Martín Kohan cree (y detrás de él toda una tradición teórica literaria) que la literatura aparece y prolifera justo allí en la torsión, en los pliegues, en lo intrincado. Y para tal afirmación no hay mejor prueba que sus escritos.
En diversos textos de su producción está presente, entro otros, un ítem que ha constituido una serie literaria en la narrativa argentina: la última dictadura y el pasado reciente. No sólo en sus escritos literarios, sino también en los ensayísticos (finalmente, qué diferencias sustanciales hay entre unos y otros, se pregunta el mismo Kohan en "Sigiloso y a destiempo", un texto sobre Héctor Libertella) emergen la memoria y la historia acerca de la última dictadura. Lejos de repetirse, pareciera que a medida que avanza en su producción, los textos redoblan la apuesta del quehacer literario, ahondando en lo que Primo Levi denominara la "zona gris". Dice Kohan: sabemos que en un centro clandestino el victimario es el militar y la víctima es el secuestrado, pero qué sucede cuando nos vamos corriendo de esos individuos y de esos lugares. Entonces, aparecen los grises. En Dos veces junio (2002) ─aquella novela que toma como intertexto y punto de partida la magistral Villa (1995) de Luis Gusmán─ el conscripto que forma parte y a la vez es ajeno a la institución castrense; en Ciencias morales (2007), algo similar: la preceptora ajena al sistema y también casi al margen de lo que se está viviendo, pero sin embargo engranaje que apoya y forma parte del régimen; en Museo de la revolución (2006), el tema de la "traición" y sus tonos intermedios; y así podríamos continuar.
Nota esa otra gran escritora que es Liliana Heker que no es azaroso que la memoria intervenga en la escritura. Puesto que nuestra memoria nos constituye, indefectiblemente se traducirá en la imaginación, en lo escrito, en la elección de temas y palabras al momento de escribir. Por su parte, Kohan, en diversos textos periodísticos y ensayísticos se ha interrogado sobre las formas que adquiere la memoria ─individual, colectiva, histórica─ y acerca de los modos de imbricación entre lo literario, lo experiencial y lo político. Y esto conecta con la de Heker: los textos de Kohan se yerguen como "rastros" (en el sentido en que él mismo emplea el término en "Notas para un ensayo sobre los rastros") que permiten atisbar que la escritura, aun cuando no lo quiera, está hecha de memoria.
Martín Kohan por Juan Carlos Comperatore
En Confesión, como en algunas de las novelas mencionadas, a la que podría añadirse Cuentas pendientes (2010), se construyen personajes en los límites que, por alguna u otra razón, generan una suerte de desprecio (en diferentes grados, niveles y sentidos) en el lector. El título de la novela es bien referencial y a la vez connotativo tanto de lo que se narra en ella, como de la forma de ese relato. Al entender del autor a propósito de Disposición Final ─texto de Ceferino Reato que precisamente lleva por subtítulo "Confesión"─, si falta el sentimiento de culpa en quien se confiesa, entonces no hay confesión, debido a que ésta carecería de su esencia. Parte de la novela ─y como para agregar más tonalidades de grises a las ya existentes─ orbita sobre esa duda esencial, esto es, si las confesiones que en ella tienen lugar verdaderamente se sustentan en la culpa o adolecen de ella.
El texto se divide en tres grandes partes. En la primera y en la última, la narración está a cargo del nieto de Mirta López, una mujer nacida en Mercedes. La novela comienza con las palabras de la mujer, por ese entonces adolescente (año 1941), en el acto de confesión ante el sacerdote de la iglesia en la que comulga. Su confesión tiene que ver con su despertar sexual, que se acrecienta con los días y en cada relato en el confesionario que el texto restituye. Mientras que para el sacerdote lo más inadmisible serán los sentimientos, pensamientos y acciones de la joven; para el lector, quien posee una mirada en perspectiva y la cual explota Kohan, lo más escandaloso, o incómodo al menos, será el objeto de deseo de la mujer, quien no es otro que un Jorge Rafael Videla también adolescente. Hasta aquí la desaprensión del lector puede ser sólo relativa: ¿cómo juzgar a una mujer movida por una pasión que de ninguna manera podía conocer los hechos que sucederían luego?
