Hay escritores que hacen de un puñado de imágenes el núcleo obsesivo de su obra; otros que se desgañitan en busca de un estilo que logre afincar su personalidad; y aún otros para quienes cada libro es la oportunidad de un nuevo comienzo. Pablo Katchadjian pertenece a este selecto grupo que no se reconoce sino en la apuesta por estirar los confines de lo inexplorado. Es un programa estético, qué duda cabe, pero sobre todo vital. Porque si la literatura es el espacio sin tiempo ni lugar donde todo está permitido, lo es a condición de tensar las reglas de juego. O de volver a inventarlas en cada ocasión. Una oportunidad, el reciente libro de Katchadjian, se apoya en el trampolín de lo anterior sólo para arrojarse al vacío. Se deshace de cualquier prerrogativa sobre el bien decir de la novela y se acuna en los brazos de lo informe. Sin temor al ridículo asume toda la seriedad del disparate. Esto también se percibe en el curso del intercambio que sigue. Más allá de los temas tratados –hablamos sobre finales, sobre brujería, sobre el abandono y la utilidad o no de la literatura–, en sus respuestas parece no haber nada definitivo sino postulaciones provisorias que escapan a lo esperado y cuya parábola va de la ambivalencia a la ambigüedad. Algo, cualquier cosa –una idea, sin ir más lejos–, puede ser una cosa, luego otra, y finalmente las dos a la vez. A Katchadjian no le interesa el estado de reposo, el momento (nunca definitivo) de llegada, sino el movimiento. Ahí radica la aventura, el arrojo y la seriedad de su juego.
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Si te parece, comencemos por el final, eso mismo que Una oportunidad se encarga una vez y otra de aplazar. En determinado momento se lee: “¿cómo terminar sin que se termine? O mejor: ¿cómo no terminar pero que se termine? O, más sencillamente, ¿cómo terminar sin que el final se apodere de todo?”. Si el final es lo que otorga un sentido de manera retroactiva, ¿qué efectos produce abdicar de dicha idea?
Imagino que por ese problema en cierto momento los finales suspendidos se convirtieron casi en regla. Pero yo no quería hacer un final suspendido ni tampoco un final otorgador de sentido, porque son finales formales, sedimentados, que se apoderan de todo. Quiero decir que la cuestión del final es una discusión sobre la forma: contra la forma. ¿Cómo se terminan las cosas que uno vive? No se terminan, nada se termina nunca, y si uno percibe finales abiertos u otorgadores de sentido es porque está educado por ese tipo de finales, por esas formas. Bueno, entonces discutir los finales sería reeducar la percepción. Mi percepción, para empezar. Nada se termina nunca... No sé si es verdad, en este momento creo que sí. Estoy tratando de pensar en algo que efectivamente se pueda terminar y no se me ocurre nada, todo tiende a continuar cambiando de plano.
Lo que tampoco parecen terminar, o concluir con un sentido unívoco, son los enunciados de tus frases: apenas afirman sopesan su reverso, luego la negación del reverso para, finalmente, terminar anulándose unas a otras. Un proceder que recuerda al de Kafka. Creo que fue Chitarroni quien dijo que Kafka usaba las palabras como si tuviera que devolverlas al día siguiente. ¿Cómo dirías que las usás vos?
Es una pregunta bastante íntima, en el sentido de que para responderla debería dar cuenta de cosas personales. Uno puede llegar a esa conclusión con Kafka porque conoce su biografía. No digo que eso no esté ahí, pero la biografía es una guía para llegar. Yo no sé cómo uso las palabras. Si empezara a dar cuenta de mi biografía podría guiarme hasta una respuesta. Pero me gusta pensar que las uso como un brujo falso, o no falso: un brujo verdadero que al mismo tiempo es un charlatán, porque hace cosas, brujerías, pero no sabe bien qué hizo ni cómo lo hizo. Uno tiene la idea de que los brujos y brujas se proponen algo y lo hacen, pero perfectamente podrían actuar como alguien que escribe: poner una cosa, luego otra, mezclarlas, decirles algo encima, fijar un par de reglas y después, cuando ya no se entiende bien qué está pasando, esperar a ver qué efecto produce –idealmente, uno inesperado–. Creo que las palabras me marean y las uso para eso. Quizá porque pienso que en el vacío del mareo puede aparecer algún tipo de verdad, una verdad que no se entienda. Se sabe que las brujas usaban plantas para entrar en estados alucinógenos. Bueno, algo así, pero con palabras.
