Proverbial, Cortázar supo decir alguna vez que los grandes cuentos suelen tener una característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota. Eso mismo podría pensarse con relación a las tres nouvelles que conforman Cosas que vienen y van, de Bette Howland (Chicago, 1937 - Tulsa, 2017), un libro publicado originalmente en 1983, que en esta ocasión llega de la mano de Eterna Cadencia, con traducción de Inés Garland.
Escritora y crítica literaria, autora, entre otros, de S-3. Una memoria, un texto autobiográfico en el que cuenta su internación en una sala psiquiátrica luego de un intento de suicidio a fines de los años sesenta, Howland se despacha con tres nouvelles en las que, más allá de la aparente modestia de su contenido, subyace una fuerza mayor.
En la primera, “Dios los cría”, Esti, la protagonista, evoca ruidosos y acalorados encuentros familiares en el marco de una Chicago atravesada por las secuelas de la Gran Depresión y la sombra de la mafia; encuentros en los cuales los Abarbanel, una familia variopinta, se luce tanto en su afecto y camaradería como en sus excesos y exabruptos.
La segunda, “El viejo bromista”, parte de un recorte concreto para dar cuenta de las motivaciones y los anhelos de cuatro personajes que, cierta noche, coinciden en tiempo y espacio. Mrs. Cheatman, una anciana de color que oficia de niñera. Sydney, una joven madre que “nunca había elegido una vida y por eso pensaba que todas las vidas estaban disponibles”. Leo, la pareja de Sydney, un hombre altanero, egocéntrico y mezquino con el dinero. Y Mark, el hijo de Sydney, un niño que, al abrigo de la niñera, su madre y la pareja de su madre, maravillado, ve nevar por primera vez.
En “La vida que me diste”, la tercera y última nouvelle, Sally emprende un viaje a esa dimensión paralela de playas, palmeras y condominios llamada Florida, en el sur de Estados Unidos. Viaja con el objetivo de ver a su padre, que sufrió un accidente –se cayó de una escalera intentando arreglar un techo, se rompió un par de costillas y la nariz– y está internado. En ese plan, y en el contexto de lo que Sally entiende que quizá sea uno de los últimos actos en la vida de sus padres, aguijoneada por lo no dicho –por todo aquello que sería conveniente decir antes de que sea demasiado tarde–, la observación del entorno se funde con una serie de recuerdos que sobrevienen y dan pie a una zona límbica en la cual pasado y presente, entrelazados, se afectan y se resignifican.
Si hay un denominador común en estas tres nouvelles es el foco en los vínculos y, sobre todo, en el sentido de la herencia. Porque no solo heredamos narices, caderas, orejas y hoyuelos; no solo heredamos posturas y actitudes –cierto modo de caminar o una mirada triste o inquisidora–, valores y hasta un carácter; sino que, como demuestra Howland, también heredamos algo menos evidente: taras, traumas y miedos ancestrales que, silenciosamente, pasan de una generación a otra.
¿Qué es una familia? Esa, en síntesis, parece ser la clave. ¿Qué es y cómo nos afecta esa misteriosa construcción cultural, mezcla de clan y de tribu, que, por parentesco o convivencia, por afinidad o adopción, nos legó buena parte de lo mejor y lo peor que tenemos? En torno a esas preguntas parece haber trabajado Howland en estas nouvelles. Nouvelles que, más allá de la aparente modestia de su contenido, son –tal como decía Cortázar de los grandes cuentos– aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota.
14 de febrero, 2024
Cosas que vienen y van
Bette Howland
Traducción de Inés Garland
Eterna Cadencia, 2023
168 págs.