En la segunda parte, el texto se sitúa en 1977, plena dictadura en Argentina. Si bien toda la novela se nuclea en torno al pasado reciente, esta parte nos adentra en el mundo de la clandestinidad de los años 70, reconstruyendo ese clima de época desde el accionar de un grupo de militantes. Son varios los puntos de contacto entre esta parte y la anterior: Videla, ahora como objetivo de un atentado en Aeroparque (Operación Gaviota); el arroyo Maldonado, a través del que se montan los dispositivos del atentando, arroyo que desemboca en el Río de La Plata (de una fuerte carga semántica durante y luego de la dictadura) y el cual se menciona sistemática y cíclicamente en la primera parte de la novela, donde se intercalan, junto con los relatos de las confesiones y la vida de Mirta López, apartados que se refieren al río y sus afluente. La enumeración de las conexiones podría continuar, pero la más relevante es que dentro de ese grupo de revolucionarios que planifican el atentado se encuentra el hijo de Mirta López, padre del personaje a cargo de la narración, como dijimos, en la primera y última parte.
La confesión religiosa del inicio deviene, en el desenlace, en confesión de un secreto guardado por años. Conocemos en la tercera parte, porque lo confiesa a su nieto, que Mirta sabe quién ha entregado a su hijo desaparecido. Sólo en ese momento, en el hogar de ancianos donde reside y en medio de un partido de truco entre ambos ─con el juego se repone la mentira, la impostación, el engaño─ se lo revela a su nieto, quien como hijo de padre desaparecido se ha preguntado casi toda su vida por lo que sucedió con él, intentando reconstruir hasta el más mínimo detalle. Ahora sí, la desaprensión en el lector ante la mujer puede justificarse: Mirta sabe quién entregó a su hijo y cómo desapareció, a pesar de lo cual decidió convertir la información en secreto. La novela, como el final del partido de truco entre abuela y nieto, queda abierta. Porque quedan abiertas las preguntas que no tienen respuesta, porque permanece abierto ese pasado del país que no cierra.
En el medio de esta historia, en una enunciación cargada de reflexión, encontramos la característica y magistral prosa de Kohan, que se demora en el relato así como en el lenguaje mismo para hacernos ver una vez más que las historias están hechas de palabras ─palabras con frecuencia gastadas en el relato de los días y que adquieren espesor en la narración del horror─, términos cuyo valor redescubrimos en esa reflexión y en esa morosidad de un decir que no termina por llenar los (eternos) vacíos de una historia ya contada y nueva al mismo tiempo. Kohan demuestra (una vez más) su dominio de la palabra, del diálogo y la escritura, rematando con esas escenas finales en las que el partido de truco lo invade todo, como si fuera realmente el tema del que se está hablando. Contrariamente, al situarse alternada con ese juego, la confesión no adquiere sino más tensión, impregnando esta última la historia y la escritura, el contenido y las palabras.
Entre la ficción y la realidad ─que en verdad no están tan escindidas, o al menos no lo pareciera─ cabe la pregunta: ¿qué hacer con esas memorias incómodas? ¿Cómo juzgar esas zonas grises de un pasado todavía no resuelto? Lejos de ofrecernos respuestas, la novela prolifera en el interrogante. Pero si alguna respuesta nos da Confesión, hay que buscarla ante esa pregunta que circula en diferentes niveles y momentos de nuestra sociedad, y que radica en si es necesario seguir hablando del pasado en cuestión: el texto de Kohan es una respuesta elocuente tanto desde lo literario como a partir de lo político que ello implica.
4 de noviembre, 2020
Confesión
Martín Kohan
Anagrama, 2020
196 págs.