La escritura como brujería... El narrador de Una oportunidad, precisamente, dice estar embrujado. Y la escritura parece producir en él el efecto del pharmakón griego, veneno y remedio a la vez...
Bueno, diste en el blanco de tal manera que no sé por dónde empezar. Porque hace poco me di cuenta de que estoy escribiendo sobre el veneno desde hace rato. No me quiero citar, pero es una entrevista, así que... En Qué hacer, por ejemplo, dice: “De eso hablamos cuando aparecemos en una universidad inglesa: de curar con lo mismo que hace mal, de darle veneno al veneno, es decir, de Hipócrates contra Galeno”. Eso es de 2006. Me acordé de esto porque quiero leer un libro sobre Mitrídates, el rey persa, que salió hace poco. Y Mitrídates está aludido en otra novela, En cualquier lado. Lo particular de Mitrídates es que, como temía que lo envenenaran, se dedicó a probar pequeñas dosis de muchos venenos con la idea de hacerse inmune. Y parece que le funcionó. A mí me pasó hace poco algo bastante raro, un poco inverosímil. Estaba leyendo un libro de un historiador sobre la muerte de Sócrates y empezó a crecer en una maceta del balcón una planta de cicuta, que es el famoso veneno que le hicieron tomar a Sócrates. El otro día le arranqué unas hojas secas y me empezaron a cosquillear los brazos y las piernas. Obviamente me asusté, pero también me acordé de Mitrídates. De hecho, ahora me acabo de acordar de que en El Aleph engordado, que es de 2008, cuando el narrador duda de si Carlos Argentino Daneri lo envenenó o lo drogó cita la Investigación sobre las plantas de Teofrasto. Bueno, me pongo a pensar y en Gracias hay hongos y raíces, en La libertad total uno cree haber comido un fruto venenoso... Quince años escribiendo sobre esto y no tengo idea de por qué. Supongo que por eso sigue dando vueltas. No debe tener mucha explicación, porque finalmente es una metáfora de otra cosa. Creo que me fascina esa tensión entre liberación y muerte.
Acá hay tela para varios vestidos. ¿Qué pasa con la escritura luego de que uno advierte esas coincidencias?
Está la coincidencia de la planta y el libro y la del tema del veneno en los libros. Lo primero es lo más dramático, porque es como si la realidad se hiciera gomosa, en el sentido de maleable. Que la realidad se vuelva gomosa es fascinante y aterrador. Salvo que lo pienses como un escéptico, pero me parece forzado. Eso potencia la escritura, porque la libera para operar sobre las cosas. Lo segundo, la coincidencia del veneno, supongo que deberé explorarla de otra manera de acá en más, porque ahora se convirtió en una especie de motivo.
Pablo Katchadjian por Juan Carlos Comperatore
Recién hablabas de la tensión entre liberación y muerte. ¿Podríamos decir que esa tensión está vinculada al abandono? El narrador de Una oportunidad se propone abandonarse en la escritura, con el corolario de una renuncia a la prolijidad.
