Para entrar en el mundo que nos propone Joaquín Vazquez en Crónicas de Infancia, tenemos que aceptar el pacto que se plantea desde la primera página. No es un pacto fáustico, es un pacto con un profesor de filosofía que resulta ser marciano. Es también un pacto con un niño que nos invita a jugar al “preguntados” y lo hace en geringoso. Es un pacto que nos pide algo a cambio: dejar por un momento en suspenso nuestra adultez, sus obligaciones, su alienación. Aunque se cuele por los resquicios, aunque ni el cronista lo haya podido lograr por completo, aunque, al fin de cuentas, no podamos dejar de ser lo que somos, sí podemos jugar. Y jugar, al modo de la infancia que es pura actualidad, también es ser. Jugando se es otra cosa y como dice este cronista “la infancia es, siempre, otra cosa”. Estamos advertidos: este es un llamado a la desobediencia civil.
Joaquín Vazquez es escritor, poeta, profesor y licenciado en filosofía. También, por lo que ahora confiesa, marciano. Elige el formato de la crónica para intentar registrar algo de eso que pasa en las clases de filosofía con niños. En estas clases no se explica, se hace filosofía, en términos más artesanales que productivos. Así logra viñetas, breves y contundentes, fragmentarias y poéticas. Llenas de ternura y de humor. Contienen, como dice Borges y cita el autor, “la belleza del sentimiento de revelación inminente que no llega a producirse”. Lo tienen porque no están completadas por la mirada adulta, cerradas en su sentido o formateadas para entrar en preconceptos.
Si la crónica, como género, le otorga voz a los que no la tienen, este profesor les da voz a esos chicos haciendo silencio y afilando la escucha. Permitiendo digresiones que van directo al punto, errores que dicen verdades, malentendidos que dejan aparecer otros entendimientos.
Este cronista nos otorga también voz a los lectores, dejándonos ahí fragmentos sueltos, anzuelos que nos conmueven, nos resuenan en nuestras propias experiencias de infancia. Pero ese será un segundo momento y estará a nuestro cargo. Por lo pronto estas crónicas no son tan pretenciosas y en esa simpleza está su poética. Se alejan todo lo que pueden de la nostalgia tan nuestra y tienen un modo hermosamente original de encontrarse con la infancia, ya no las evocadas, las propias, el recuerdo adulto. Tampoco “La” infancia abstracta, esa que viene edulcorada y sacralizada. Aquí, en cambio, la infancia es lo otro, lo diferente, es, como dice Vazquez, eso que viene de afuera a resquebrajar la falsa seguridad de lo adulto.
Estas crónicas están llenas de márgenes. No solo los de los recreos, esas escenas que transcurren antes o después del timbre y que, como todo lo que pasa en los bordes, pueden ser más ricas que las centrales.
También hay márgenes de otro tipo, esos que nos recuerdan que el testigo, ese cronista que escucha y recorta, también es un protagonista que vive en un mundo que se cae a pedazos, que, por ejemplo, puede estar disperso en esa clase que no nos fecha, pero que, con maestría, nos ubica, porque se habla de la muerte, de los cuerpos sin vida, del mundo que no se hace preguntas, del “río de la historia, que no pasa, que se repite”. Nos da pistas como elementos sueltos de un sueño, que nos remontan a puntos de quiebre en nuestra historia. Por suerte este cronista que viene de otro planeta tiene esa habilidad: un oído cual antena orientado a las voces de los niños y el otro sensible a lo que nos toca vivir en este otro lado.
Hay, también, otro tipo de márgenes. A veces el diálogo de las clases se transforma en juego, en representación. Cuando hablan de los filósofos cínicos, por ejemplo, se proponen entrar en las aulas de primaria con máscaras, gritando, siendo disruptivos sin explicar. Todo va bien hasta que pasa algo más: a alguien se le ocurre la idea –la genial idea, juzga el cronista– de continuar por las aulas de secundaria aunque esto no fuera parte del trato. “Las reglas se suspendieron, los permisos no importaron. Una fuerza enorme cobró vida”.
