ahora al español por Juan Nadalini, las memorias dejan afuera los últimos veinte años de una existencia larga y abundante, que de algún modo se completa con el diario En el estanque, editado en estas orillas también por Entropía, donde Alvarez registra sus nados cotidianos en los remansos de Londres y cuece despacio, como distraído, una metáfora sobre la senectud que no sólo es aplicable a una persona, sino también a un mundo que ya está muriéndose, pero al que sobrevivirán, al menos mientras queden lectores, las anotaciones de un prosista que aprendió a vivir fuerte primero y a escribir claro después.
27 de octubre, 2021
¿Cómo fue que todo salió bien?
Al Alvarez
Traducción de Juan Nadalini
Entropía, 2021
411 págs.