Claro, porque en un extremo del abandono ya no hay texto. Entonces el abandono sería un veneno que uno puede ir tomando en pequeñas dosis tratando de llegar al máximo efecto antes de que se vuelva mortal. Pero es el veneno que te salva. En Una oportunidad llevé eso lo más lejos que pude, y en muchos momentos dudé de si no me había pasado. Casi, pero creo que no, porque quedó una novela, se puede leer... La desprolijidad es una manifestación de ese borde, y yo la valoro mucho. Igualmente, pensándolo ahora un poco desde afuera, incluso desde adelante, también diría que todo esto que digo no existe, en el sentido de que son metáforas de trabajo para encontrar formas de correr el criterio de valoración. Correr el criterio de valoración para encontrar nuevas libertades expresivas. Pero al mismo tiempo sí creo en esas metáforas, es decir, creo en ellas como cosas en sí mismas, porque si no creyera no funcionarían. Sería creer y no creer al mismo tiempo, o, como recomienda Pascal, actuar como si se creyera para poder creer.
Tanto en la novela como en lo que venimos hablando está presente la idea de tensión entre algo que es y no es a un mismo tiempo. Recuerdo que en el prólogo a Tres cuentos espirituales sugerías que el movimiento es lo único que puede leerse...
Podría decir mucho, pero resumiéndolo: si uno está tensado entre dos cosas, la misma tensión no sólo crea el movimiento sino que impide que la conciencia se interponga, porque uno está demasiado concentrado en mantener esa tensión. Es decir, uno puede moverse sin pensar en que se está moviendo o en cómo se está moviendo. Es un ideal. En un texto largo hay muchos momentos y muchas tensiones distintas funcionando. No sólo hay tensión entre lo que es y lo que no es sino también entre, por ejemplo, inteligencia y estupidez, amor y rechazo, fascinación y hartazgo, bueno y malo. Tengo una fantasía de proyecto educativo, que es la enseñanza en las escuelas primarias de la visión doble. Usualmente se propone que se diga qué es una determinada cosa; bueno, acá la idea sería pensar qué impulsos o propiedades contrapuestas hacen que algo exista, qué hace que algo esté en movimiento. Es decir, pensar el movimiento, la vibración. Me parece bastante más realista y liberador que pensar lo que las cosas son. Igual, todas estas ideas aparecen después de haber escrito. Siempre aparece todo primero en la escritura, como direcciones enigmáticas, y después tengo que entenderlo y vivirlo. ¿Qué me pide que piense, qué propone que haga? Así que volvemos otra vez a la brujería.
Tres brujas, precisamente, ofrecen sus servicios al narrador: una “como las de antes”, otra moderna y una tercera que tiene sus propios métodos. ¿Qué tipo de bruja sería Katchadjian?
Supongo que la idea es no ser ningún tipo de bruja. Como si dijeras: ¿qué tipo de escritor sos? No tengo idea. ¿Cuáles son los tipos de escritor? Creo que si uno escribe es para no ser ningún tipo de escritor sino otra cosa. Entonces, otra cosa que un tipo de bruja: ese sería el camino... Acá iría una pausa, porque como no me convencía mi respuesta se me ocurrió la idea de mandarle la pregunta a una de las brujas del libro, la que aparece bajo el nombre de Luz. Me respondió lo siguiente: “Creo que sos como los de antes y tenés tus propios métodos, y eso te convierte en moderno. Por ahí queda mal decirlo, pero es la verdad”. Por favor no pienses que lo estoy inventando: me respondió eso.
Otra manera de encarar el asunto es mediante uno de los múltiples oficios por los que pasa el narrador, el de un enólogo improvisado que mezcla vinos buenos con malos y al que consideran un “invasor vertical” en el rubro. Aunque en la novela se insiste en evitar la lectura alegórica, resulta difícil no pensar esto en términos literarios.
Eso es lo bueno y lo malo de tener algo parecido a un oficio: finalmente todo lo que hacés es también un comentario sobre tu oficio, porque ves el mundo así. Incluso la ropa que te ponés. Y, además, lo contrario: todo lo que hacés puede darte ideas para escribir. Con esto quiero decir que no lo pensé como alegoría, pero, claro, pensándolo un poco suena muy alegórico. Es alegórico. Lo del invasor vertical me encanta. Ortega y Gasset, que lo toma de un ensayista alemán, lo usa como término peyorativo, elitista; John Berger lo recupera para hablar de Picasso: uno que cae de arriba en medio de la escena. Pero no haciendo lobby (eso sería horizontal) sino haciendo algo que no se podía hacer o que no se hacía, que no daba hacer, que estaba fuera de registro. Como mezclar vinos malos con buenos en una copa. Para mí, son propuestas que me hago.