Hay una analogía que usa Freud para explicar el fenómeno del surgimiento de la transferencia. Estamos viendo una obra de teatro, todas las luces se dirigen al escenario, el publico está en sombra, no lo vemos, no nos vemos, nuestra atención está ahí, en la obra, en la representación que nos atrapa. Hasta que de repente alguien del publico grita “fuego”. Hay un cambio de escenario, hay un real que irrumpe en la representación simbólica. Hay algo que se actualiza en el presente.
En la escena representada por los cínicos sucede algo del orden de la transformación que toca tanto a alumnos, como profesores, e incluso a nosotros, los lectores. La lectura simbólica, la que nos fascina en su resonancia y nos satisface de sentido, se interrumpe cuando de pronto alguien grita “fuego”.
Además de la ternura y el humor, hay valentía en esa desobediencia civil a la que somos llamados, hay un paso más allá. En nuestra contemporaneidad que se corre a sí misma por izquierda, que se muerde la cola y se vuelve, paradójicamente, más conservadora, lo desobediente resulta, por ejemplo, poder quedarse en silencio cuando unos chicos tildan a una compañera de "feminazi" y ella sonríe enigmática. O desestimar el optimismo ciego y llamar "inolvidable" a un viaje en el que los alumnos se intoxicaron en las sierras y volvieron entre vómitos y llantos. ¿Por qué lo inolvidable no puede ser también lo inesperado? O sostener con la afirmación de su origen marciano la importancia del secreto en la era en la que prima la mostración; defender la ficción en un mundo que confunde verdad con literalidad. Cuando los chicos le insisten con que diga la verdad, él corrobora que es un marciano y por dentro piensa: "Perdón por esto", mientras se le llenan los ojos de lágrimas. ¿Perdón por mentir? ¿O perdón por creer que miente?
Por último: ¿Por qué una versión ampliada?
Esta edición incluye una segunda parte, con las crónicas que Vazquez fue escribiendo durante el proceso de edición y publicación de la primera edición. No era suficiente, algo insistía, un segundo tiempo que no completaba ni cerraba al primero, pero que sí era necesario.
En la primera parte las crónicas surgen del trabajo con los chicos alrededor de las Crónicas marcianas, de Ray Bradbury. En esta segunda parte, trabajarán con Colmillo Blanco, de Jack London. Se llamarán: Marte y Alaska.
Si en Marte hay un pacto con el lector, un llamado a la desobediencia civil, una necesidad de desalienarse y jugar sin miramientos, en Alaska, hay un retorno, una conciencia de vivir en comunidad y una pregunta sobre los vínculos. Si en Marte el cronista sufría de la urgencia de registrar esos diálogos de manera inmediata, de no perder espontaneidad, en Alaska se permite el tiempo de la reflexión. Si en Marte era necesaria la extrañeza de un cronista marciano para evitar entender la infancia desde nuestros propios esquemas, en Alaska en cambio, nuestro cronista es el profe de filosofía a secas, que se pregunta sobre lo salvaje, la naturaleza, el cuerpo, la crueldad, lo humano y la ley. Si Marte es fuego, rebeldía y sorpresa, Alaska es el frío de la distancia y la reflexión. Es también el fuego pero el que se enciende entre los humanos si nos ponemos de acuerdo para poder sobrevivir.
Si en Marte hay que desentenderse de la respuesta para que la pregunta brille como protagonista, en Alaska tenemos las respuestas para una pregunta que se vuelve opaca. En Alaska también hay miedo. Miedo a saber "otras cosas", pero sobre todo miedo a saberlas solos.
Son estas crónicas esenciales las que nos permiten disfrutar por un rato de las infancias, la filosofía y la literatura. Y nos permiten no hacerlo solos.
28 de junio, 2023
Crónicas de Infancia
Joaquín Vazquez
Kintsugi, 2023
100 págs.