¿Consideras que hubo un cambio –una transformación para usar uno de tus términos– entre aquellas propuestas conceptuales como El Martín Fierro ordenado alfabéticamente o El aleph engordado y las últimas novelas o cuentos de peripecia desenfrenada?
Me detengo en “peripecia desenfrenada”, antes. Yo creo que la peripecia se va frenando, al menos por momentos, en esta última novela. Empezó a aparecer, desde la anterior, Amado Señor, el asunto del problema de narrar, que es algo que detiene la narración y se vuelve parte de la narración, pero ya no como peripecia. Es incluir el problema en el texto. Los libros que decís son muy distintos a este, sí. Los hice yo, en eso se parecen y siempre se puede encontrar una conexión, aunque pasaron unos quince años. Pero tu pregunta parece tener una dirección, ¿o no?
Bueno, sí. A grosso modo se podría decir que en tu obra hay un primer viraje, que va de lo conceptual a lo narrativo –es decir de las operaciones sobre el canon nacional a la fuga de la aventura–, y un segundo viraje, que va de lo narrativo al pliegue sobre el narrador y el acto de narrar. Aunque apenas enunciada, esta taxonomía al paso se revela infundada, porque los tantos parecen estar más entrelazados de lo que parece. Lo que sí se observa es una mayor soltura, un mayor abandono, al punto de que en este último libro se habla de “bordear el desastre”.
Siguiendo el método de la bruja, se puede mezclar: lo conceptual era una aventura, la fuga de la aventura es conceptual, el pliegue sobre el narrador produce narración y es conceptual y una aventura. Mis primeros libros son de poesía; después, lo conceptual era una forma de poesía. Antes estudié música, y eso se podría mezclar con todo, si uno quiere. Quiero decir que quizá no hay etapas, como un cohete que descarta partes quemadas, sino movimiento para crear tensiones alrededor de algo que no se ve y no se sabe qué es pero que, me parece ahora, se muestra un poco más si uno se mueve abandonado, lo más abandonado posible. Digo “me parece ahora” porque es lo que me parece ahora, quién sabe cómo es la cosa.
En lo que venimos hablando destaca el hecho de que parecés dar lugar a la pregunta, habitar el intervalo, y no simplemente dar una respuesta preformateada. Vamos con la última. En diversos momentos el narrador plantea que está escribiendo un texto de autoayuda con el objetivo de que sirva a otros. ¿Qué opinión te merece la noción de la utilidad en literatura?
Suelo pensar todo de nuevo cada vez, es un hábito mental quizá bueno pero bastante molesto. Es como si uno tuviera que chequear cuánto cambiaron las cosas desde la última vez que las pensó. Todo lo que tiene sentido es útil. Pero como todo tiene algún sentido, todo es útil, así que la idea se diluye: no hay útil e inútil. Sí puede haber utilidades que despreciamos y que por eso llamamos inútiles. Pero cuando se dice “la literatura no es útil” supongo que se está diciendo que no tiene una utilidad comprobable, directa. Eso es cierto, ¿no? Pero sí tiene una utilidad general que es la de lidiar con lo irracional. La única diferencia es que esta vez yo quise que la utilidad también fuera directa, que el libro le sirviera a quien lo leía no sólo como una mediación con lo irracional sino como un libro de autoayuda, es decir, como un libro que explícitamente sirve para pensar y reformular la propia vida. Las dos cosas están relacionadas, igual, y habitualmente los libros “inútiles” cumplen esa función. Y los “útiles” suelen no servir para nada más que para ocultar problemas. Bueno, resumiendo: creo que quise poner a girar esos dos polos para diluirlos.
2 de noviembre, 2022
Una oportunidad
Pablo Katchadjian
Blatt & Ríos, 2022
240 págs.